Friday, May 27, 2005

Historia de O - Capitulo II - Sir Stephen

El apartamento que ocupaba O estaba en la isla de San Luis, en el último piso de una vieja casa orientada al Sur, mirando al Sena. Las habitaciones eran abuhardilladas, amplias y bajas, y las de la fachada, que eran dos, tenían balcones practicados en el tejado. Una era el dormitorio de O y la otra, en la que del suelo al techo, unas estanterías de libros enmarcaban la chimenea, hacía las veces de salón, de despacho y hasta de dormitorio, si era preciso; tenía un gran sofá frente a los dos balcones y, delante de la chimenea, una gran mesa antigua. Allí se comía también cuando el comedorcito, tapizado de sarga verde oscuro y con ventanas a un patio interior, resultaba realmente demasiado pequeño para el número de comensales. Había otra habitación, también con ventanas al patio, que René utilizaba como vestidor. O compartía con él el cuarto de baño, amarillo. La cocina, amarilla también, era minúscula. Una asistenta iba todos los días a hacer la limpieza. Las habitaciones que daban al patio estaban pavimentadas con baldosas rojas hexagonales, como las que se encuentran, a partir del segundo piso, en las escaleras de los viejos edificios de París. Al verlas, O tuvo un sobresalto: eran iguales a las de los pasillos de Roissy. Su habitación era pequeña, las cortinas de cretona rosa y negra estaban corridas, el fuego brillaba tras la tela metálica del guardafuegos, la cama estaba preparada.

-Te he comprado un camisón de nylon –dijo René-. No tenías ninguno.

Un camisón de nylon blanco, plisado, ceñido y fino como las vestiduras de las estatuillas egipcias, y casi transparente, estaba dispuesto al borde de la cama, en el lado de O. Se ajustaba a la cintura con una fina tira que se anudaba sobre unos frunces elásticos, y el punto de nylon era tan fino que los pechos se transparentaban color de rosa. Todo, salvo las cortinas, el panel tapizado de la misma tela contra el que se apoyaba la cabecera de la cama y los dos silloncitos bajos, recubiertos también de la misma cretona, todo era blanco: las paredes, la colcha guateada, extendida sobre la cama con columnas de caoba, y las pieles de oso en el suelo. O, sentada junto al fuego, con su camisón blanco, escuchaba a su amante. Él empezó diciendo que no debía pensar que ya estaba libre. Salvo, naturalmente, si había dejado de amarle y le abandonaba de inmediato. Pero, si le amaba, no era libre de nada. Ella le escuchaba sin decir palabra, pensando que estaba contenta de que él quisiera demostrarse a sí mismo –cómo poco importaba- que ella le pertenecía y que era muy ingenuo al no darse cuenta de que su sumisión estaba por encima de toda prueba. Pero tal vez sí se daba cuenta y, si quería recalcarlo, era porque le producía un gran placer. Ella miraba el fuego mientras él hablaba, pero él no, pues no se atrevía a encontrarse con su mirada. Él paseaba por la habitación. De pronto, le dijo que, para escucharle, debía separar las rodillas y abrir los brazos; y es que ella estaba sentada con las rodillas juntas y abrazándoselas. Entonces, levantó el borde del camisón y se sentó sobre sus talones, como las carmelitas o las japonesas, y esperó, entre los muslos sentía el agudo cosquilleo de la piel blanca que cubría el suelo. Él insistió: no había abierto las piernas lo suficiente. La palabra <> y la expresión << abre las piernas>> adquirían en la boca de su amante tanta turbación y fuerza que ella las oía siempre con una especie de prosternación interior, de rendida sumisión, como si hubiera hablado un dios. Quedó, pues, inmóvil y sus manos, con las palmas hacia arriba, descansaban a cada lado de sus rodillas entra las que la tela del camisón, extendida a su alrededor, volvía a formar pliegues. Lo que su mamante quería de ella era muy simple: que estuviera accesible de un modo constante e inmediato. No le bastaba saber que lo estaba; quería que lo estuviera sin el menor obstáculo y que tanto su actitud como su manera de vestir así lo advirtieran a los iniciados. Esto quería decir, prosiguió él, dos cosas: la primera, que ella ya sabía, puesto que se lo habían explicado la noche de su llegada al castillo, era la de que nunca debía cruzar las piernas y debía mantener siempre los labios entreabiertos. Seguramente, ella creía que esto no tenía importancia (y así lo creía, en efecto); sin embargo, pronto descubriría que, para observar esta disciplina, tenía que poner una atención constante que le recordaría, en el secreto compartido entre ellos y acaso con alguna otra persona, durante sus ocupaciones ordinarias y rodeada de tosa aquella gente ajena al secreto, la realidad de su condición. En cuanto a su ropa, debería elegirla o, en caso necesario, inventarla con el fin de perpetuar aquella semi-desnudez que la había sometido en el coche que los llevaba a Roissy, Al día siguiente, ella escogería en sus armarios y cajones los vestidos y la ropa interior, y descartaría absolutamente todos los slips y los sujetadores parecidos a aquél cuyos tirantes había tenido que cortar él para quitárselo, las combinaciones cuyo cuerpo le cubriera los pechos, las blusas y los vestidos que no se abrochasen por delante y las faldas que fueran demasiado estrechas para que pudiera levantarlas con un solo movimiento. Que encargara otros sujetadores, otras blusas y otros vestidos. Hasta entonces, ¿tendría que ir con los senos desnudos bajo la blusa o el jersey? Pues sí, iría con los pechos desnudos, Si alguien lo notara, ella podría explicarlo como mejor le pareciera, o no dar explicación alguna, era asunto suyo. En cuanto a las demás cosas que él debía enseñarle, prefería esperar unos días y deseaba que, para escucharlo, ella estuviera vestida como él quería. En el cajoncito del escritorio, encontraría todo el dinero que necesitara. Cuando él acabó de hablar, ella murmuró <> sin el menor gesto. Fue él quien echó más leña al fuego y encendió la lámpara de la masita de noche, que era de opalina rosa. Entonces, dijo a O que se acostara y lo esperase, que dormiría con ella. Cuando él volvió a entrar en la habitación, O alargó la mano para apagar la luz. Era la mano izquierda y lo último que vio antes de que se hiciera la oscuridad fue el brillo apagado de su sortija de hierro. Estaba a medias recostada de lado, y en aquel mismo instante su amante la llamaba por su nombre en voz baja y, tomándola por el vientre, la atraía hacia sí.
Al día siguiente, O, sola, en bata, acababa de almorzar en el comedor verde –René se había ido temprano y no volvería hasta la noche, para llevarla a cenar-, cuando sonó el teléfono. El aparato estaba en el dormitorio, a la cabecera de la cama, al lado de la lámpara. O se sentó en el suelo y descolgó. Era René, quien quería saber si la asistenta se había marchado. Sí, acababa de irse, después de servir el desayuno, y no volvería hasta el día siguiente por la mañana.

-¿Has empezado ya a escoger la ropa?

-preguntó René.

-Ahora iba a hacerlo –respondió ella-. Pero me he levantado tarde, me he bañado y no he estado lista hasta mediodía.

-¿Estás vestida?

-No. Estoy en camisón y bata.

-Deja el teléfono y quítate la bata y el camisón.

O le obedeció, tan nerviosa que el aparato resbaló de la cama donde lo había dejado y cayó sobre la alfombra blanca. Temió que se hubiera cortado la comunicación. No, no se había cortado.

-¿Estás desnuda? –preguntó René.

-Sí – contestó a su pregunta y se limitó a añadir:

-¿Llevas el anillo?

Ella lo llevaba. Entonces, él le dijo que permaneciera como estaba hasta que él volviera y que así preparase la maleta con la ropa de la que tenía que deshacerse. Luego colgó. Era más de la una y hacía buen tiempo. Un rayo de sol iluminaba, sobre la alfombra, el camisón blanco y la bata de pana verde pálido como las cáscaras de las almendras tiernas que O había dejado caer. Los recogió y los llevó al cuarto de baño, para guardarlos en el armario. Al pasar, uno de los espejos adosados a una puerta, que, con un lienzo de pared y otra puerta igualmente recubierta de espejo, formaba un gran espejo de tres cuerpos, le devolvió bruscamente su imagen: no llevaba nada más que sus chinelas de piel, verde como la bata –apenas más oscuras que las que se ponía en Roissy- y la sortija. No llevaba collar ni pulseras de piel, estaba sola, sin más espectadores que ella misma. Y, sin embargo, nunca se sintió más sometida a una voluntad que no era la suya, más esclava ni más feliz de serlo. Cada vez que se agachaba para abrir un cajón, veía estremecerse levemente sus pechos. Tardó casi dos horas en disponer sobre la cama toda la ropa que después debería meter en la maleta. Con los slips, por descontado, hizo un pequeño montón al lado de una de las columnas. Sostenes no podría aprovechar ni uno solo: todos se cruzaban en la espalda y se abrochaban a los lados. De todos modos, ideó la forma en que podría mandar hacer el mismo modelo, poniendo el cierre delante, bajo el surco que formaban los senos. Los cinturones tampoco ofrecieron dificultades, pero ella se resistía a desechar el corpiño de satén de brocado rosa con cordones en la espalda, tan parecido al corsé que llevaba en Roissy. Lo dejó a un lado, encima de la cómoda. Que decidiera René. Y que decidiera también lo que tenía que hacer con los jerseys, todos cerrados a ras de cuello y que se ponían por la cabeza. Pero podían subirse a partir de la cintura para descubrir los senos. También las combinaciones quedaron amontonadas encima de la cama. En el cajón de la cómoda no guardó más que una enagua bajera de faya negra, con un volante plisado y pequeñas puntillas de Valenciennes, que llevaba debajo de una falda en pliegues soleil de una lana negra tan fina que se transparentaba. Necesitaría más enaguas bajeras, claras y cortas. Comprendió que tendría que renunciar a llevar vestidos estrechos o bien elegir modelos que se abrocharan de arriba abajo y encargar ropa interior que se abriera al mismo tiempo que el vestido. Lo de las enaguas era fácil de arreglar y lo de los vestidos, también, pero, ¿qué diría su lencera sobre la ropa interior abierta? Le explicaría que quería un forro de quita y pon porque era muy friolera. Y lo era realmente. De pronto, se preguntó cómo iba a soportar el frío de l acalle en invierno, tan desabrigada. Cuando hubo terminado y de su vestuario no decidió conservar más que los vestidos camiseros, todos abrochados por delante, la falda negra, los abrigos, naturalmente, y el traje chaqueta que llevaba a su regreso de Roissy, fue a preparar el té. En la cocina, subió el termostato de la calefacción; la asistenta no había llenado el cesto del salón con leños para la chimenea, y O sabía que a su amante le gustaría encontrarla junto al fuego cuando volviera por la noche. Llenó el cesto con leños de los que guardaba en el cofre del pasillo, lo llevó al salón y encendió el fuego. Y así, acurrucada en un butacón, con la bandeja del té a su lado, esperó su vuelta, pero esta vez le esperaba, tal como él le había ordenado, desnuda.

La primera dificultad que se le presentó a O fue en su trabajo. Dificultad es mucho decir. Asombro sería la palabra más apropiada. O trabajaba en el servicio de moda de una agencia fotográfica. Lo cual quiere decir que, en el estudio, tenía que retratar a las mujeres más exóticas y más atractivas que elegían los modistas para presentar sus modelos, en sesiones de veras hora. Causó extrañeza que O prolongara sus vacaciones hasta tan entrado el otoño y que se ausentara precisamente en la época de mayor actividad, cuando iba a salir la nueva moda. Pero esto era lo de menos. Mayor asombro causó que hubiera cambiado tanto. A primera vista, no se sabía en qué había cambiado, pero se la notaba distinta y, cuanto más se la observaba, más evidente se hacía el cambio. Caminaba más erguida, tenía la mirada más clara y lo que más llamaba la atención era la perfección de su inmovilidad y la armonía de sus ademanes. Siempre había vestido con sobriedad, como visten las mujeres que trabajan cuando su trabajo se parece al de los hombres; pero por más que tratara de disimular, dado que las otras mujeres, que constituían el objeto de su trabajo, tenían por ocupación, y por vocación, el atuendo, no tardaron en advertir lo que a otros ojos hubiera pasado inadvertido. Los jerseys que O llevaba directamente sobre la piel, bajo los que se dibujaba con suavidad el contorno de los senos –finalmente, René había autorizado los jerseys- y las faldas plisadas que se arremolinaban con facilidad, llegaron a adquirir la apariencia de un discreto uniforme.

-Un estilo muy de niña – le dijo un día con aire burlón una maniquí rubia de ojos verdes, que tenía los pómulos salientes y la piel oscura de los eslavos. Pero hace mal en llevar ligas redondas. Se estropeará las piernas.

Y es que O, sin darse cuente, se había sentado, girándose bruscamente, en el brazo de una butaca de cuero, y la falda se le había subido. La muchacha vio fugazmente la piel desnuda del muslo encima de la media enrollada que terminaba más allá de la rodilla. O la vio sonreír de un modo extraño y se preguntó qué habría pensado o tal vez comprendido.

Se estiró las medias, una tras otra, para tensarlas más aún, lo cual era más difícil que con un liguero normal y respondió a Jacqueline, como justificándose:

-Es práctico.

-¿práctico para qué?

-No me gustan los ligueros –respondió O.

Pero Jacqueline no la escuchaba. Estaba mirando la sortija de hierro.

En varios días, O hizo de Jacqueline unos cincuenta clisés. No se parecían a los que había hecho hasta entonces. Y es que, tal vez, nunca había tenido semejante modelo. Lo cierto es que nunca había sabido sacar de un rostro o de un cuerpo tan conmovedor significado. Y, en realidad, no se trataba más que de dar mayor realce a las sedas, las pieles y los encajes con aquella súbita hermosura de hada sorprendida ante el espejo que adquiría Jacqueline tanto con la blusa más sencilla como con el más suntuoso abrigo de visón. Tenía el cabello corto, rubio y espeso, ligeramente ondulado. Ala menor indicación, inclinaba ligeramente la cabeza hacia el hombro izquierdo y apoyaba la mejilla en el cuello levantado de su abrigo de piel, si llevaba abrigo de piel. O la retrató una vez en esta actitud, sonriente y dulce, con el cabello ligeramente levantado como por el viento y su delicado pómulo acariciado por el visón azul, gris y suave como la ceniza reciente de la leña. Tenía los labios entreabiertos y entornaba los ojos. Bajo el brillo acuoso y glaseado de la foto. Parecía una belleza ahogada, plácida, feliz y pálida, muy pálida. O mandó hacer la prueba en un tono gris muy tenue. Pero había hecho de Jacqueline otra foto que la trastornaba aún más: a contraluz, con los hombros desnudos, un velo negro, de malla ancha ciñéndole la cabeza y la cara, terminada por arriba por una absurda doble pluma de pavo, cuya pelusa impalpable la coronaba como humo; llevaba un inmenso vestido de grueso brocado de seda, rojo como un vestido de novia de la Edad Media, que le llegaba hasta los pies, de amplia falda, ceñido a la cintura y cuyo armazón le realzaba el pecho. Era lo que los modistas llaman un vestido de gala, algo que nadie lleva nunca. Las sandalias, de tacón muy alto, también eran de seda roja. Y, mientras Jacqueline estuvo delante de O con aquel vestido, aquellas sandalias y aquel velo, que era como la premonición de una máscara, O completaba mentalmente el modelo: tan poco era lo que hacía falta – el talle más ceñido, los senos más descubiertos-, y sería igual al vestido que llevaba Jeanne en Roissy, la seda gruesa, lisa, crujiente, la seda que levantas con la mano cuando te dicen... Y Jacqueline la levantaba, para bajar de la plataforma en la que había estado posando durante un cuarto de hora. El mismo murmullo, el mismo crujido de hojas secas. ¿Qué nadie lleva esos vestidos de gala? Ah, sí. Y Jacqueline también llevaba al cuello una gargantilla de oro y pulseras de oro en las muñecas. O pensó que estaría más hermosa con gargantilla y pulseras de cuero. Y aquel día hizo algo que no había hecho nunca: siguió a Jacqueline al vestuario contiguo al estudio en el que las modelos se maquillaban y dejaban la ropa cuando salían. Se quedó apoyada en el marco de la puerta, con los ojos fijos en el espejo del tocador ante el que se había sentado Jacqueline, todavía con el vestido rojo. El espejo era tan grande –ocupaba toda la pared del fondo, y el tocador era una simple place de vidrio negro- que O veía en él a un tiempo a Jacqueline, a sí misma y a la encargada del vestuario que estaba quitándole las plumas y el velo de tul. Jacqueline se desabrochó ella misma el collar, con sus brazos desnudos levantados como dos asas; el sudor brillaba levemente en sus axilas depiladas (<<¿por qué? – se dijo O.; qué lástima, con lo rubia que es>>), y O percibió su olor acre y fino, un poco vegetal, y se preguntó qué perfume debería usar Jacqueline, qué perfume habría que hacer usar a Jacqueline. Jacqueline se quitó después las pulseras y las dejó encima del cristal, en el que tintinearon como cadenas. Tenía el cabello tan rubio que su piel parecía más oscura, mate y dorada como la arena al retirarse la marea. En la foto, la seda roja será negra, En aquel momento, las gruesas dejas de Jacqueline que ella no maquillaba sino a regañadientes, se alzaron y O tropezó en el espejo con su mirada, tan franca e inmóvil que, sin poder apartar la suya, se sintió sonrojar lentamente. Esto fue todo.

-Perdone –dijo Jacqueline-, tengo que cambiarme.

-Perdón – murmuró O cerrando la puerta.

Al día siguiente, se llevó a su casa las pruebas de los clisés que había sacado la víspera, sin saber si quería o no enseñárselos a su amante, con el que debía cenar fuera. Mientras se maquillaba, delante del tocador de su cuarto, las miraba y se interrumpía para seguir con el dedo, sobre la foto, la línea de una ceja o de una sonrisa. Pero, al oír el ruido de la llave en la cerradura de la puerta de entrada, las guardó en el cajón.

Hacía dos semanas que O estaba completamente equipada y aún no se había acostumbrado a estarlo cuando, una tarde, al volver del estudio, encontró una nota de su amante en la que él le rogaba que estuviera arreglada a las ocho para salir a cenar con él y con un amigo. Un coche iría a recogerla y el chófer subiría a buscarla. En la posdata puntualizaba que debía llevar la chaqueta de piel y vestirse totalmente de negro (<> subrayado) y maquillarse y perfumarse como en Roissy. Eran las seis. Totalmente de negro y para cenar. Era diciembre y hacía frío, de manera que tendría que ponerse medias de nylon negras, guantes negros, la falda plisada en abanico y un grueso jersey bordado de lentejuelas o el justillo de faya. Optó por el justillo que era pespunteado y se abrochaba desde el cuello hasta el talle, ceñido como los severos jubones masculinos del siglo XVI y, al llevar el sostén incorporado, le dibujaba perfectamente el busto. Estaba forrado de faya y el faldón le llegaba a la cadera. Sólo la animaban unos grandes broches dorados, parecidos a esos grandes corchetes que llevan las botas de nieve de los niños y que chasquean al abrirse y cerrarse sobre las grandes anillas planas, A O le resultaba extraño, una vez hubo preparado la ropa sobre la cama a cuyo pie dejó los zapatos de ante negro, con fino tacón de aguja, verse, sola y libre, esmerándose en arreglarse y perfumase como en Roissy. Los cosméticos que tenía en su casa no eran los que se utilizaban allí. En el cajón del tocador encontró colorete –nunca se lo ponía- que ahora utilizó para teñirse la aureola de los senos. Apenas se veía el color en el momento de aplicarlo, pero después se oscurecía. Le pareció que se habría puesto demasiado, se lo quitó un poco con alcohol –costaba trabajo quitarlo- y volvió a empezar: un oscuro rosa tipo peonía floreció en la punta de sus senos. En vano trató de teñir del mismo color los labios inferiores, ocultos por el vello del pubis; en ellos no quedaba fijo. Por fin, entre los lápices de labios, encontró un rojo permanente que no le gustaba usar porque era demasiado seco e indeleble. Allí, iría bien, Se arregló el cabello, la cara y se perfumó. René le había regalado, en un vaporizador que lo proyectaba en espesa bruma, un perfume cuyo nombre ella ignoraba y que olía a bosque seco y a planta de marisma, áspero y silvestre. Sobre la piel la bruma se diluía y se deslizaba sobre el vello de las axilas y del vientre, se fijaba en finas gotas minúsculas. En Roissy había aprendido O la lentitud: se perfumó tres veces dejando secar el perfume cada vez. Primero se puso las medias y los zapatos de tacón alto, después la enagua, la falda y, por último, el jubón, Se calzó los guantes y cogió el bolso. Dentro del bolso llevaba la polvera, la barra de labios, un peine, la llave y mil francos. Con los guantes puestos, sacó del armario la chaqueta de piel y miró la hora en el reloj de la masita de noche: eran las ocho menos cuarto. Se sentó en el borde de la cama y, con los ojos fijos en el despertador, esperó inmóvil a que sonara el timbre. Cuando al fin lo oyó y se levantó para salir, en el espejo del tocador, antes de apagar la luz, vio su mirada audaz. Dulce y dócil.

Cuando empujó la puerta de pequeño restaurante italiano en el que el coche la dejó, la primera persona a la que vio en el bar fue a René. Él le sonrió con ternura, le tomó una mano y, volviéndose hacia una especie de atleta de pelo gris, le presentó, en inglés, a Sir Stephen H. Le ofrecieron un taburete situado entre los dos y, cuando iba a sentarse, René le dijo en voz baja que procurase no arrugarse la falda. Él la ayudó a deslizarse sobre el taburete cuyo frío cuero sintió ella en la piel y, entre los muslos, el borde metálico, pues no se atrevía a sentarse más que a medias, por temor a ceder a la tentación de cruzar las piernas si se sentaba del todo. La falda se desparramaba a su alrededor. El tacón derecho se enganchó en uno de los barrotes del taburete y la punta del pie izquierdo se apoyaba en el suelo. El inglés, quien se había inclinado ante ella sin decir palabra, no le quitaba la vista de encima. Ella observó que le miraba las rodillas, las manos y por último los labios, pero tan tranquilamente y con una atención tan pertinaz y precisa que O tuvo la impresión de que era sopesada y juzgada como el instrumento que ella sabía que era, y, como obligada por aquella mirada, casi a pesar suyo se quitó los guantes: sabía que él hablaría cuando ella tuviera las manos desnudas –porque sus manos eran especiales, parecían más de nombre que de mujer y porque en el anular de la izquierda llevaba la sortija de acero con la triple espiral de oro-. Pero no; no dijo nada. Sólo sonrió: había visto la sortija. René bebía un Martini y Sir Stephen, whisky. Él terminó lentamente su whisky y esperó a que René bebiera su segundo Martini y O, el zumo de pomelo que René había pedido para ella mientras le explicaba que, si ella no tenía inconveniente, podrían cenar en el comedor del sótano que era más pequeño y más tranquilo que el situado en la planta baja, a continuación del bar.

-Desde luego –dijo O, cogiendo el bolso y los guantes que dejara en la barra.

Entonces, para ayudarla a bajar del taburete, Sir Stephen le tendió la mano derecha en la que ella puso la suya, y las primeras palabras que le dirigió fueron para comentar que sus manos parecían hechas para llevar hierro, que los hierros le sentaban muy bien. Pero se lo dijo en inglés, lo cual daba lugar a un ligero equívoco, ya que tanto podía referirse al metal como, lo que era más probable, a las cadenas. En el comedor del sótano, que era una simple bodega encalada, pero fresca y alegre, no había, efectivamente, más que cuatro mesas de las que sólo una estaba ocupada por unos clientes que ya acababan de cenar. En las paredes estaba pintado un mapa gastronómico y turístico de Italia con colores suaves como los de los helados de vainilla, fresa o caramelo, Ello hizo pensar a O que de postre pediría helado, con almendra picada y nata. Se sentía feliz y ligera. La rodilla de René rozaba la suya por debajo de la mesa y, cuando hablaba, ella sabía que hablaba para ella. El también le miraba los labios. Le permitieron tomar el helado, pero no café. Sir Stephen los invitó a los dos a tomar café en su casa. Habían cenado muy frugalmente, y O observó que casi no habían bebido ni la habían dejado beber: media botella de Chianti para los tres. Terminaron muy pronto: eran apenas las nueve.

-He despedido al chófer –dijo Sir Stephen-. ¿Quieres conducir tú, René? Lo más práctico será ir directamente a mi casa.

René se sentó al volante, O lo hizo a su lado y Sir Stephen se instaló al lado de ella. El coche era un Buick grande, y en el asiento delantero cabían los tres con holgura.

Después del Alma, al Cours-la-Reine aparecía despejado porque los árboles estaban sin hojas, y la Place de la Concorde centelleante y seca bajo el cielo sombrío de las horas en las que se acumula la nieve sin decidirse a caer. O oyó un leve chasquido y sintió que por las piernas le subía aire caliente: Sir Stephen había puesto la calefacción. René siguió un trecho por la orilla derecha del Sena y, al llegar al Pont-Royal, torció hacia la orilla izquierda. Entre sus dogales de piedra, el agua quieta parecía también de piedra y negra. O pensó entonces en las hematíes oscuras. Cuando tenía quince años, su mejor amiga, que tenía treinta y de la que estaba enamorada, llevaba en un anillo unas hematites rodeadas de pequeños diamantes. A O le hubiera gustado tener un collar de aquellas piedras negras, pero sin diamantes, una gargantilla. Pero, ¿cambiaría los collares que ahora le daban –no, no se los daban- por el collar de hematites, por las hematites del sueño? Recordó la mísera habitación a la que la llevara Marion, detrás del cruce de Tubigo y, cómo ella había deshecho, ella, no Marion, sus largas trenzas de colegiala, cuando Marion la desnudó y la echó sobre la cama de hierro. Cuán bella era Marion cuando la acariciaba, y es verdad que los ojos pueden parecer estrellas; los suyos parecían estrellas azules y titilantes. René detuvo el coche. O no reconoció la calle estrecha, una de las que enlazan transversalmente la Rue de la Univesité con la de Lille.

El apartamento de Sir Stephen estaba al fondo de un patio, en el ala de un antiguo edificio, con las habitaciones dispuestas en crujía. La última era también la más grande y la más sedante, con sus muebles de caoba de estilo inglés y sus sedas pálidas, amarillas y grises.

-No voy a pedirle que se ocupe del fuego –dijo Sir Stephen a O., pero este sofá es para usted. Siéntese, por favor. René preparará el café. Sólo deseo pedirle que me escuche.

El gran sofá de damasco claro estaba perpendicular a la chimenea, frente a las ventanas que daban a un jardín y de espaldas a otras que se abrían al patio. O se quitó la chaqueta y la dejó en el respaldo del sofá. Al volverse, vio que su amante y su anfitrión esperaban de pie que ella obedeciera la invitación de Sir Stephen. Dejó el bolso al lado de la chaqueta y se quitó los guantes. ¿Cuándo aprendería, si lo aprendía alguna vez, a levantarse la falda en el momento de sentarse con el suficiente disimulo para que nadie lo notara y hasta ella misma pudiera olvidar su desnudez y su sumisión? Desde luego, no mientras su amante y aquel desconocido la miraran en silencio, como hacían en aquel momento. Ella cedió al fin, Sir Stephen avivó el fuego y René, súbitamente, se situó detrás del sofá y, asiendo a O por la garganta y los cabellos, la obligó a echar la cabeza hacia atrás y la besó en la boca, tan larga y profundamente que ella perdió el aliento y sintió que el vientre le ardía, como si fuera a derretirse. No la soltó más que para decirle que la quería y volvió a besarla. Las manos de O, reposaban con las palmas hacia arriba, sobre la tela negra de su vestido que se extendía en forma de corola a su alrededor. Sir Stephen se acercó a ellos, y, cuando René la dejó por fin y ella abrió los ojos, se encontró con la mirada fija y gris del inglés. Aunque aturdida y jadeante de felicidad, pudo darse cuenta de que él la admiraba y deseaba. ¿Quién hubiera podido resistir a su boca húmeda y entreabierta, a sus labios hinchados, a su garganta blanca sobre el cuello negro de su jubón y a sus ojos, grandes, claros y francos? Pero lo único que se permitió Sir Stephen fue acariciarle suavemente las cejas y los labios con la yema del dedo. Luego, se sentó frente a ella, al otro lado de la chimenea, y, cuando René se hubo sentado a su vez en una butaca, empezó a hablar.

Tengo entendido que René no le ha hablado nunca de su familia. De todos modos, tal vez sepa ya que su madre, antes de casarse con su padre, había estado casada con un inglés que ya tenía un hijo de un matrimonio anterior. Yo soy ese hijo y fui educado por ella hasta el día en que abandonó a mi padre. No tengo, pues, ningún parentesco con René, y, sin embargo, en cierto modo, somos hermanos. Que René la ama lo sé. Lo habría descubierto aunque él no me lo hubiera dicho e incluso sin que él hubiera hecho un solo movimiento. Basta con ver cómo la mira. Sé también que usted ha estado en Roissy y supongo que volverá allí algún día. En principio, la sortija que lleva me da derecho a disponer de usted, como lo da a todo aquel que conoce su significado. Pero en estos casos no se trata más que de una relación pasajera y lo que nosotros esperamos de usted es más fuerte. Digo nosotros, porque hablo también en nombre de René. Sí, en cierto modo, somos hermanos, yo soy el mayor. Tengo diez años más que él. Entre nosotros existe una libertad tan antigua y absoluta que hace que todo lo que me pertenece sea suyo y lo que le pertenece a él sea también mío. ¿Consiente usted en participar en esta relación? Yo se lo ruego, y le pido su consentimiento que la comprometerá aún más que su sumisión, que ya sé es segura. Antes de contestarme, piense que yo sólo soy, que no puedo ser, sino otra forma de su amante: que siempre tendrá un único dueño. Más temible, lo concedo, que los hombres a los que fue entregada en Roissy, porque yo estaré ahí todos los días y, además, me gustan la costumbre y el rito. (And, besides, I am fond of habits and rites...)

La voz pausada y serena de Sir Stephen resonaba en un silencio absoluto. Las mismas llamas de la chimenea alumbraban sin ruido. O estaba clavada el sofá como una mariposa traspasada por un alfiler, un largo alfiler de palabras y de miradas que taladraba su cuerpo y apretaba sus nalgas, desnudas y atentas contra la seda tibia del sofá. No sabía dónde tenía los senos, ni la nuca, ni las manos. Pero no podía dudar que los hábitos y ritos de que le hablaban tendrían por objeto la posesión, entre otras partes de su cuerpo, de sus largos muslos ocultos bajo la falda negra y abiertos ya de antemano. Los dos hombres estaban sentados frente a ella. René fumaba, pero había encendido a su lado una de esas lámparas de capuchón negro que devoran el humo, y el aire, purificando ya por el fuego de leña, tenía el aroma fresco de la noche.

-¿Me contesta ya o quiere saber más?

-preguntó Sir Stephen.

Si aceptas, yo mismo te explicaré las preferencias de Sir Stephen.

-Las exigencias – rectificó éste.

O se decía que lo más difícil no era aceptar y comprendía que ni uno ni otro habían pensado ni un momento, como tampoco ella, que pudiera negarse. Lo más difícil era hablar. Le ardían los labios, tenía la boca seca, le faltaba la saliva, una angustia de miedo y deseo le atenazaba la garganta, y sus manos, que ahora volvía a sentir, estaban frías y húmedas. Si, por lo menos, hubiera podido cerrar los ojos, Pero no. Dos miradas a las que no podía, ni quería, escapar, perseguían la suya. La empujaban hacia algo que creía haber dejado para mucho tiempo, tal vez para siempre, en Roissy. Y es que, desde su regreso, René no la había tomado más que con caricias, y el símbolo de su pertenencia a todos los que conocieran el secreto de su sortija no había tenido consecuencias; o no encontró a nadie que lo conociera o, si alguien lo conoció, calló. La única persona de quien sospechaba era Jacqueline (y, si Jacqueline había estado en Roissy, ¿por qué no llevaba ella también la sortija? ¿Y qué derecho le daba a Jacqueline, si algún derecho le daba, la participación en aquel secreto?). Para hablar, ¿tendría que moverse? Por su propia voluntad, no podía; una orden la hubiera hecho levantarse al instante, pero esta vez no querían que obedeciese, sino que se adelantase a la orden, que se constituyese en esclava y se entregase. A esto llamaban ellos su consentimiento. Recordó que nunca había dicho a René más que <> y <>. Al parecer, ahora querían que hablase y aceptara explícitamente lo que hasta entonces aceptara sólo en silencio. Al fin se incorporó y, como si lo que iba a decir la ahogara, desabrochó los corchetes de su jubón hasta el busto. Luego, se levantó. Le temblaban las rodillas y las manos.

-Soy tuya –dijo al fin a René-. Seré lo que tú quieras que sea.

-No, nuestra –repuso él-. Repite conmigo: soy vuestra y seré siempre lo que vosotros queráis que sea.

Los ojos grises y duros de Sir Stephen no se apartaban de ella, ni los de René, en los que se perdía, mientras iba repitiendo las frases que él le dictaba y poniéndolas en primera persona, como en un ejercicio gramatical.

-Nos reconoces a mí y a Sir Stephen el derecho... –decía René.

Y O repetía, todo lo claramente que podía:

-Te reconozco a ti y a Sir Stephen el derecho...

El derecho de disponer de su cuerpo a su antojo, en cualquier lugar y forma que ellos desearan, el derecho a tenerla encadenada, el derecho a azotarla como a una esclava, o como a una condenada, por la más mínima falta o porque ellos quisieran, el derecho a no escuchar sus súplicas ni sus gritos, si la hacían gritar.

-Me parece que es aquí y ahora cuando Sir Stephen desea recibirte, entregada por mí y por ti misma –dijo René-, y cuando yo he de enumerarte sus exigencias.

O, mientras escuchaba a su amante, recordaba las palabras que él le dijera en Roissy: eran casi las mismas. Pero entonces las escuchó abrazada a él, protegida por un aire de irrealidad que les daba carácter de sueño, por la sensación de que existía en otra vida o, tal vez, que no existía. Sueño o pesadilla, muros de prisión, trajees de gala, encapuchados, todo la alejaba de su propia vida, incluso en no saber cuánto duraría. Allí se sentía como la plena noche, en medio de un sueño que uno reconoce y que se repite: segura de que existe y segura de que ha de acabar y deseando que acabe porque temes no poder resistirlo y que continúe porque deseas conocer el final. Pues bien, el final había llegado cuando ya no lo esperaba y bajo la forma más inesperada (suponiendo, como se decía ahora, que aquél fuera el final, que detrás de él no ocultara otro y otro más). Este desenlace de ahora consistía en traerla del recuerdo al presente y en que cosas que no tenían realidad más que en un círculo cerrado, en un universo aparte, iban a contaminar de pronto todas las situaciones y todos los hábitos de su vida cotidiana, y, sobre ella y en ella, ya no iban a reducirse a simples señales o símbolos –las caderas desnudas, los cuerpos abiertos por delante, la sortija de hierro-, sino que le impondrían un cumplimento. Era verdad que René nunca la había golpeado y la única diferencia en sus relaciones entre la época de antes y Roissy y el tiempo transcurrido desde que ella volviera de allí era que ahora él se servía de su grupa y de su boca además de su vientre. Ella nunca supo si los latigazos que había recibido en Roissy con los ojos vendados, o de flagelantes encapuchados, en alguna ocasión le fueron dados por él, pero le parecía que no. Seguramente, el placer que él obtenía ante el espectáculo de su cuerpo encadenado y entregado, debatiéndose en vano, y al oír sus gritos, era tan vivo que no consentía en privarse de la menor parte de él prestando sus propias mano, porque su intervención activa le hubiera distraído. Y ahora lo confesaba así, ya que, cariñosa, suavemente, sin moverse de la butaca en la que estaba hundido, con una pierna encima de la otra, le decía lo feliz que se sentía al entregarla, a inducirla a entregarse a las órdenes y a la voluntad de Sir Stephen. Cuando Sir Stephen deseara que pasara la noche, o aunque sólo fuera una hora, en su casa, o que le acompañara a algún restaurante o espectáculo de París o de fuera de París, la llamaría por teléfono y le enviaría el coche, a menos que fuera a buscarla el propio René. En aquel momento, ella tenía la palabra. ¿Consentía? Pero ella no podía hablar. La voluntad que le pedían que expresara era la voluntad de abandonarse, de aceptar por anticipado cosas a las que ella sin duda deseaba decir que sí, pero a las que su cuerpo se negaba; por lo menos, en lo relativo al látigo. Pues, por lo demás, si tenía que ser sincera consigo misma, se sentía demasiado turbada por el deseo que leía en los ojos de Sir Stephen para engañarse y, por más que temblara, o tal vez precisamente por temblar, sabía que ella esperaba con más impaciencia que él el momento en el que él pasara su mano, o quizá sus labios, en ella. Seguramente, quiera que fuera su valor, o el deseo que sintiera, llegado el momento de responder, desfalleció de tal modo que cayó al suelo con la falda extendida a su alrededor, y Sir Stephen comentó con voz sorda en el silencio que el miedo también le sentaba bien. No se lo dijo a ella, sino a René. A O le pareció que hacía un esfuerzo para no avanzar hacia ella y lo lamentó. Sin embargo, ella no le miraba, tenía los ojos fijos en René, temerosa de que él adivinara en los suyos algo que tal vez pudiera considerar una traición. Y no lo era, pues, si hubiera tendido que elegir entre su deseo de ser poseída por Sir Stephen y su amor por René, no hubiera vacilado ni un segundo; en realidad, se cedía a aquel deseo era porque René se lo permitía y, en cierto modo, le hacía entender que se lo ordenaba. Sin embargo, le quedaba la duda de si no se enfadaría al verse obedecido tan aprisa. A la menor señal que él le hiciera, aquel deseo se borraría. Pero él no le hizo señal alguna y se contentó con pedirle, por tercera vez, una respuesta.

-Consiento en todo lo que quieran –balbuceó ella. Luego, mirándose las manos que reposaban entre sus rodillas, agregó en un susurro-: Quisiera saber si voy a ser azotada...

Durante mucho rato, tanto que tuvo tiempo de repetirse mentalmente la frase veinte veces, nadie respondió. Luego, la vez de Sir Stephen dijo lentamente:

-De vez en cuando.

O oyó crujir una cerilla y un tintineo de vasos: seguramente, uno de los dos se servía más whisky. René la dejaba indefensa. René callaba.

-Aunque ahora consienta –dijo ella-, aunque ahora lo prometa, no podré soportarlo.

-No le pedimos sino que se preste a ello y que consienta de antemano en que todas sus súplicas y sus gritos serán en vano –dijo Sir Stephen.

-¡Oh, por favor, todavía no! –dijo O al ver que Sir Stephen se levantaba.

René también se puso en pie, se inclinó hacia ella y la tomó por los hombros.

-Responde ya, ¿aceptas?

Ella dijo al fin que aceptaba. Él la levantó suavemente y, sentado en el sofá, la obligó a arrodillarse a su lado, de cara al sofá, con los brazos extendidos, los ojos cerrados y la cabeza y el busto descansando en el asiento. Entonces, ella recordó una imagen que había visto hacía años, una curiosa estampa que representaba a una mujer arrodillada, como ahora estaba ella, delante de un sillón, en una habitación de suelo embaldosado. En un rincón, jugaban un perro y un niño. La mujer tenía las faldas levantadas, y un hombre que estaba de pie a su lado sostenía en el aire un puñado de varas. Todos iban vestidos con trajes de finales del siglo XVI y el grabado tenía un título que le pareció indignante: <>. René le sujetaba las muñecas con una mano y con la otra le levantó la falda, tanto, que ella sintió que la basa plisada le rozaba la mejilla. Le acarició la parte baja del talle e hizo observar a Sir Stephen los hoyos que se dibujaban en su carne y la suavidad del surco que dividía sus muslos. Luego, apoyó la mano en la cintura que separara un poco más las rodillas. Ella obedeció sin decir palabra. El que René hiciera los honores de su cuerpo, los comentarios de Sir Stephen, la brutalidad de los términos que utilizaban los dos hombres le provocaron un acceso de vergüenza tan violenta e inesperada que se desvaneció el deseo que sentía de ser poseída por Sir Stephen y se puso a esperar el látigo como una liberación, y el dolor y los gritos, como una justificación. Pero las manos de Sir Stephen le abrieron el vientre, forzaron su grupa, entrando y saliendo, acariciándola hasta hacerla gemir, humillada por su gemido, y derrotada.

-Te dejo con Sir Stephen –le dijo entonces René. Quédate como estás. El te enviará a casa cuando quiera.

¿Cuántas veces no estuvo ella en Roissy, de rodillas, en actitud parecida, ofrecida a cualquiera? Pero, entonces, estaba atada por los brazaletes que le mantenían las manos unidas, feliz prisionera a la que todo se le imponía, a la que nunca se le pedía nada. Aquí, si permanecía semidesnuda era por su propia voluntad, pues un solo movimiento, el que haría para ponerse de pie, bastaría para cubrirla. Su promesa la ataba tanto como las pulseras de cuero y las cadenas. ¿Era sólo su promesa? Y, por humillada que estuviera, o precisamente porque estaba humillada, ¿no resultaba también dulce pensar que era su humillación, su obediencia, su docilidad, lo que hacía que no tuviera precio? René se fue, y Sir Stephen lo acompañó hasta la puerta. Ella se quedó sola, quieta, sintiéndose más expuesta en la soledad que cuando ellos estaban allí. La seda gris y amarilla del sofá estaba lisa bajo su falda; a través de sus medias de nylon, sentía en las rodillas la lana mullida de la alfombra y, en el muslo izquierdo, el calor de la chimenea en la que Sir Stephen había puesto tres leños que ardían ruidosamente. Encima de una cómoda había un reloj de pared antiguo con un tictac tan leve que sólo se oía cuando todo quedaba en silencio. O lo escuchaba atentamente, mientras pensaba en lo absurdo que era, en aquel salón civilizado y discreto, permanecer en la postura en que ella estaba. A través de las persianas cerradas, se oía el murmullo amodorrado de París pasada la medianoche. Al día siguiente por la mañana, a la luz del día, ¿reconocería ella el lugar del sofá en el que ahora apoyaba la cabeza? ¿Volvería alguna vez a aquel salón, de día, para ser tratada de aquel modo? Sir Stephen tardaba, y O quien, con tanto abandono había esperado la venida de los desconocidos de Roissy, sentía un nudo en la garganta al pensar que, dentro de un minuto o de diez, él volvería a tocarla. Pero no sucedió como ella imaginaba. Le oyó abrir la puerta y cruzar la habitación. Permaneció un rato de pie, de espaldas al fuego, contemplándola y, luego, en voz muy baja, le dijo que se levantara y se sentara. Ella le obedeció, sorprendida y hasta molesta. Él le ofreció amablemente un whisky y un cigarrillo que ella rehusó. Entonces advirtió ella que él se había puesto una bata, una bata muy severa, de buriel gris, del mismo gris que sus cabellos. Tenía las manos largas y enjutas, y las uñas planas, cortas y muy blancas. Sorprendió la mirada de O y ella se sonrojó: eran aquellas manos, duras e insistentes, las que se habían apoderado de su cuerpo, y ahora las temía y las esperaba. Pero él no se acercaba.

-Quisiera que se desnudara –dijo-. Pero, primero, quítese sólo la blusa, sin levantarse.

O desabrochó los grandes corchetes dorados y se despojó del justillo negro que dejó en un extremo del sofá, junto a la chaqueta, los guantes y el bolso.

Acaríciese un poco la punta de los senos –dijo entonces Sir Stephen, y añadió-: Tendrá que usar un maquillaje más oscuro, éste es demasiado claro.

O, estupefacta, se frotó con la yema de los dedos los pezones, los cuales se endurecieron e irguieron. Luego, los cubrió con la palma de la mano.

-¡Ah, no! –exclamó Sir Stephen.

Ella retiró sus manos y se apoyó en el respaldo del sofá. Sus senos eran muy abultados para su talle tan fino y cayeron suavemente hacia las axilas. Tenía la nuca apoyada en el sofá y las manos a lo largo del cuerpo. ¿Por qué Sir Stephen no acercaba a ella su boca, por qué no ponía la mano en los pezones que él había deseado ver erguirse y que ella sentía estremecerse, por más inmóvil que se mantuviera, sólo con respirar? El se acercó, se sentó en el brazo del sofá y no la tocó. Estaba fumando y, a un movimiento de su mano, que O nunca supo si había sido involuntario, un poco de ceniza casi caliente fue a caerle entre los senos. Ella tuvo la sensación de que quería insultarla con su desdén, con su silenció, con su atención impersonal. Sin embargo, él la había deseado poco antes, la deseaba todavía, ella lo veía tenso bajo la fina tela de la bata. ¿Por qué no la tomaba, aunque fuera para herirla? O se odiaba a sí misma por aquel deseo y odiaba a Sir Stephen por su forma de dominarse. Ella quería que él la amara, ésta es la verdad; que estuviera impaciente por tocar sus labios y penetrar en su cuerpo, que la maltratara incluso, pero que, en su presencia, no fuera capaz de conservar la calma ni de dominar el deseo. En Roissy le era indiferente que los que se servían de ella sintieran algo: eran los instrumentos por lo que su amante se complacía en ella, los que hacían de ella lo que él quería que fuese, pulida, lisa y suave como una piedra. Sus manos y sus órdenes eran las manos y las órdenes de él. Allí no. René la había entregado a Sir Stephen lo que en aquellos momentos más amaba él, al igual que en otro tiempo habían compartido seguramente un viaje, un barco o un caballo. Hoy, aquella oferta tenía un significado mayor en relación a Sir Stephen que en relación a ella. Lo que cada uno buscaría en ella sería la marca del otro, la huella del paso del otro. Hacía un momento, cuando ella estaba arrodillada junto a René y Sir Stephen le abría los muslos con las dos manos, René le había explicado por qué la grupa de O era tan accesible y por qué él se alegró de que se lo hubieran preparado así. Pensó que a Sir Stephen le gustaría tener constantemente a su disposición la vía que más le agradara. Incluso le dijo que, si quería. Podría hacer de ella uso exclusivo.

-¡Ah, encantado! –exclamó Sir Stephen, pero añadió que, a pesar de todo, existía el peligro de que desgarrase a O.

-O es tuya –respondió René, inclinándose sobre ella para besarle las manos.

La sola idea de que René pudiera tener intención de privarse de alguna parte de su cuerpo trastornó a O. Veía en ello la señal de que su amante quería más a Sir Stephen que a ella. Y por más que él le había repetido que amaba en ella el objeto en que la había convertido, la libertad de disponer de ella como quisiera, como se dispone de un mueble que a veces tanto agrada regalar como conservar, ella comprendía que no había acabado de creerle. Y veía otra prueba de eso que no podía llamar de otro modo que deferencia para con Sir Stephen en que René, que tanto se complacía al verla bajo el cuerpo o los golpes de otros, que con tanta ternura y reconocimiento veía abrirse su boca para gemir o gritar y cerrarse sus ojos inundados de lágrimas, se hubiera ido, después de asegurarse, mostrándosela y entreabriéndola, como se entreabre la boca de un caballo para que se vea que es joven, de que Sir Stephen la encontraba lo bastante bella y lo bastante cómoda para él y estaba dispuesto a aceptarla. Esta conducta, quizás ultrajante, en nada cambiaba el amor que O sentía por René. Estaba contenta de contar para él lo suficiente como para que él se complaciera en ultrajarla, al igual que los creyentes dan gracias a Dios cuando los doblega. Pero en Sir Stephen adivinaba una voluntad firme y glacial que el deseo no haría flaquear y ante la cual ella no contaba para nada, por conmovedora y sumisa que se mostrara. ¿Por qué, si no, iba ella a tener tanto miedo? El látigo que los criados de Roissy llevaban a la cintura, las cadenas que tenía que llevar casi constantemente, le parecían ahora menos temibles que la tranquilidad con que Sir Stephen le miraba los senos sin tocarlos. Ella sabía lo frágiles que resultaban, entre sus hombros delgados y su esbelto talle, precisamente a causa de su turgencia. No podía impedir que temblaran. Para ello hubiera tenido que dejar de respirar. Esperar que aquella fragilidad desarmara a Sir Stephen era inútil; ella sabía que sería al contrario, que su dulzura incitaba a la brutalidad tanto como a la caricia, al arañazo tanto como al beso. Tuvo una momentánea ilusión: con el dedo medio de la mano derecha, con la que sostenía el cigarrillo, Sir Stephen le rozó el pezón que al instante obedeció y se puso más rígido. O no dudaba de que aquello era para Sir Stephen como un juego y nada más o, si acaso, una comprobación, como se comprueba la respuesta o la buena marcha de un mecanismo. Sin moverse del brazo del sofá, Sir Stephen le dijo entonces que se quitara la falda. Los corchetes obedecían mal a los dedos húmedos de O, quien no consiguió desabrochar su enagua de faya negra sino al segundo intento. Cuando estuvo desnuda, sus sandalias de charol negro y sus medias de nylon negras también, enrolladas encima de sus piernas y la blancura de sus muslos. Sir Stephen, quien también se había levantado, la tomó por el vientre con una mano y la empujó hacia el sofá. La hizo arrodillarse, con la espalda apoyada en el sofá y, para que ella se apoyara en él más con los hombros que con la cintura, le obligó a abrir los muslos. Sus manos descansaban sobre sus tobillos, si vientre estaba entreabierto y, encima de sus senos distendidos, su garganta echada hacia atrás. No se atrevía a mirar a Sir Stephen a la cara, pero veía sus manos desatar el cinturón de la bata. Él puso una pierna a cada lado de O, que seguía arrodillada y, tomándola por la nuca, se introdujo en su boca. Lo que él buscaba no era la caricia de sus labios sino el fondo de su garganta. Hurgó en ella largo rato, y O sentía dilatarse y endurecerse aquella mordaza de carne que la asfixiaba y cuyos golpes repetidos le arrancaban lágrimas. Para penetrar mejor, Sir Stephen había acabado por arrodillarse en el sofá, con una pierna a cada lado de su cara, descansando de vez en cuando las posaderas en el pecho de O. Quien sentía que su vientre, inútil de despreciado, le ardía. Mientras Sir Stephen se complació en ella, no terminó su placer. Luego se retiró en silencio y se puso en pie, sin cerrarse la bata.

-Eres fácil, O –le dijo-. Quieres a René, pero eres fácil. ¿Se da cuanta René de que te gustan todos los hombres que te desean y que, al enviarte a Roissy y entregarte a otros, te da la coartada para justificar tu propia facilidad?

-Amo a René –respondió O.

-Amas a René, pero yo te gusto, entre otros –insistió Sir Stephen.

Sí, le gustaba; pero, ¿cambiaría René cuando se enterase? Ella no pudo sino callar y bajar los ojos. Mirar a Sir Stephen hubiera sido una confesión. Sir Stephen se inclinó entonces sobre ella y, tomándola por los hombros, la hizo deslizarse sobre la alfombra. O se encontró tendida de espaldas, con las piernas en alto y dobladas sobre el cuerpo. Sir Stephen, quien se había sentado en el sofá, en el lugar en el que cogió la rodilla derecha y la atrajo hacia sí. Como ella estaba de cara a la chimenea, la luz del fuego, muy próximo, iluminaba violentamente el doble surco de su vientre y de su grupa. Sin soltarla, Sir Stephen le ordenó bruscamente que se acariciara sin juntar las piernas. Ella, impresionada, alargó dócilmente la mano derecha hacia su vientre y bajo sus dedos, sintió, ya libre del vello que la protegía, ardiente ya, la arista de carne en la que convergían los frágiles labios de su vientre. Pero entonces dejó caer la mano y balbuceó:

-No puedo.

No podía, en efecto. Nunca se había acariciado más que furtivamente en la oscuridad, en su cama tibia, cuando dormía sola, sin buscar nunca el placer hasta el final. Pero, a veces, lo sentía más tarde, en sueños y se despertaba desilusionada de que hubiera sido tan vivo y tan fugaz al mismo tiempo. La mirada de Sir Stephen insistía. Ella no pudo sostenerla y, después de repetir, <>, cerró los ojos. Lo que ella volvía a ver sin poder ahuyentarlo y le producía la misma náusea que cada vez que lo presenciaba cuando tenía quince años, era la imagen de Marion tumbada en la butaca de cuero de una habitación de hotel, con una pierna sobre uno de los brazos de la butaca y la cabeza apoyada en el otro, acariciándose así en su despacho, la sorprendió el jefe de su departamento. O recordaba el despacho de Marion, una habitación desnuda, con las paredes verde pálido, con luz del norte filtrándose a través de unos cristales polvorientos. No había más que una butaca destinada a las visitas, colocada frente a la mesa.

¿Echaste a correr? –le había preguntado O.

-No –había contestado Marion-. Él me pidió que volviera a empezar, pero cerró la puerta con llave, me quitó el slip y volvió la butaca hacia la ventana.

O se sintió admirada ante el valor de Marion, y también horrorizada y se negó ferozmente a acariciarse delante de Marion y juró que nunca, nunca se acariciaría delante de nadie. Marion se había echado a reír y le había dicho:

-Ya verás cuando te lo pida tu amante.

René nunca se lo pidió. ¿Le hubiera obedecido? Ah, seguramente, pero con qué terror de ver asomar a los ojos de René el mismo asco que había sentido ella delante de Marion. Lo cual era absurdo. Y más absurdo todavía con Sir Stephen. ¿Qué le importaba a ella el asco de Sir Stephen? No; no podía. Por tercera vez, murmuró:

-No puedo.

Aunque lo dijo muy bajo, él lo oyó, la soltó, se levantó, se cerró la bata y ordenó a O que se pusiera en pie.

-¿Es ésta tu obediencia? –preguntó. Luego, con la mano izquierda, le sujetó las muñecas y con la derecha la abofeteó. Ella se tambaleó y hubiera caído al suelo de no sostenerla él.

-Ponte de rodillas para escucharme –le dijo-. Me parece que René te ha educado muy mal.

-Yo obedezco siempre a René –balbuceó ella.

-Tú confundes el amor con la obediencia. A mí me obedecerás sin amarme, y sin que te ame yo.

Entonces ella sintió una extraña sublevación y, en su interior, negó las palabras que estaba oyendo, renegó de sus promesas de sumisión y de esclavitud, de su consentimiento, de su propio deseo, de su desnudez, de su sudor, del temblor de sus piernas y del cerco de sus ojos. Ella se debatió, apretando los dientes con rabia cuando, después de obligarla a doblarse, prosternada, con los codos en el suelo y la cabeza entre los brazos, la levantó por las caderas y la forzó por detrás para desgarrarla, como René había dicho que la desgarraría. La primera vez, ella no gritó. Él repitió el acto con mayor brutalidad, y entonces ella gritó. Y, cada vez que él se retiraba y volvía, es decir, cada vez que él decidía hacerla gritar, ella gritaba. Gritaba tanto de rabia como de dolor, y él no se equivocaba. Ella sabía también, lo cual probaba que de todos modos estaba vencida, que a él le satisfacía obligarla a gritar. Cuando él hubo terminado y, después de hacerle dijo que lo que él había derramado en ella iría saliendo poco a poco, mezclado con la sangre de la herida que le había abierto, y que aquella herida la quemaría hasta que su grupa se hubiera adaptado a él y mientras tuviera que forzarla. No iba a privarse de aquella vía que René le reservaba, y ella no debía esperar que fuera con contemplaciones. Le recordó que había consentido en ser esclava de René y suya, pero dijo también que no creía que ella supiera a lo que se había comprometido. Cuando se enterara, ya sería demasiado tarde para escapar. O, mientras le escuchaba, se decía que acaso fuera también demasiado tarde para él. Iba a tardar tanto en reducirla que al fin acabaría por enamorarse de su obre. Porque toda su resistencia interior y aquella tímida negativa que apenas se atrevía a manifestar no tenían más motivo que éste: Ella quería existir para Sir Stephen, por poco que fuera, como existía para René, y que él sintiera por ella algo más que deseo. Y no porque le quisiera, sino porque se había dado cuenta de que René amaba a Sir Stephen con ese apasionamiento de los jóvenes por el hermano mayor y estaba segura de que, para dar satisfacción a Sir Stephen, estaría dispuesto a sacrificarla a ella. Intuía que calcaría su actitud sobre la de él y que, si Sir Stephen le demostraba desprecio, René, aunque la amara, quedaría contaminado por aquel desprecio como nunca lo estuviera, ni por asomo, por la actitud de los hombres de Roissy. Y es que, en Roissy, él era su dueño, y la actitud de los demás dependía de la suya. Ahora, el dueño no era él, sino todo lo contrario. Sir Stephen era el dueño de René, sin que ésta acabara de advertirlo. Es decir, que René lo admiraba y quería imitarlo, rivalizar con él. Poreso9 lo compartía todo con él y por eso le había entregado a O. Esta vez, era evidente que había sido entregada definitivamente. René seguiría amándola en la medida en que a Sir Stephen le pareciera que merecía la pena y en la medida en que él la amara a su vez. Ahora estaba claro que Sir Stephen sería su dueño y, a pesar de lo que pudiera creer René, su único dueño, en la misma relación que existe entre amo y esclavo. Ella no esperaba compasión, pero ¿no podría llegar a arrancarle un poco de amor? Recostado en el gran butacón que ocupaba junto al fuego antes de que se fuera René, la dejó desnuda, de pie delante de él, después de ordenarle que esperase sus órdenes. Ella esperó sin decir palabra. Luego, él se levantó y le dijo que lo siguiera. Aún desnuda, con sus sandalias de tacón alto y sus medias negras, ella subió detrás de él la escalera que partía del descansillo de la planta baja y entró en una pequeña habitación, tan pequeña que no había sitio más que para una cama en un rincón, un tocador y una silla entre la cama y la ventana. Aquella pequeña habitación se abría a otra habitación mayor, que era la de Sir Stephen, y las dos comunicaban con el mismo cuarto de baño. O se lavó y se secó –la toalla se manchó un poco de rosa-, se quitó las sandalias y las medias y se acostó entre las sábanas frías. Las cortinas de la ventana estaban descorridas, pero, afuera, la oscuridad era total. Antes de cerrar la puerta de comunicación, estando O ya en la cama, Sir Stephen se acercó a ella y le basó la punta de los dedos, como hizo en el bar cuando ella bajó del taburete y él le hizo aquel cumplido sobre su anillo de hierro. De modo que había hundido en ella las manos y el sexo, le había lastimado la boca y la espalda y no se dignaba a posar sus labios más que sobre la punta de sus dedos. O estuvo llorando y no se durmió hasta el amanecer.

Al día siguiente, poco antes de mediodía, el chofer de Sir Stephen llevó a O a su casa. Se había despertado a las diez; una vieja mulata le había preparado el baño y le había dado su ropa, pero con excepción de su chaqueta, sus guantes y su bolso, que ella había encontrado, al bajar, encima del sofá del salón. El salón. Estaba vacío, y las persianas y las cortinas abiertas. Frente al sofá, se veía un jardín estrecho y verde como un acuario. Lleno Únicamente de hiedra, acebo y bonetero. Cuando se había puesto la chaqueta, la mulata le había dicho que Sir Stephen había salido y le había dejado una carta. En el sobre, sólo su inicial. En el pliego, dos líneas: <>; y, por firma, una S. Posdata: <>. O Miró a su alrededor. Encima de la mesa, colocada entre las dos butacas en las que se habían sentado Sir Stephen y René, al lado de un florero de rosas amarillas, había una larga y fina fusta de cuero. Como la criada la esperaba en la puerta, O había guardado la carta en el bolsillo antes de salir.

De manera que René había llamado a Sir Stephen y no a ella. Una vez en casa, después de quitarse la ropa y almorzar, envuelta en su bata, aún tuvo tiempo de maquillarse y peinarse cuidadosamente y vestirse para ir al estudio, donde debía estar a las tres. El teléfono no sonó. René no llamaba. ¿Por qué? ¿Qué le habría hablado de ella? Recordó las palabras con que con tanta naturalidad habían comentado delante de ella la comodidad de su cuerpo con relación a las exigencias del de ellos. Tal vez ella no estuviera acostumbrada a aquel vocabulario, en inglés; pero los únicos términos franceses que la parecían equivalentes eran de una absoluta vileza. Pero, si ella había pasado por tantas manos como las prostitutas de los burdeles, ¿por qué iban a tratarla de otro modo?

<>, repetía en voz baja en la soledad de su habitación. <>

¿Quién se apiada de los que esperan? Se les reconoce fácilmente por su mansedumbre, por su mirada falsamente atenta –atenta, sí, pero a otra cosa que aquélla a la que están mirando- por la ausencia. Durante tres horas, en el estudio en el que aquella tarde posaba para sombreros una maniquí pelirroja y llenita a la que O conocía, estuvo ausente, ensimismada, martirizada por la prisa y por la angustia. Llevaba blusa y enagua de seda roja, falda escocesa y chaqueta de ante. El rojo de la blusa, bajo su chaqueta entreabierta, hacía todavía más pálida su cara, y la maniquí pelirroja le dijo que tenía un aire fatal. <<¿Fatal para quién?>>, se preguntó O. Dos años atrás, antes de conocer y amar a René, habría jurado: <>, y añadido: <>. Pero su amor por René y el amor de René por ella le habían quitado todas sus armas y, lejos de darle nuevas pruebas de su poder, le habían arrebatado las que tenía. Antes era indiferente y veleidosa, le divertía tentar con una palabra o con un ademán a los hombres que estaban enamorados de ella, pero sin concederles nada, entregándose por capricho, una vez, una sola, pare recompensarles y también para inflamar aún más y hacer aún más cruel una pasión que ella no compartía. Estaba segura de que la amaban. Uno trató de suicidarse; cuando volvió de la clínica, curado, ella fue a su casa, se desnudó delante de él y, prohibiéndole que la tocara, se tendió en el sofá. Lívido de deseo y de sufrimiento, él la contempló durante dos horas en silencio, petrificado por la palabra dada. Ella no quiso volver a verle. Y no es que tomara a la liguera el deseo análogo (así lo creía) por sus amigas o por mujeres desconocidas. Unas cedían, y ella las llevaba a hoteles discretos, de pasillos estrechos y tabiques transparentes a todos los ruidos; otras la rechazaban con horror. Pero lo que ella creía ser deseo no era más que afán de conquista, y sus modales de chico malo, ni el hecho de que hubiera tenido varias amantes –si se las puede llamar amantes-, ni su dureza, ni su valentía le sirvieron de nada cuando conoció asimismo el miedo, pero también la felicidad. René se lanzó sobre ella como un pirata sobre una cautiva, y ella se dejó cautivar con deleite, sintiendo en las muñecas, en los tobillos, en todos sus miembros, en lo más íntimo de su corazón y de su cuerpo, unos lazos más invisibles que los más finos cabellos, aunque más fuertes que los cables con que los liliputienses ataran a Gulliver, que su amante ataba y desataba con una mirada. ¿Qué ya no era libre? ¡Ah, gracias a Dios, ya no lo era! Pero se sentía ligera, una diosa sobre las nubes, un pez en el agua, colmada de felicidad. Colmada, porque aquellos finos cabellos, aquellos cables que René sostenía en la mano era el único sistema por el que circulaba su flujo vital. De manera que, cuando René la soltaba
-o ella imaginaba que la soltaba-, cuando parecía ausente o se alejaba con unos aires que a O le parecía de indiferencia, o cuando pasaba varios días sin verla y sin contestar a sus cartas y ella creía que no quería volver a verla o que ya no la amaba, le parecía que se ahogaba. La hierba se tornaba negra, el día ya no era el día, ni la noche la noche, sino máquinas infernales que hacían alternar la luz y la oscuridad para mortificarla. El agua clara le daba náuseas. Se sentía estatua de ceniza, acre, inútil y condenada como las estatuas de sal de Gomorra. Porque era culpable. Aquellos que aman a Dios y a los que Dio abandona en la oscuridad son culpables ya que has sido abandonados. Buscan sus faltas en su memoria. Ella buscaba las suyas. No encontraba más que insignificantes complacencias, que se debían más a su disposición que a sus actos, por los deseos que despertaba en los demás hombres a los que no prestaba atención sino en la medida en que la felicidad que le daba el amor de René, la certeza de pertenecer a René, la colmaban, y, en la medida en que el abandono en el que ella se entregaba a él, se volvía invulnerable, irresponsable e intrascendente a todos sus actos. Pero, ¿Qué actos? Porque no se reprobaba sino pensamiento y tentaciones fugaces. Sin embargo, seguro que rea culpable y que, sin querer, René la castigaba por una falta que no conocía (puesto que era interior), pero que Sir Stephen había descubierto al instante: la facilidad. O se alegraba de que René la hiciera azotar y la prostituyera, porque su apasionada sumisión daba a su amante la prueba de su entrega, pero también porque el dolor y la vejación del látigo y el ultraje que le infligían los que la forzaban al placer cuando la poseían y gozaban sin tener en cuanta si ella gozaba o no, le parecían el medio de conseguir la redención de su falta. Ciertos abrazos le parecieron inmundos, ciertas manos que fueron sobre sus senos un insulto insoportable, ciertas bocas que aspiraron sus labios y su lengua como fláccidas e innobles sanguijuelas, y ciertas lenguas y ciertos miembros como bestias viscosas que, al acariciarse en su boca cerrada, en el surco de su vientre y de su grupa, apretado con todas su fuerzas, la tensaban de rebeldía hasta que el látigo la reducía, pero a los que al fin se abría con un asco y un servilismo abominables. Pero, ¿Y si, a pesar de todo, Sir Stephen tenía razón? ¿Y si su envilecimiento le fuera grato? Entonces, cuanto mayor fuera su vileza, más misericordioso sería René al consentir en hacer de O el instrumento de su placer. Cuando era niña, leyó, en letras rojas sobre la pared blanca de una habitación en la que se alojó durante dos meses en el País de Gales, un texto bíblico de los que suelen inscribir los protestantes en sus casas: <>. <>, se decía ella ahora, <> Cada vez que René demoraba la hora de verla, como había hecho aquel día, y tardaba –porque ya habían pasado las seis, y las seis y media-, O se sentía en vano acosada por la locura y la desesperación. La locura para nada y la desesperación para nada. Nada era verdad. René llegaba, estaba a su lado, no había cambiado, la quería, pero le habían entretenido un consejo de administración o un trabajo suplementario y no había podido avisarla. O salía entonces bruscamente de su cámara asfixiante. Sin embargo, cada uno de aquellos accesos de terror dejaba en su interior un sordo presentimiento, un aviso de desgracia: porque también podía olvidar avisarla si lo que le retenía era una parida de golf o de bridge, o tal vez otra cara, porque él quería a O, pero era libre porque estaba seguro de ella y podía sentirse ligero, ligero. ¿No llegará un día de muerte y cenizas que justificaré la locura y en el que la cámara de gas no volverá a abrirse? Ah, que dure el milagro, que no pierda la gracia de Dios, ¡René, no me dejes! O no veía, se negaba a ver cada día más allá del día siguiente o el otro, cada semana más allá de la semana siguiente. Y cada noche pasada con René era para siempre.

René llegó por fin a las siete, tan contento de volver a verla que la abrazó delante del electricista que estaba reparando un foco, de la modelo pelirroja que salía del vestuario y de Jacqueline, a la que nadie esperaba y que había entrado bruscamente pisándole los talones.

-¡Qué conmovedor! –dijo Jacqueline a O-. Pasaba por aquí y he entrado a buscar mis últimos clisés, pero ya veo que no es el momento. Me voy.

-Por favor, señorita –dijo René sin soltar a O, a la que abrazaba por la cintura-, no se vaya.

O hizo las presentaciones. La modelo pelirroja, ofendida, volvió a entrar en el vestuario, y el electricista fingió estar ocupado. O miraba a Jacqueline y sentía que René seguía la dirección de su mirada. Jacqueline llevaba un conjunto de esquí de los que únicamente llevan las grandes estrellas que no esquían. El jersey negro dibujaba sus senos pequeños y muy separados, y el pantalón, sus largas piernas de doncella de las nieves. En ella todo sugería la nieve: el reflejo azulado de su chaqueta de foca gris era la nieve en la sombra y la luz escarchada de sus cabellos y sus cejas, la nieve al sol. Llevaba los labios pintados de un rojo que tiraba a amapola y, cuando levantó la mirada hacia O sonriendo, O se dijo que era imposible resistirse al deseo de beber en aquellas aguas verdes y movedizas bajo las cejas de escarcha y arrancarle el jersey para posar las manos en sus senos demasiado pequeños. Y es que, apenas había vuelto a ver a René cuando, con la seguridad que le daba su presencia, había ya recobrado el gusto por los demás, por sí misma y por el mundo. Salieron los tres juntos. En la Rue Royale, la nieve que había estado cayendo a grandes copos durante dos horas ya no volaba más que en pequeñas motas que les picoteaban la cara. La sal esparcida en la acera crujía bajo las suelas de sus zapatos y descomponía la nieve. O sintió cómo el hálito helado que despedía le subía por las piernas y penetraba en sus muslos desnudos.

O tenía una idea muy concreta de lo que buscaba en las mujeres. No era que tratara de rivalizar con los hombres ni compensar, con una conducta masculina, una inferioridad de sexo que ella no sentía en modo alguno. Cierto que, a los veinte años, cuando hacía la corte a la más bella de sus compañeras, se sorprendía a sí misma quitándose la boina para saludarlas, haciéndose a un lado para dejarlas pasar o dándoles la mano para bajar del taxi. Tampoco podía soportar no pagar cuando salían juntas a merendar. Les besaba la mano y, si se terciaba, también la boca, en la calle, si ello era posible. Pero eran modales que asumía más por armar escándalo que por convicción. Por el contrario, el deseo que sentía de aquellos suaves labios pintados que cedían bajo los suyos, del brillo de esmalte o de nácar de los ojos que se entornan en la penumbra de los divanes, a las cinco de la tarde, con las cortinas corridas y la lámpara de la chimenea encendida, de las voces que dicen: <>, del persistente aroma marino que le quedaba en los dedos, aquel deseo era real y profundo. Y no menos viva era la satisfacción que le producía la caza. Probablemente, no por la caza en sí, por apasionante o divertida que fuera, sino por la perfecta libertad que le hacía sentir. Ella, y sólo ella era quien tomaba la iniciativa (cosa que nunca hacía con los hombres, a no ser veladamente). Suyas eran las palabras, ella daba las citas, ella era la primera en besar. Y, desde que tuvo amantes, no toleraba que la mujer a la que acariciaba la acariciase a su vez. Tenía prisa por ver a su amiga desnuda, pero a ella le parecía inútil desnudarse. A veces buscaba pretextos para evitarlo: decía que tenía frío o que estaba en un día malo. Además, pocas eran las mujeres en las que no encontraba alguna belleza. Recordaba que, recién salida del liceo, quiso seducir a una muchacha fea y antipática que siempre estaba de mal humor, sólo porque tenía una gran mata de pelo rubio, matizado en luces y sombras, que caía en machas mal cortadas sobre una piel apagada, aunque fina y mate. Pero la muchacha la echó y, si un día el placer iluminó aquel rostro ingrato, O no lo vio. Porque a O le encantaba ver extenderse sobre los rostros ese hálito que los hace tan tersos y jóvenes, con una juventud intemporal que no los devuelve a la infancia, pero que hincha los labios, agranda los ojos como un maquillaje y pone destellos y transparencia en las pupilas. Había en aquel sentimiento más admiración que amor propio, pues no era su obre lo que la conmovía. En Roissy, sintió la misma turbación ante el rostro transfigurado de una muchacha poseída por un desconocido. La desnudez, el abandono de los cuerpos la trastornaban y le parecía que sus amigas le hacían un regalo al que ella nunca podía corresponder, cada vez que consentían aunque sólo fuera para mostrarse desnudas en una habitación cerrada. Y es que la desnudez de las vacaciones al sol, en la playa, la dejaba insensible, no porque fuera pública, sino porque, al ser pública e incompleta, en cierto modo, quedaba protegida. La belleza de las otras mujeres que con constante generosidad ella se sentía inclinada a considerar superior a la suya, no obstante la tranquilizaba sobre su propia belleza, en la que, al verse reflejada de modo inesperado en algún espejo, veía como una réplica de la de ellas. El poder que reconocía a sus amigas sobre ella era, al mismo tiempo, garantía del poder que ella ejercía sobre los hombres. Y le parecía natural que, lo que ella pedía a las mujeres (y casi nunca les concedía) se lo pidieran a ella los hombres con tanto ardor. De este modo, era cómplice de unas y de otros y ganaba en ambos tableros. Pero había partidas difíciles. Que O estaba enamorada de Jacqueline ni más ni menos que lo había estado de otras muchas, y admitiendo que la palabra enamorada fuera la adecuada (lo cual era mucho decir), era indudable. Pero, ¿por qué no lo demostraba?

Cuando brotaron los retoños en los álamos de los muelles y el día, más remido en morir, permitió a los enamorados sentarse en los parques a la salida del trabajo, O se sintió por fin con valor suficiente para afrontar a Jacqueline. En invierno le parecía demasiado remora y triunfante bajo sus pieles, irisada, inaccesible. Y lo sabía. La primavera la reducía a los trajes chaqueta, los tacones bajos y los jerseys. Por fin, con su melena corta y recta, se parecía a las colegialas insolentes de dieciséis años que O, colegiala también, agarraba por las muñecas y empujaba hacia cualquier vestuario vacío, contra los abrigos. Los abrigos se caían de las perchas, y O se retorcía de risa. Llevaban blusas de uniforme del algodón crudo, con las iniciales rojas bordadas en el pecho. Con tres años de intervalo, y a tres kilómetros de distancia, en otro liceo, Jacqueline había llevado las mismas blusas. O se enteró por causalidad un día en que Jacqueline posó con ropa de estar en casa y comentó suspirando que, si en el liceo hubieran tenido delantales tan bonitos como aquellos, hubiera sido más feliz. O también, si hubieran llevado las de reglamento sin nada debajo.

-¿Cómo sin nada? –preguntó O.

-Pues sin vestido, caramba –dijo Jacqueline.

Al oírlo, O se sonrojó. No se acostumbraba a ir desnuda bajo el vestido, y toda palabra ambigua le parecía una ilusión a su condición. En vano se repetía que siempre va una desnuda debajo de una prenda. No, se sentía tan desnuda como aquella italiana de Verona que fue a ofrecerse al jefe de los sitiadores para liberar a su ciudad desnuda bajo un manto que no había más que entreabrir. Le parecía que era también para redimir algo. Como la italiana, pero, ¿el qué? ¡Qué segura de sí estaba Jacqueline! Ella no tenía nada que redimir. No necesitaba tranquilizarse, le bastaba un espejo. O la miraba con humildad y pensaba que, para no quedar mal, no se le podía ofrecer más que magnolias, pues sus pétalos gruesos y mates viran lentamente al bistre cuando se marchitan; o camelias, pues, a veces, en sus pétalos de cera, un matiz rosado se mezcla a su blancura. A medida que se alejaba el invierno, el leve bronceado que doraba el cutis de Jacqueline se borraba como el recuerdo de la nieve. Muy pronto no iba a necesitar más que camelias. Pero O temía que se burlara de ella con esas flores de melodrama. Un día le llevó un gran ramo de jacintos azules, con un olor como el de las tuberosas, que marea: oleoso, violento, tenaz, precisamente el olor que deberían tener las camelias, y no tienen. Jacqueline hundió entre las flores frígidas y frescas su nariz de mongol y sus labios desde hacía quince días pintados color de rosa en lugar de rojo.

-¿Son para mí? –preguntó como hacen las mujeres a las que todo el mundo está siempre regalando cosas.

Después, dio las gracias y preguntó si René iría a recoger a O. Sí; iría, dijo O. Iría, se repitió, y por él levantaría Jacqueline durante un segundo sus ojos semejantes a agua fría que no miraban de frente. A ella no haría falta enseñarle nada: ni a callar, ni a dejar las manos abiertas y los brazos caídos a lo largo del cuerpo, ni a echar hacia atrás la cabeza. O se moría de ganas de amarrarla por la nuca, de tirar de aquellos cabellos tan claros y reseguir, por lo menos con el dedo, la línea de sus cejas. Pero René lo desearía también. Ella sabía bien por qué había perdido su intrepidez, por qué deseaba a Jacqueline desde hacía dos meses sin haberse permitido confesarlo ni con un gesto y por qué trataba de explicar su reserva con fútiles pretextos. No era porque Jacqueline fuera intangible. El obstáculo no estaba en Jacqueline, estaba en el mismo corazón de O, y nunca había experimentado algo parecido. Y es que René la dejaba libre, y ella detestaba su libertad. Su libertad era peor que cualquier cadena. Sin necesidad de decir una sola palabra, en más de diez ocasiones hubiera podido coger a Jacqueline por los hombros y clavarla a la pared, como se clava a una mariposa con un alfiler. Jacqueline no se hubiera movido, seguramente ni hubiera sonreído. Pero O ahora era como esas fieras salvajes que, cautivas, sirven de señuelo al cazador, o que cazan por él y no atacan más que por orden suya. Y era ella la que, a veces, pálida y temblorosa, se apoyaba en la pared, clavada por su obstinado silencio y feliz de callar. Esperaba más que una autorización, pues la autorización la tenía ya. Esperaba una orden. Y la orden no le vino de René, sino de Sir Stephen.

A medida que pasaban los meses, desde que René la había entregado a Sir Stephen, O iba dándose cuenta con espanto de la creciente importancia que adquiría éste a los ojos de su amante. Aunque, por otra parte, pensaba que podía estar equivocada al imaginar una progresión en ciertos sentimientos, cuando la progresión no estaba sola en la revelación de semejantes sentimientos. Lo cierto es que, últimamente, René sólo pasaba con ella las noches que seguían a las veladas en las que Sir Stephen la mandaba a buscar (Sir Stephen no la retenía hasta la mañana más que cuando René se ausentaba de París). O había observado también que, cuando él se quedaba en una de aquellas veladas, no la tocaba más que para ofrecerla mejor a Sir Stephen o sujetarla si ella se debatía. Aunque rara vez se quedaba y, cuando lo hacía, era por expresa invitación de Sir Stephen. Entonces permanecía vestido, como la primera vez, silencioso, fumando un cigarrillo tras otro, echando leña al fuego y sirviendo de beber a Sir Stephen, pero él no bebía. O sentía que la vigilaba como el domador vigila al animal que ha domado, para ver si le hacía quedar bien mediante su perfecta obediencia o, mejor, como un guardaespaldas ante un príncipe, o un gángster ante el jefe de la banda, vigilaría a la prostituta que le ha traído de la calle. La prueba de que con ello cedía a una vocación servil, o de acólito, estaba en que escrutaba más el rostro de Sir Stephen que el de ella. Ante sus ojos, O se sentía despojada hasta de la voluptuosidad en la que se bañaban sus rasgos: y él rendía por ella homenaje de admiración, y hasta de gratitud, a Sir Stephen quien la había suscitado, feliz de que consintiera en gozar de algo que él le había dado. Desde luego, todo hubiera sido más fácil si a Sir Stephen le hubieran gustado los hombres, y O estaba segura de que René, a quien tampoco le gustaban, hubiera accedido apasionadamente a cualquier exigencia de Sir Stephen. Pero a Sir Stephen no le gustaban más que las mujeres. Ella comprendía que, bajo las especies de su cuerpo, ellos dos alcanzaban algo más misterioso y, tal vez, más intenso que una relación amorosa, una unión cuya concepción le era penosa, pero cuya realidad y cuya fuerza no podía negar. Sin embargo, ¿por qué aquella partición era, en cierto modo, abstracta? En Roissy, O había pertenecido en el mismo instante y en el mismo lugar a René y a otros hombres. ¿Por qué, en presencia de Sir Stephen, René se abstenía no sólo de tomarla, sino incluso de darle órdenes? (Nunca hacía más que transmitir las de Sir Stephen.) Ella se lo preguntó, aunque de antemano conocía la respuesta:

-Por respeto –dijo René.

-Pero yo soy tuya –protestó O.

-Tú eres ante todo de Sir Stephen.

Y era cierto, por lo menos en el sentido de que la preferencia que daba René a su amigo para disponer de ella era total y los menores deseos de Sir Stephen eran antepuestos a las decisiones de René o a sus propias peticiones. Si René decidía que irían los dos a cenar y al teatro y Sir Stephen lo llamaba una hora antes para reclamar a O, René iba a buscarla al estudio según lo convenido, aunque para acompañarla hasta la puerta de Sir Stephen y dejarla allí. Una vez, una sola vez, O pidió a René que rogara a Sir Stephen que cambiara de día, pues ella deseaba acompañarlo a una fiesta a la que habían de ir los dos juntos. René se negó.

-Pobrecita, ¿todavía no has comprendido que no eres dueña de ti misma y que ya no soy yo quien dispone de ti?

No sólo se negó, sino que informó a Sir Stephen de la petición de O y, delante de ella, le rogó que la castigara con tal crueldad que ella no se atreviera siquiera a imaginar que podía rehuir sus órdenes.

-Desde luego –respondió Sir Stephen.

Estaban en la pequeña habitación ovalada con suelo de marquetería, cuyo único mueble era una mesa negra con incrustaciones de nácar y que comunicaba con el salón amarillo y gris. René no se quedó más que los tres minutos necesarios para traicionar a O y escuchar la respuesta de Sir Stephen. Luego, saludó a éste con la mano, sonrió a O y se fue. Por la ventana, ella lo vio cruzar el patio. El no se volvió. Se oyó el chasquido de la portezuela del coche, y el zumbido del motor. En un espejito empotrado en la pared, O veía su propia imagen: estaba blanca de desesperación y de miedo. Cuando pasó junto a Sir Stephen que, después de abrir la puerta del salón, se hizo a un lado, ella le miró maquinalmente: estaba tan pálido como ella. Súbitamente, como en un relámpago, tuvo la certeza, que se disipó inmediatamente, de que él la amaba. Aunque no lo creía y se burlaba de sí misma por haberlo pensado, sintió cierto consuelo y se desnudó dócilmente a un ademán de él. Entonces, por primera vez desde que la mandaba a buscar dos o tres veces por semana y se servía de ella con lentitud, haciéndola esperar desnuda hasta una hora antes de acercarse a ella, oyendo sus súplicas sin jamás responderle, porque a veces ella le suplicaba y repetía los mismos ruegos en los mismos momentos, como en un ritual, de manera que ella sabía cuándo su boca tenía que acariciarle y cuándo, arrodillada y con la cara hundida en la seda del sofá, no tenía que ofrecerle más que la grupa en la que él penetraba ya sin lastimarla, por lo mucho que se había abierto a él, por primera vez, a pesar del miedo que la descomponía –o tal vez a causa de aquel miedo, a pesar de la desesperación en la que la había sumido la traición de René, o tal vez también a causa de esta desesperación-, por primera vez, se abandonó a él por completo. Y, por primera vez, tan dulces eran sus ojos y tan sumisos cuando se cruzaron con los claros y ardientes de Sir Stephen que éste, bruscamente, se puso a hablarle en francés.

O, voy a amordazarte porque quisiera azotarte hasta hacerte sangrar –le dijo-. ¿Me lo permites?

-Soy suya.

Estaba de pie en el centro del salón, y sus brazos levantados y juntos, sujetos por los brazaletes de Roissy a una cadena que colgaba de una anilla del techo en el lugar que antes ocupaba una lámpara, hacían sobresalir sus senos. Sir Stephen los acarició, los besó, después le besó la boca, una vez, diez. (Nunca la había besado.) Y, cuando le puso la mordaza, que le llenó la boca de sabor a tela mojada y que le empujó la lengua hacia la garganta, y cuando sus dientes ya casi no podían morder, él la cogió suavemente por el pelo. Ella se balanceó sobre sus pies descalzos, suspendida de la cadena.

-Perdóname, O –murmuró.

Nunca le había pedido perdón. Luego. La soltó y empezó a azotarla.

Cuando, después de medianoche, llegó René a casa de O, después de haber asistido solo a la fiesta a la que tenían que haber ido juntos, la encontró acostada, tiritando en su camisón de nylon blanco. Sir Stephen la había acompañado y acostado él mismo, y había vuelto a besarla. Ella se lo dijo. Le dijo también que no deseaba volver a desobedecer a Sir Stephen, comprendiendo que René sacaría de ello la conclusión de que le era necesario. Y grato, ser azotada, lo cual era verdad (pero no era la única razón). Lo que ella comprendía también era que René necesitaba que ella fuera azotada. A él le horrorizaba golpearla, hasta el extremo de que nunca pudo decidirse a hacerlo; pero le gustaba verla debatirse y oírla gritar Sir Stephen había utilizado una vez la fusta delante de él. René doblegó a O sobre la mesa y la mantuvo inmóvil. La falda le resbaló y él volvió a subírsela. Y tal vez necesitaba más aún pensar que, mientras no estaba son ella, mientras él paseaba o trabajaba, O se retorcía, gemía y lloraba bajo el látigo, pidiendo clemencia sin obtenerla, y sabía que aquel dolor y aquella humillación le eran infligidos por voluntad del amante al que ella amaba y para su satisfacción. En Roissy, él la hacía azotar por los criados. En Sir Stephen, encontró al amo severo que él no sabía ser. El que le hombre al que más admiraba en el mundo se complaciera en ella y se tomara la molestia de ponérsela dócil, acrecentaba la pasión que René sentía por ella y así lo comprendía O. Todas las bocas que habían mordido su boca, todas las manos que le habían asido los senos y el vientre, todos los miembros que habían penetrado en ella y que habían demostrado que estaba prostituida, al mismo tiempo, en cierto modo, también la habían consagrado. Pero, a los ojos de René, esto no era nada comparado con la prueba que aportaba Sir Stephen. Cada vez que ella salía de sus brazos, René buscaba en ella la marca de un dios. O sabía que si, hacía unas horas la había delatado, fue para provocar un nuevo y más cruel castigo que la dejara señalada. Ella sabía también que, si bien las razones que pudieran existir para provocarlo podían desaparecer, Sir Stephen no se volvería atrás. Tanto peor. (Tanto mejor, pensaba ella.) René, conmovido, miró largamente su cuerpo esbelto con gruesas marcas violáceas, como cuerdas cruzándole los hombros, la espalda, las nalgas, el vientre y los senos, moteadas de alguna que otra gota de sangre.

-¡Ah, cuánto te quiero! –murmuró.

Se desnudó con las manos temblorosas, apagó la luz y se tendió al lado de O. Ella gimió en la oscuridad mientras él la poseía.

Las señales del cuerpo de O tardaron más de un mes en borrarse. Y, allí donde la piel se había desgarrado, le quedó una línea más clara, como una vieja cicatriz. Pero. Aunque hubiera podido olvidarlo, la actitud de René y Sir Stephen se lo hubiera recordado. René tenía una llave de su apartamento, desde luego. No se le había ocurrido darle otra a Sir Stephen, probablemente porque, hasta entonces, éste nunca expresó el deseo de ir a casa de O. Pero el que aquella noche la hubiera acompañado personalmente, hizo comprender a René que, tal vez, aquella puerta, que únicamente podía abrir O y él, podía ser considerada por Sir Stephen como un obstáculo, una barrera o una limitación impuesta por René, y que era ridículo darle a O si no le daba también la libertad de entrar en su casa en cualquier momento. En resumidas cuentas, mandó hacer una llave, se la entregó a Sir Stephen y no dijo nada a O hasta que éste la hubo aceptado. A ella ni se le ocurrió protestar y pronto advirtió que, en aquella espera en que vivía, hallaba una incomprensible serenidad. Esperó mucho tiempo, preguntándose si la sorprendería en plena noche, si aprovecharía alguna ausencia de René, si iría solo y hasta sí iría. No se atrevía a hablar de ello con René. Una mañana, en que por casualidad la asistenta no estaba, en que ella se había levantado más temprano que de costumbre y en que, a las diez, ya vestida, se disponía a salir, oyó girar una llave en la cerradura.

-René –gritó, corriendo hacia la puerta. Porque algunas veces René se presentaba así, y ella creyó que tenía que ser él. Pero era Sir Stephen, quien le dijo sonriendo:

-Bien, llamemos a René.

Pero René tenía una cita de negocios y no podría estar allí entes de una hora. O, con el corazón saltándole en el pecho (y ella se preguntaba por qué), vio cómo Sir Stephen colgaba el aparato. Él la hizo sentarse en la cama, le tomó la cabeza entre las manos, le entreabrió la boca y la besó. Ella se ahogaba de tal modo que hubiera caído al suelo si él no la hubiese sostenido. Pero la sostuvo, y la enderezó. O no comprendía por qué sentía aquella angustia en la garganta; porque, ¿qué podía temer de Sir Stephen que no hubiera sufrido ya? Él le pidió que se desnudara y la miró en silencio mientras le obedecía. ¿Acaso no estaba acostumbrada a permanecer desnuda ante su mirada, a su silencio y a esperar sus decisiones? Tuvo que reconocer que, si la trastornaban el lugar y la hora y el que en aquella habitación nunca se hubiera desnudado más que para René, el motivo de su trastorno seguía siendo el mismo: la disposición de sí misma en que se hallaba. La única diferencia estaba en que tal disposición le era más evidente porque no se manifestaba en un lugar al que, en cierto modo, ella se trasladara para sufrirla, ni durante la noche, lo que le daba carácter de sueño o de clandestinidad en relación con las horas del día, como su estancia en Roissy en relación con su vida con René. La luz de una mañana de mayo hacía público lo clandestino: a partir de ahora, la realidad de la noche y la realidad del día serían la misma. A partir de ahora: <>, pensaba O. De ahí nacía, sin duda, la extraña sensación de seguridad mezclada de espanto a la que sentía que se abandonaba y que había presentido sin comprender. A partir de ahora, no habría hiato, tiempo muerto, remisión. Aquel al que se espera, porque se le espera, ya está presente, ya se muestra dueño y señor. Sir Stephen era un dueño más exigente, pero también más seguro que René. Y por muy apasionadamente que O amara a René, y él a ella, existía entre los dos cierta igualdad (aunque no fuera más que la de la edad) que anulaba en ella el sentimiento de obediencia, la sensación de sumisión. Lo que él le pedía, ella lo deseaba inmediatamente sólo porque él se lo pedía. Pero parecía que, en relación con Sir Stephen, él le había contagiado su propia admiración, su propio respeto. Ella obedecía las órdenes de Sir Stephen porque eran órdenes, agradecida de que se las diera. Tanto si él le hablaba en inglés o en francés como si la tuteaba o no, ella no lo llamaba más que Sir Stephen, como una desconocida o una criada. Se decía que la palabra más apropiada sería la de <>, si se hubiera atrevido a pronunciarla, como la más apropiada para ella era la de <>. Se decía también que todo estaba bien, puesto que René se sentía feliz de amar en ella a la esclava de Sir Stephen. De modo que, después de dejar sus ropas al pie de la cama y ponerse nuevamente sus chinelas de tacón alto, se quedó esperando, con la vista baja, delante de Sir Stephen, que estaba apoyado en la ventana. El sol de la mañana atravesaba los visillos de muselina moteada y, ya caliente, le entibiaba la cedera. O no buscaba una pose, sino que estaba pensando muy aprisa y se decía que hubiera tenido que perfumarse más y que no se había maquillado la punta de los senos y que era una suerte que tuviera las chinelas puestas, porque el esmalte de las uñas empezaba a saltarse. De pronto, se dio cuenta de que lo que estaba esperando en aquel silencio y con aquella luz, sin confesárselo, era que Sir Stephen le ordenara ponerse de rodillas ante él, le desabrochara y le acariciara. Al pensarlo, se puso colorada y se llamó ridícula por sonrojarse de aquel modo. ¡Tanto pudor en una prostituta! En aquel momento, Sir Stephen le dijo que se sentara delante del tocador y lo escuchase. El tocador no era tal tocador, sino una mesita baja sobre la que estaban dispuestos frascos y cepillos y, a su lado, un gran espejo Restaurado en el que O podía verse entera, sentada en un sillón bajo. Sir Stephen, mientras hablaba, iba y venía detrás de ella. Su imagen cruzaba el espejo de vez en cuando por detrás de ella. Pero era un reflejo lejano, porque el espejo tenía un azogue verdoso y un poco turbio. O, con las manos abiertas y las rodillas separadas, hubiera deseado aprisionar aquella imagen y detenerla, para poder responder más fácilmente. Y es que Sir Stephen, en un inglés preciso, le hacía preguntas y más preguntas, las que menos esperaba O. Pero, apenas empezó a hablar, se interrumpió para obligarla a tenderse en el sillón, con la pierna izquierda descansando en el brazo del sillón y la otra doblada hacia atrás. O a plena luz se ofreció entonces en el espejo a su mirada y a la de Sir Stephen, abierta como si un amante invisible acabara de retirarse de ella. Sir Stephen reanudó su interrogatorio, con una firmeza de juez y una habilidad de confesor. O no le veía hablar, pero se veía responder. Después de su regreso de Roissy, ¿se había entregado a algún otro hombre además de René y él? No. ¿Había deseado entregarse a otros que hubiera conocido? No. ¿Se acariciaba por la noche cuando estaba sola? No. ¿Tenía amigas por las que se dejaba acariciar o a las que ella acariciaba? No (el tono era más vacilante). ¿Y amigas a las que deseaba? Pues Jacqueline, pero, amiga era mucho decir. Compañera sería más adecuado, como se llaman unas a otras las chicas bien educadas en los internados refinados, Sir Stephen le preguntó entonces si tenía fotos de Jacqueline y la ayudó a levantarse, para ir a buscarlas. Y en el salón los encontró René, quien entraba sin aliento, después de subir cuatro pisos corriendo: O estaba de pie delante de la mesa grande sobre la que brillaban, en blanco y negro, como charcos en la noche, las fotos de Jacqueline. Sir Stephen, sentado a medias en la mesa, iba tomándolas una a una, a medida que O se las pasaba, y volvía a dejarla. Con la otra mano, sujetaba a O por el vientre. Desde aquel momento, Sir Stephen, que había saludado a René sin soltarla –incluso sintió que hundía su mano más profundamente- no volvió a dirigirle la palabra y sólo habló con René. El motivo le pareció evidente: estando René presente, el acuerdo entre Sir Stephen y él se establecía a propósito de ella, pero independientemente de ella; no era su ocasión ni su objeto, no había necesidad de seguir preguntándole si de que ella respondiera; lo que ella tenía que hacer y hasta lo que tenía que ser se decidía sin consultarle, Eran casi las doce. El sol que daba de lleno en la mesa rizaba el borde de las fotos. O deseaba apartarlas y alisarlas para que no se estropearan. Pero estaba insegura de sus movimientos y a punto de gemir por cuánto le quemaba la mano de Sir Stephen. No consiguió hacerlo, gimió efectivamente y se encontró tendida de espaldas encima de la mesa, entra las fotos, con las piernas colgando, allí donde la había lanzado Sir Stephen al apartarse bruscamente de ella. Los pies no le llegaban al suelo y una de sus chinelas resbaló y cayó sin ruido en la alfombra blanca. El sol le daba en la cara. Cerró los ojos.

Mucho después se acordaría de que, allí tendida, asistió al diálogo que mantuvieron Sir Stephen y René como si no la afectara y, al mismo tiempo, como si se tratara de un hecho ya vivido. Y, de hecho, ella había vivido ya una escena análoga, ya que la primera vez que René la llevó a casa de Sir Stephen hablaron de ella de la misma forma. Pero, aquella vez, Sir Stephen era un desconocido y, de los dos, René fue el que más habló. Desde entonces, Sir Stephen la había sometido a todas sus fantasías, la había moldeado a su antojo, había exigido y obtenido de ella las más denigrantes vejaciones. Ella no podía darle nada que él no poseyera ya. Por lo menos, así lo creía ella, era el que hablaba y sus palabras, así como las repuestas de René, indicaban que había reanudado una conversación mantenida con frecuencia y cuyo tema era ella. Se trataba de cómo sacar de ella el mejor partido y de comunicarse mutuamente lo que el uso que de ella habían hecho les había enseñado. Sir Stephen afirmó que O resultaba infinitamente conmovedora con el cuerpo marcado, cualesquiera que fuesen las señales, aunque sólo fuera porque éstas impedían que disimulara e indicaban que con ella todo estaba permitido. Porque una cosa era saberlo, y otra vez la prueba palpable. Tenía razón René, dijo Sir Stephen, al desear que fuera azotada. Decidieron que en lo sucesivo lo sería, no ya por el placer que pudieran producir sus gritos y sus lágrimas, sino para que tuviera siempre alguna señal. O los escuchaba, tendida todavía encima de la mesa y ardiendo, inmóvil. Le parecía que, por una extraña sustitución, Sir Stephen hablaba por ella y, en su lugar, como si él hubiera estado en su propio cuerpo y sentido la inquietud, la angustia, la vergüenza y también el secreto orgullo y el placer desgarrador que ella sentía, especialmente cuando estaba sola entre la gente, en la calle, en un autobús en el estudio entre los electricistas y las maniquíes, cuando se decía que, si a cualquiera de aquellas personas le ocurriera un accidente y hubiera que tenderla en el suelo o llamar a un médico, aunque estuviera desmayada y desnuda, seguiría guardando su secreto; pero ella no. Porque su secreto no dependía sólo de su silencio, no dependía de ella sola. Aunque lo deseara, ella no podía permitirse el menos capricho –y a esto se refería una de las preguntas de Sir Stephen sin delatarse inmediatamente-, no podía permitirse las cosas más inocentes, como jugar al tenis o nadar. Le resultaba grato que ello le estuviera vedado materialmente, como las rejas del convento impiden materialmente, a las enclaustradas ser dueñas de sí mismas y escapar. Por esta misma causa, ¿cómo exponerse a que Jacqueline la rechazara, al tener que explicarle, si no toda la verdad, por lo menos, parte de la verdad?

El rayo de sol se había desplazado de su rostro. Tenía los hombros pegados a las fotos sobre las que estaba tumbada. Sintió en la rodilla la tela áspera de la chaqueta de Sir Stephen que se había acercado a ella. René y él la tomaron por una mano cada uno y la pusieron de pie. René recogió la chinela. Había que vestirse. Durante el almuerzo, en Saint-Cloud, a orillas del Sena, cuando se quedaron solos, Sir Stephen volvió a interrogarla. Al pie de un seto de alheñas que delimitaba la explanada umbría, en la que se agrupaban las mesas del restaurante cubiertas con manteles blancos, había un arríate de peonías granate recién abiertas. O tardó mucho rato en calentar, con sus muslos desnudos, la silla de hierro en la que se había sentado, obediente, levantando la falda antes de que Sir Stephen se lo ordenara. Se oía el rumor del agua contra las barcas amarradas a una plataforma de tablones, al extremo de la explanada. Sir Stephen estaba frente a O, quien hablaba despacio, decidida a no decir una sola palabra que no fuera verdad. Lo que Sir Stephen quería saber era por qué le gustaba Jacqueline. ¡Ah, no era difícil! Era demasiado hermosa para O, como esas muñecas, tan grandes como ellos, que se da a los niños pobres y que ellos nunca se atreven a tocar. Al mismo tiempo, ella sabía muy bien que, si no le hablaba, si no se acercaba a ella era porque, en realidad, no lo deseaba. Entonces, levantó la mirada, la posó en las peonías y advirtió que Sir Stephen le miraba atentamente los labios. ¿La escuchaba o sólo estaba atento al sonido de su voz y al movimiento de sus labios? Ella calló bruscamente, y la mirada de Sir Stephen se cruzó con la suya. Lo que leyó en ella estaba ahora tan claro y fue también tan claro para él que ella había sabido interpretarlo, que ella palideció a su vez. Si la quería, ¿le perdonaría que lo hubiera advertido? Ella no podía desviar la mirada, ni sonreír, ni hablar. Si la quería, ¿habría cambiado algo? Aunque lo hubieran amenazado de muerte, ella no hubiera podido hacer ni un movimiento y, de haber querido escapar, sus piernas no la hubieran sostenido. Sin duda, él nunca querría de ella nada más que la sumisión a su deseo. Pero, ¿bastaba el deseo para explicar que, desde el día en que René se la entregó, la reclamara con más frecuencia cada vez y la retuviera por más tiempo y, en ocasiones, por su sola presencia, sin pedirle nada? Él estaba mudo e inmóvil como ella; en la mesa contigua, unos hombres de negocios hablaban y bebían un café tan negro y fuerte que el aroma llegaba hasta ellos dos; dos norteamericanas, cuidadas y despectivas, encendían cigarrillos entre plato y plato; la grava crujía bajo las pisadas de los camareros. Uno de ellos se adelantó para llenar la copa de Sir Stephen, vacía en sus tres cuartas partes. Pero, ¿por qué servir de beber a una estatua, a un sonámbulo? El hombre no insistió. O advirtió con deleite que, si la mirada gris y ardiente se apartaba de sus ojos, era para posarse en sus manos, en sus senos y volver a sus ojos. Al fin, vio nacer la sombra de una sonrisa a la que se atrevió a responder, pero decir una sola palabra, imposible. Apenas si respiraba.

-O... –dijo Sir Stephen.

-Sí... –respondió O débilmente.

-O, lo que tengo que decirte lo he decidido ya con René. Pero quisiera... –se interrumpió.

O nunca supo si fue porque ella había cerrado los ojos de la emoción, o porque también a él le faltaba el aliento. Él esperó a que el camarero retirase los platos y diese a O la carta para que eligiera el postre. O se la entregó a Sir Stephen. ¿Un suflé? Sí, un suflé. Son veinte minutos. Bien, veinte minutos. El camarero se fue.

-Necesitaré más de veinte minutos –dijo Sir Stephen.

Y siguió hablando con voz neutra. Lo que le dijo pronto convenció a O de que, por lo menos, una cosa era segura: que, aunque la quisiera, nada cambiaría, a no ser que ella contara como cambio aquel extraño respeto con el que ahora le decía: <>, en lugar de rogarle simplemente que accediera a sus peticiones. Así se lo dijo, y él así lo reconoció.

-De todos modos, contéstame –le dijo.

-Haré lo que usted quiera –respondió O.

Y el eco de sus palabras la hizo estremecerse. <>, lo decía a René.

<>, murmuró entonces.

Sir Stephen la oyó.

-René sabe ya lo que quiero de ti. Escucha...

Le hablaba en inglés, pero, con una voz baja y sorda que no podía oírse desde las mesas vecinas. Cuando los camareros se acercaban, él se interrumpía a media frase para continuarla cuando se alejaban. Lo que decía parecía insólito en aquel lugar público y apacible y, sin embargo, lo más insólito era que él pudiera decirlo y O escucharlo con tanta naturalidad. Ante todo, él le recordó que la primera noche en que ella no obedeció y le hizo observar que, aunque entonces la abofeteó, nunca le había repetido la orden. ¿Le concedería en lo sucesivo lo que entonces le negó? O comprendió que no sólo tenía que acceder, sino que era preciso afirmar explícitamente que ella estaba dispuesta a acariciarse cada vez que él se lo pidiera. Así se lo dijo y pensó en el salón amarillo y gris, la marcha de René, su rebelión de la primera noche, el fuego que brillaba entre sus rodillas separadas mientras ella yacía desnuda en la alfombra. Aquella noche, en aquel mismo salón... Pero no, Sir Stephen no concretaba. Seguía hablando. Le hizo observar también que René nunca la había poseído en su presencia (ni ningún otro hombre), como la había poseído él (y, en Roissy, otros muchos) en presencia de René. No debía deducir de ello que sólo René le infligiría la humillación de obligarla a entregarse a un hombre que no la amaba –y tal vez de gozar con ello- delante de un hombre que la amaba. (Insistía en ello con tanta brutalidad- muy pronto, ella abriría su vientre, su grupa y su boca a aquellos de sus amigos que la solicitaran-, que O se preguntó si aquella brutalidad no estaría dirigida tanto contra sí mismo como contra ella, y no retuvo más que el final de la frase: <>. ¿Qué mayor confesión podría querer ella?) Además, él mismo la llevaría a Roissy durante el verano. ¿Nunca se había extrañado del aislamiento en que la mantenían, primero René y luego él? Los veía siempre solos, ya fuera juntos o por separado. Cuando Sir Stephen daba una fiesta en su casa, no la invitaba. Nunca almorzó ni cenó en su casa de la Rue Poitiers. Y René tampoco le había presentado a sus amigos, salvo Sir Stephen. Seguramente seguirían manteniéndola apartada, pues Sir Stephen detentaba ahora el privilegio de disponer de ella. Pero que no creyera que por ser de él iba a dejar de ser propiedad privada; todo lo contrario. (Lo que más trastornaba a O era pensar que Sir Stephen iba a ser para ella lo mismo que era René, exactamente.) La sortija de hierro que llevaba en la mano izquierda -¿y no se acordaba de que se la habían elegido tan ajustada que tuvo que hacer un esfuerzo par ponérsela y no podía quitársela?- era la señal de que era esclava, pero esclava común. La casualidad quiso que desde el otoño no hubiera conocido a filiados a Roissy o que se dieran por enterados. La palabra <>, utilizada en plural, en la que había creído ver un doble sentido cuando Sir Stephen le dijo que le sentaban bien los hierros, no era un equívoco, sino un sistema de reconocimiento. Sir Stephen tenía necesidad de utilizar el segundo sistema, a saber: de quién eran los hierros que ella llevaba.ç

Pero, si hoy le hicieran a O la pregunta, ¿qué respondería? O titubeó:

-De René y de usted –dijo.

-No –rectificó Sir Stephen-. Míos ante todo. René desea que, en primer lugar, dependas de mí.

O lo sabía. ¿Por qué disimulaba? Dentro de algún tiempo y, desde luego, antes de que volviera a Roissy, tendría que aceptar una señal definitiva que, aunque no la dispensara de ser esclava común, la designaría como esclava particular, de él, y, comparadas con ella, las huellas que dejaban en su cuerpo el látigo y la fusta parecerían discretas y triviales. (Pero, ¿qué señal? ¿En qué consistiría? ¿Qué la haría definitiva? O, aterrada, fascinada, se moría de ganas de saber, saber enseguida. Pero, evidentemente, Sir Stephen no iba a decírselo todavía. Y era cierto que tendría que aceptar, consentir en el verdadero sentido de la palabra, pues nada le sería infligido por la fuerza, ella tenía que consentir en todo. Podía negarse. En su esclavitud no la retenía nada más que su amor y su propia esclavitud. ¿Quién le impedía marcharse?) De todos modos antes de que le fuera impuesta la señal, incluso antes de que Sir Stephen adquiriera el hábito de azotarla, según lo convenido con René, de manera que las señales estuvieran siempre visibles en su cuerpo, le darían un respiro: el tiempo necesario para consentir que Jacqueline cediera a sus deseos. Al oírlo, estupefacta, O levantó la cabeza y miró a Sir Stephen. ¿Por qué? ¿Por qué Jacqueline? Y, si Jacqueline interesaba a Sir Stephen, ¿por qué era en relación con O?

-Existen dos motivos –dijo Sir Stephen-. El primero, aunque sea el menos importante, es que quiero verte abrazar y acariciar a una mujer.

-Pero, aun admitiendo que me acepte, ¿cómo voy a conseguir que se avenga a que usted esté presente? –exclamó O.

-Eso poco importa –dijo Sir Stephen-. Recurriendo a una trampa, si es necesario. Y espero que obtengas mucho más, porque el segundo motivo por el que deseo que la hagas tuya es que tendrás que llevarla a Roissy.

O depositó la taza de café temblando de tal modo que tiró sobre el mantel el resto del café con el poso y el azúcar. Como una adivina, veía en la oscura mancha que iba agrandándose imágenes insoportables: los ojos helados de Jacqueline ante Pierre, el criado, sus caderas, sin duda tan doradas como sus senos, y que O no había visto, expuestas entre el terciopelo rojo de su vestido, lágrimas en la pelusa de sus mejillas, y su boca pintada, abierta y gritando, y su flequillo recto cual paja segada sobre su frente. No, era imposible. Jacqueline, no.

-No puede ser –dijo.

-Sí –replicó Sir Stephen-. ¿Cómo crees que se recluta a las muchachas para Roissy? Una vez la hayas llevado allí, no tendrás que volver a preocuparte. Además, si ella quiere, podrá marcharse. Vamos.

Se levantó bruscamente, dejando sobre la mesa el dinero de la cuenta. O le siguió hasta el coche, subió y se sentó. Apenas entraron en el Bois, él dio una vuelta para estacionar en una pequeña alameda lateral y la tomó entre sus brazos.