Sunday, June 05, 2005

Historia de O - Capítulo III - Anne-Marie y las anillas

O, para darse a sí misma una excusa, creía, o quería creer, que Jacqueline se mostraría arisca. Pronto pudo desengañarse. Los aires pudorosos que afectaba Jacqueline. , cerrando la puerta del vestidor cada vez que se cambiaba, tenían precisamente la finalidad de azuzar a O, de fomentar en ella el deseo de forzar una puerta que, abierta de par en par, no se decidía a cruzar. Que la decisión de O viniera de una autoridad exterior a ella y no fuera resultado de esta estrategia elemental era algo que Jacqueline estaba a mil leguas de imaginar. Al principio, aquello divirtió a O.

Sentía un sorprendente placer, mientras ayudaba a Jacqueline a arreglarse el pelo, por ejemplo cuando Jacqueline se quitaba el traje con el que había posado y se ponía el jersey de cuello alto y el collar de turquesas parecidas a sus ojos, al pensar que aquella misma noche Sir Stephen conocería cada gesto de Jacqueline y sabría si había permitido que O asiera sus pechos menudos y separados a través del jersey negro, si sus pestañas más claras que su piel habían bajado sobre sus mejillas, si había gemido.

Cuando O la besaba, se ponía más lánguida, permanecía inmóvil entre sus brazos, se dejaba entreabrir la boca y tirar del pelo hacia atrás. O tenía que procurar apoyarla siempre en el marco de una puerta o contra una mesa y sujetarla por los hombros, pues, de otro modo, hubiera caído al suelo, con los ojos cerrado, sin proferir ni una queja. En cuanto O la soltaba, se volvía otra vez de escarcha y de hielo, risueña y distante, y decía:

-Me has manchado de rojo –y se limpiaba los labios.

Esta era la desconocida a la que O gustaba de traicionar, atisbando atentamente –para no olvidar nada y decirlo todo- el lento rubor de sus mejillas y aspirando el olor a salvia de su sudor. No se puede decir que Jacqueline desconfiara ni se defendiera.

Cuando cedía a los besos de O –y todavía no le había concedido sino besos que se dejaba robar, pero que no devolvía-, se convertía bruscamente en otra persona, por espacio de diez segundos. O cinco minutos. Durante el resto del tiempo, se mostraba a un tiempo provocativa y huidiza, con una increíble habilidad para la finta, arreglándose siempre impecablemente para no dar pie a un solo gesto, ni a una sola palabra, ni siquiera a una sola mirada que permitiera asociar a esta triunfadora con la derrotada, ni suponer que era tan fácil forzarle la boca.

El único indicio por el que podía uno guiarse, y tal vez adivinar la turbación bajo el agua clara de su mirada, era la sombra involuntaria de una sonrisa que, en su cara triangular, se parecía a una sonrisa de gato, indecisa, fugaz e inquietante. De todos modos, O no tardó en descubrir que había dos cosas que hacían brotar aquella sonrisa sin que Jacqueline lo advirtiera. Una, los regalos; y la otra, la evidencia del deseo que inspiraba, con la condición, eso sí, de que este deseo procediera de alguien que pudiera serle útil o halagar su vanidad.

¿En que podía O serle útil? ¿No sería que, excepcionalmente, a Jacqueline le complacía que ella la deseara. Tanto porque la admiración de O la satisfacía como porque el deseo de una mujer no encierra peligro ni trae consecuencias? De todos modos, O estaba convencida de que si, en lugar de regalar a Jacqueline un broche nácar o el último pañuelo de Hermes con <> estampado en todos los idiomas del mundo, desde el japonés al iroqués, le diera los diez o veinte mil francos que siempre parecía estar necesitando, Jacqueline hubiera encontrado pronto ese tiempo que decía faltarle para ir a almorzar o a merendar a casa de O y hubiera cesado de esquivar sus caricias. Pero no llegó a demostrarlo.

Apenas habló de ello con Sir Stephen cuando René intervino. Las cinco o seis veces que René había ido a buscar a O y Jacqueline estaba allí, habían ido los tres al <> o a cualquiera de los bares ingleses del barrio de la Madeleine. René miraba a Jacqueline con aquella mezcla de interés, seguridad e insolencia con que miraba en Roissy a las muchachas que estaban a su disposición. Pero sobre la brillante y sólida armadura de Jacqueline, la insolencia resbalaba sin hacer mella. Jacqueline ni la notaba. Por una curiosa contradicción, O se sentía ofendida y le parecía insultante para Jacqueline aquella actitud que para consigo misma consideraba justa y natural. ¿Acaso quería asumir la defensa de Jacqueline o deseaba ser ella la única que la poseyera? Hubiera sido difícil decirlo, por cuanto que no la poseía... aún. Pero, si lo consiguió, hay que reconocer que fue gracias a René.

En tres ocasiones, al salir del bar en el que había hecho beber a Jacqueline mucho más whisky del que a ella le convenía –se le ponían los pómulos sonrosados y relucientes y la mirada dura-, la acompañó a su casa, antes de ir con O a la de Sir Stephen.

Jacqueline vivía en una de esas sombría pensiones de familia de Passy en las que, en los primeros tiempos de la emigración, se amontonaron los rusos blancos y de las que ya no se movieron. El vestíbulo estaba pintado de símil-roble, los balaustres de la escalera estaban cubiertos de polvo en su parte interior y grandes manchas blancas de rozadura marcaban las moquetas verdes.

Cada vez, René –que nunca había cruzado el umbral de la puerta- quería entrar y cada vez Jacqueline le decía que no, muchas gracias, saltaba del coche y cerraba la puerta tras sí como si la persiguiera una lengua de fuego. Y O se decía que, realmente, el fuego la perseguía. Era fantástico que lo adivinara antes de que ella la hubiera puesto en antecedentes.

Por lo menos, sabía que tenía que desconfiar de René, por insensible que pareciera ser a la indiferencia que él le demostraba (pero, ¿lo era realmente? Y en cuanto a lo de fingir insensibilidad eran dos, pues él no le iba a la zaga).

La única vez que Jacqueline permitió a O entrar en su casa y seguirla hasta su habitación, ésta comprendió por qué a René se le negaba la entrada. ¿Qué hubiera sido de su prestigio, de su leyenda en blanco y negro en las páginas relucientes de las revistas si alguien que no fuera mujer como ella hubiera visto la sórdida madriguera de la que salía todos los días el lustroso animal? La cama no se hacía nunca y la sábana estaba gris y grasienta, porque Jacqueline nunca se acostaba sin untarse de crema y se dormía muy aprisa para pensar en quitársela. En otro tiempo, una cortina debía de disimular el lavabo. Ahora no quedaban más que dos anillas de las que colgaban unos hilos. Nada conservaba su calor, ni la alfombra, ni el papel cuyas flores rosa y gris trepaban como una vegetación enloquecida y petrificada sobre un enrejado blanco. Habría que arrancarlo todo, desnudar las paredes, tirar las alfombras y rascar el techo. Pero, ante todo, quitar las rayas de mugre del lavabo, limpiar y ordenar los frascos de desmaquillador y los tarros de crema, quitar el polvo de la polvera, del tocador, tirar los algodones sucios, abrir las ventanas. Pero, erguida, limpia y oliendo a limón y a flores silvestres, impecable y pulcra, Jacqueline se reía de su cubil. Aunque de lo que no podía ella reírse era de su familia.

Fue por el cubil, del que O le habló cándidamente, por lo que René hizo a O la propuesta que debía cambiar su vida, pero fue por su familia por lo que Jacqueline la aceptó. La propuesta consistía en que Jacqueline fuese a vivir con O. Y es que decir familia es poco; aquello era una tribu, más aún, una horda. Abuela, tía, madre y hasta una criada, cuatro mujeres entre los cincuenta y los setenta años, pintadas, chillonas, ahogadas de seda negra y de azabache, lagrimeando a las cuatro de la madrugada entre el humo de los cigarrillos, al resplandor rojo de los iconos, cuatro mujeres viviendo siempre entre el tintineo de los vasos de té y al siseo áspero de una lengua que Jacqueline hubiera dado media vida por olvidar. Le ponía frenética tener que obedecerlas, tener que oírlas y hasta tener que verlas. Cuando veía a su madre llevarse un terrón de azúcar a la boca antes de beber el té, ella dejaba su propio vaso y se encerraba en su madriguera seca y polvorienta, dejando a las tres, su abuela, su madre y la hermana de su madre, las tres vestidas de negro, con el pelo teñido de negro y reproches, en la habitación de su madre que hacía las veces de salón y en la que la criada acababa por reunirse con ellas. Ella huía, cerrando las puertas tras de sí, y ellas gritaban:

Chura, chura, palomita...

Como en las novelas de Tolstoi. Porque no se llamaba Jacqueline. Jacqueline era su nombre profesional, un nombre para olvidar su verdadero nombre y, con su verdadero nombre de gineceo, sórdido y tierno, para encerrarse en la vida francesa, en un mundo sólido, en el que hay hombres que se casan y que no desaparecen en misteriosas expediciones, como el padre al que ella no llegó a conocer, un marino báltico que se perdió entre los hielos polares. Se parecía a él, y sólo a él, se repetía con rabia y placer, de él había heredado el pelo, los pómulos, la piel trigueña y los ojos rasgados. Lo único que agradecía a su madre era que le hubiera dado por padre a aquel demonio rubio que la nieve se había tragado, como a otros se los traga la tierra.

Pero le reprochaba que lo hubiera olvidado lo bastante como para que, un buen día, naciera de una aventura fugaz, una niña morenucha, una hermanastra que fue inscrita como de padre desconocido, que se llamaba Natalie y tenía ahora quince años. A Natalie sólo la veían durante las vacaciones. A su padre, nunca. Pero pagaba el internado de Natalie en un colegio de los alrededores de París y a su madre le pasaba una mensualidad que la permitía vivir mediocremente en una ociosidad que, para ellas, era el paraíso, a las tres mujeres y a la criada, y también a Jacqueline, hasta aquel día.

Lo que Jacqueline ganaba con su profesión de maniquí y no gastaba en maquillajes, ropa interior, calzado de lujo o trajes de gran modista –a precio de favor, pero, aun así, muy caros-, desaparecía en la bolsa familiar. Desde luego, a Jacqueline no le hubiera costado trabajo encontrar a un protector y ocasiones no le habían faltado.

Aceptó a uno o dos amantes, no tanto porque le gustaran –no le desagradaban- sino para demostrarse a sí misma que podía inspirar deseo y amor. El único rico de los dos –el segundo-, le regaló una hermosa perla un poco rosada, que ella llevaba en la mano izquierda. Pero ella no quiso ir a vivir con él y, como él se negó a casarse, le dejó sin gran pesar, contenta de no estar encinta. (Durante varios días, creyó estarlo y vivió en la inquietud). No, vivir con un hombre era denigrante, era comprometer su futuro, era hacer lo que había hecho su madre con el padre de Natalie. Imposible.

Pero con O era distinto. Las apariencias permitirían hacer creer que Jacqueline se instalaba en casa de una compañera de trabajo y compartía con ella los gastos. O desempeñaría una doble función: para Jacqueline sería el amante que mantiene a la mujer que ama y, de cara a la gente, sería su garantía de moralidad. La presencia de René no era lo bastante oficial como para resultar comprometedora. Pero, en el fondo de le decisión de Jacqueline, ¿quién podría decir si no habría sido precisamente esa presencia el verdadero móvil de su aceptación?

De todos modos, en O, y sólo en ella, recayó la responsabilidad de hablar con la madre de Jacqueline. O nunca se sintió tan vivamente en el papel del traidor, del espía, del enviado de una organización criminal como cuando estuvo frente a aquella mujer que le daba las gracias por su amistad para con su hija. Al mismo tiempo, desde el fondo de su corazón, negaba su misión, y el motivo de su presencia allí.

Sí, Jacqueline iría a casa, pero O nunca, nunca podría obedecer a Sir Stephen hasta el extremo de arrastrar a Jacqueline. Y sin embargo... Porque, apenas instalada Jacqueline en casa de O, donde se le dio –a instancias de René- la habitación que éste aparentaba ocupar a veces (aparentaba tan sólo, pues siempre dormía en la gran cama de O), O, inesperadamente, se sintió acometida por el violento deseo de poseer a Jacqueline costase lo que costase, aunque para ello tuviera que entregarla. Después de todo, se decía, la belleza de Jacqueline bastaba por sí sola para protegerla: <<¿Por qué tengo yo que inmiscuirme? Y, aunque la conviertan en lo que yo me he convertido, ¿es ésta tan grave desgracia?>>. Casi no se atrevía a confesarse y, sin embargo, estaba trastornada al imaginar la satisfacción de ver a Jacqueline desnuda e indefensa al lado de ella, y como ella.

La semana en la que Jacqueline se mudó, con el permiso de su madre, René se mostró muy atento y, un día sí y otro no, invitaba a las dos jóvenes a cenar y al cine. Elegía siempre películas policíacas, de traficantes de drogas o de trata de blancas. Se sentaba entre las dos, tomaba suavemente una mano a cada una y no decía palabra. Pero, en las escenas de violencia, O le veía espiar el rostro de Jacqueline, en busca de alguna emoción. En él no se leía más que un poco de repugnancia en el rictus de la boca. Después, las acompañaba a casa y, en el coche descubierto, con los cristales bajados, el viento de la noche y la velocidad agitaban el cabello rubio y espeso de Jacqueline contra sus mejillas duras, su frente pequeña y sus ojos. Ella sacudía la cabeza para echarlo hacia atrás y lo peinaba con la mano como hacen los muchachos.

Una vez admitido que vivía en casa de O, y que O era la amante de René, Jacqueline parecía encontrar naturales las familiaridades de René. No oponía el menor reparo a que René entrara en su habitación, con el pretexto de buscar algún documento, lo cual no era verdad, y O lo sabía, pues ella misma había vaciado los cajones del gran secreter holandés, con flores de marquetería y tapa forrada de piel, siempre abierta, que tan mal armonizaba con René. ¿Por qué lo tenía? ¿Quién se lo había dado? Su pesada elegancia y sus maderas claras eran el único lujo de la habitación, un tanto sombría, que se abría a un patio, orientada al Norte, y cuyas paredes color gris acero y suelo frío, encerado, ofrecían un fuerte contraste con las alegres habitaciones que daban al muelle. Tanto mejor. Así, Jacqueline no se sentiría a gusto. Así, se avendría más fácilmente a compartir con O las dos habitaciones de delante, a dormir con O, como aceptara desde el primer día compartir el baño, la cocina, los maquillajes, los perfumes y las comidas. Pero O se equivocaba.

Jacqueline se aferraba apasionadamente a todo aquello que le pertenecía –a su perla rosa, por ejemplo, pero demostraba una indiferencia absoluta hacia todo lo que no fuera suyo. Si hubiera vivido en un palacio, no se habría interesado por él más que si le hubieran dicho: este palacio es tuyo y se lo hubieran demostrado con acta notarial. Que aquel cuarto gris fuera acogedor o no la tenía sin cuidado y no fue por escapar por lo que ella se decidió a dormir en la cama de O. Tampoco, para demostrar a O un agradecimiento que no sentía y que, no obstante, O le atribuyó, muy contenta de abusar de él, o así lo creía ella. A Jacqueline le gustaba el placer y encontraba práctico y agradable recibirlo de una mujer entre cuyas manos no se arriesgaba a nada.

Cinco días después de deshacer sus maletas, cuyo contenido O le ayudó a guardar en los armarios, alrededor de las diez, cuando René las dejó en casa después de cenar con ellas y se fue –al igual que las otras dos veces-, Jacqueline apareció, desnuda y todavía húmeda del baño, en el umbral de la puerta de la habitación de O y le dijo:

-¿Estás segura de que no vuelve?

Sin esperar su respuesta, se metió en la cama. De dejó besar y acariciar con los ojos cerrados, sin responder ni con una sola caricia, gimiendo al principio levemente, después más fuerte, más fuerte y, al fin, gritando. Se quedó dormida a la luz de la lámpara rosa, atravesada en la cama, con las rodillas separadas, el busto un poco ladeado y las manos abiertas. Se veía brillar el sudor entre sus pechos. O la tapó con la sábana y apagó la luz. Dos horas después, cuando la abrazó otra vez en la oscuridad, Jacqueline la dejó hacer, pero murmuró:

-No me canses demasiado, que mañana tengo que madrugar.

Fue por aquel entonces cuando Jacqueline, además de su profesión de maniquí, empezó a ejercer otra profesión no menos irregular, pero sí más absorbente: había sido contratada para hacer pequeños papeles en el cine. Era difícil averiguar si estaba orgullosa de ello o no, o si veía en aquello el primer paso de una carrera en la que deseara hacerse célebre.

Por la mañana, saltaba de la cama con más rabia que brío, se duchaba, se maquillaba a toda prisa, no aceptaba más que el tazón de café negro que O apenas había tenido tiempo de preparar y se dejaba besar la punta de los dedos, con una sonrisa maquinal y una mirada llena de rencor: O, envuelta en su bata de vicuña blanca, con el pelo cepillado y la cara lavada, tenía el aspecto plácido de quien va a volver a la cama. Pero no era así. O aún no se había atrevido a explicar a Jacqueline por qué. La verdad era que todos los días en que Jacqueline salía de casa a la hora en que los niños van al colegio, y los empleados a la oficina, para dirigirse a los estudios Boulogne donde estaba rodando, O, quien antes, efectivamente, se quedaba en casa toda la mañana, se vestía a su vez para salir.

-Os mandaré el coche –había dicho Sir Stephen-. Primero llevará a Jacqueline a Boulogne y después volverá para recogerte a ti.

De manera que todas las mañanas, a la hora en que el sol no iluminaba más que las fachadas del Este y las restantes todavía estaban frescas, pero, en los jardines, las sombras empezaban ya a acortarse bajo los árboles, O era conducida a casa de Sir Stephen.

En la Rue de Poitiers aún no se había terminado la limpieza. Nora, la mulata, llevaba a O a la habitación en la que la primera noche Sir Stephen la dejó llorar y dormir sola, esperaba mientras O dejaba sobre la cama el bolso, los guantes y la ropa, lo guardaba todo en un armario, bajo llave, le daba a O unas chinelas de charol con tacón alto que hacían ruido al andar y la precedía hasta el despacho de Sir Stephen, abriéndole las puertas. O nunca se acostumbró a aquellos preparativos, y desnudarse ante aquella vieja paciente y callada, que casi ni la miraba, le resultaba tan penoso como hacerlo bajo la mirada de los criados de Roissy.

La vieja mulata andaba sin hacer ruido, con sus zapatillas de fieltro, como una monja. O, mientras la seguía, no podía apartar la mirada de las dos puntas de su delantal, y, cada vez que la vieja abría una puerta, en la empuñadura de porcelana, su mano bistre y reseca le parecía tan dura como la madera antigua. Al mismo tiempo, por un sentimiento absolutamente opuesto al miedo que le inspiraba la criada de Sir Stephen –contradicción que O no conseguía explicarse-, O sentía una especia de orgullo de que aquella mujer (¿qué era ella para Sir Stephen y por qué le confiaba él aquel papel de alcahueta que tan mal le iba?) fuera testigo de que ella también –como tantas otras quizás, a las que ella también había conducido, ¿quién sabe?- mereciera ser utilizada por Sir Stephen. Porque Sir Stephen la quería, sin duda, y O comprendía que no estaba lejos el día en que él no se limitaría ya a dejárselo entrever, sino que se lo diría, pero también, a medida que crecían su amor y su deseo, él era más exigente.

Y así O pasaba con él las mañanas enteras en las que, a veces, apenas la tocaba y sólo quería que le acariciara y que se prestara a lo que él le pedía con una actitud que no cabe definir sino como reconocimiento, mayor todavía cuando la petición tomaba forma de orden. Cada concesión que le hacía era la prenda de que después se le exigiría otra concesión. Y ella las hacía como el que cumple con su deber. Aunque parezca extraño, aquello la complacía.

El despacho de Sir Stephen, situado encima del salón amarillo y gris, era más estrecho y más bajo de techo que éste. No había canapé ni sofá sino sólo dos sillones estilo Regencia, tapizados con una tela a flores. En ellos se sentaba O algunas veces, pero Sir Stephen prefería tenerla más cerca, al alcance de la mano y, aunque no se ocupara de ella, la obligaba a sentarse en su escritorio, a la izquierda. La mesa estaba colocada en sentido perpendicular a la pared y O podía recostarse en las estanterías llenas de anuarios y diccionarios. El teléfono estaba junto a su muslo izquierdo y cada vez que el timbre sonaba, ella tenía un sobresalto. Era ella quien descolgaba, contestaba, decía: <<¿De parte de quién?>> repetía en voz alta el nombre que le daban y pasaba la comunicación a Sir Stephen, o lo excusaba, según el gesto que él le hiciera. Cuando la vieja Nora anunciaba alguna visita, Sir Stephen la hacía esperar hasta que Nora llevaba a O a la habitación donde ésta se había desnudado y adonde Nora iba a buscarla cuando Sir Stephen tocaba el timbre, después de despedir a su visitante.

Puesto que Nora entraba y salía del despacho varias veces durante la mañana, ya fuera para llevar a Sir Stephen el café o el correo, ya para abrir o cerrar las persianas o vaciar los ceniceros, puesto que ella era la única en poder entrar allí, y además tenía órdenes de no llamar a la puerta y, cuando tenía que decir algo, esperaba siempre en silencio a que Sir Stephen le dirigiera la palabra, sucedió que un día en que O estaba inclinada sobre el escritorio, con la cabeza y los brazos apoyados en el cuero, y el dorso expuesto, esperando que Sir Stephen, penetrara, entró Nora en el despacho. O levantó la cabeza. Si Nora se hubiera abstenido de mirarla, como hacía siempre, O no se hubiera movido. Pero, esta vez, Nora buscó su mirada. Aquellos ojos negros, brillantes y duros, que no dejaban adivinar si eran indiferentes o no, en aquel rostro arrugado e impasible, turbaron a O de tal manera que hizo un movimiento para escapar de Sir Stephen.

Él comprendió y, con una mano, le oprimió la cintura contra la mesa para que no pudiera deslizarse y con la otra la entreabrió. Ella, quien siempre se prestaba de buen grado, ahora, a pesar suyo, se sentía rígida y cerrada, y Sir Stephen tuvo que forzarla. Y, aun después de que la forzara, ella sentía que el esfínter se cerraba en torno a él, y Sir Stephen tuvo que hacer un esfuerzo para penetrar del todo en ella. No se retiró de ella hasta que pudo ir y venir sin dificultad. Después, en el momento de volver a tomarla, dijo a Nora que esperase y que podría llevar a O al vestidor cuando él hubiera terminado con ella. Sin embargo, antes de dejarla marchar, besó a O en la boca con ternura. Aquel beso fue lo que, días después, dio a O valor para decirle que Nora le daba miedo.

-Eso espero –dijo él-. Y, cuando lleves mi marca y mis hierros, cosa que espero sea dentro de pocos días, si tú quieres, vas a tener mayor motivo para temerla.

-¿Por qué? –preguntó o-. ¿Y qué maraca y qué hierros? Ya llevo este anillo...

-Esto es cosa de Anne-Marie. Le he prometido llevarte a su casa para que te vea. Iremos después del almuerzo. ¿Querrás? Es una amiga mía. Ya habrás observado que, hasta ahora, no te he presentado a ninguno de mis amigos. Cuando salgas de sus manos, tendrás verdaderos motivos para temer a Nora.

O no se atrevió a insistir. Aquella Anne-Marie con quien ahora la amenazaba Sir Stephen la intrigaba más que Nora. De ella le había hablado ya Sir Stephen el día en que almorzaron en Saint-Cloud. Y era verdad que O no conocía a ninguna de las amistades de Sir Stephen.

Vivía en París, encerrada en su secreto, como si estuviera encerrada en un prostíbulo. Los únicos que conocían su secreto, René y Sir Stephen, también tenían derecho a su cuerpo. Pensó que la expresión de abrirse a alguien, que quiere decir confiarse, para ella no tenía más que un significado, literal, físico y también absoluto, porque se abría con todas las partes de su cuerpo que podían abrirse.

Parecía también que ésta fuera su razón de ser y que Sir Stephen, al igual que René, así lo entendiera, ya que, cuando le hablaba de sus amigos, como había hecho en Saint-Cloud, era para decirle que debería estar a disposición de todos aquellos a quienes la presentara, si la deseaban. Pero para imaginar a Anne-Marie o lo que Sir Stephen esperaba de ella, O no tenía pista alguna, ni siquiera su experiencia en Roissy. Sir Stephen le había dicho que quería verla acariciar a una mujer. ¿Sería esto? (Pero puntualizó que se trataba de Jacqueline...) No, no podía ser eso. <>, acababa de decir. Efectivamente. Pero, cuando dejó a Anne-Marie, O tampoco sabía más.

Anne-Marie vivía cerca del observatorio, en un apartamento situado junto a una especie de gran estudio, en el último piso de una casa nueva que dominaba las copas de los árboles. Era una mujer esbelta, de la edad de Sir Stephen, con el cabello negro veteado de gris. Tenía los ojos de un azul tan oscuro que parecían negros. Ofreció a Sir Stephen y a O, en unas tazas muy pequeñas, un café muy cargado, caliente y amargo, que entonó a O. Cuando acabó de beber y se levantó de la butaca para dejar la taza vacía sobre un velador, Anne-Marie la tomó por la muñeca y, volviéndose hacia Sir Stephen, le dijo:

-¿Permite?

-Se lo ruego –respondió él.

Entonces, Anne-Marie, quien hasta aquel momento no había dirigido la palabra a O, ni siquiera para saludarla cuando Sir Stephen se la presentó, le dijo suavemente, con una sonrisa tan dulce que daba la impresión de que le ofrecía un regalo:

-Ven que te vea el vientre, pequeña, y las nalgas. Pero será mejor que te desnudes.

Mientras O la obedecía, ella encendió un cigarrillo. Sir Stephen no apartaba los ojos de O. La dejaron de pie, quizá cinco minutos, En la habitación no había espejo, pero O se veía reflejada en un biombo de laca negra.

-Quítate las medias –dijo Anee-Marie de pronto-. ¿Lo ves? No debes llevar esas ligas redondas. Te deformaras los muslos.

Y señaló con el dedo el lugar, encima de la rodilla donde O se enrollaba las medias.

¿-Quién te ha hecho hacer esto?

Antes de que O pudiera responder, Sir Stephen dijo:

-Fue el joven que me la dio. Usted ya lo conoce, René. Pero él aceptará su parecer.

-Bien –dijo Anne-Marie-. Te daremos unas medias muy largas y oscuras, O, y un liguero para sujetarlas, pero un liguero con ballenas que te ciña bien el talle.

Cuando Anne-Marie hubo llamado al timbre, y una muchacha rubia y silenciosa les hubo llevado unas medias muy finas y negras y un ceñidor de tafetán de nylon, armado de largas ballenas curvadas hacia el interior, en la parte del vientre y encima de las caderas, O, siempre de pie y en equilibrio sobre uno y otro pie, se puso las medias, que le subían hasta la ingle. La muchacha rubia le puso el ceñidor que se cerraba sobre una de las ballenas, en un costado, y que podía ceñirse más o menos por medio de unos cordones situados en la espalda, como los corsés de Roissy. O se abrochó las ligas, delante y a los lados, y la muchacha la ciñó cuanto pudo. O sentía que la cintura y el vientre se le comprimían bajo la presión de las ballenas que, por delante, le llegaban casi hasta el pubis, al que dejaban libre al igual que las caderas. Por detrás, el corsé era mucho más corto y dejaba las caderas completamente al descubierto.

-Así estará mucho mejor –dijo Anne-Marie a Sir Stephen-, con la cintura más fina. Además, sin no tiene tiempo de hacer que se desnude, ya verá que el corsé no le molestará. Acércate, O.

La sirvienta salió, y O se acercó a Anne-Marie, quien estaba sentada en un sillón bajo, tapizado de terciopelo ceraza. Anne-Marie le pasó suavemente la mano por las nalgas y, apoyándola en un taburete parecido al sillón, le levantó y le abrió las piernas y, después de ordenarle que no se moviera, la pellizcó en la vulva. <>, se dijo O. Recordó también que, en su primera noche en Roissy, Pierre, el criado, después de encadenarla, había hecho lo mismo. Después de todo, ella no se pertenecía y lo que menos le pertenecía era esa mitad de su cuerpo que, por así decirlo, podía ser utilizada independientemente de ella. Porque, cada vez que lo comprobaba, se sentía, no ya sorprendida, sino más convencida de ello, aunque siempre con la misma turbación que la inmovilizaba y la libraba menos a aquel en cuyas manos estaba que a quien la había puesto en aquellas manos:

En Roissy, y a René y aquí, ¿a quién? ¿A René o a Sir Stephen? ¡Ah, ya no lo sabía! Pero es que tampoco quería saberlo, porque era a Sir Stephen a quien pertenecía desde..., ¿desde cuándo? Anne-Marie la hizo ponerse de pie y volver a vestirse.

-Puede mandármela cuando quiera –dijo a Sir Stephen-. Estaré en Samois –(Samois... O esperaba oír Roissy, ¿de qué se trataba?)- dentro de dos días. Todo irá bien.

(¿Qué era lo que iría bien?)

-Si le parece, dentro de diez días –dijo Sir Stephen-. A primero de julio.

En el coche que la llevaba a su casa, pues Sir Stephen se había quedado en la de Anne-Marie, O recordó una estatua que había visto en el jardín de Luxemburgo siendo niña: era la de una mujer con el talle así ceñido y que parecía más frágil todavía por el volumen abultado de sus senos y de las caderas. Estaba inclinada hacia delante, para mirarse en un estanque, también de mármol, esculpido a sus pies. Daba la impresión de que el mármol iba a romperse. Si Sir Stephen lo deseaba... A Jacqueline podría decirle que era un capricho de René. O volvió a sentir entonces una preocupación que trataba de rehuir cada vez que volvía de casa de Sir Stephen y que le extrañaba que no fuera más intensa: ¿porqué, desde que Jacqueline vivía con ella, René procuraba, no ya dejarlas a solas, lo cual era comprensible, sino no quedarse él a solas con O?

Se acercaba el mes de julio, en que él debía salir de viaje; no podría ir a verla a casa de aquella Anne-Marie adonde la enviaría Sir Stephen; ¿tenía ella que resignarse a no verle más que las noches en que las invitaba a Jacqueline y a ella, o bien –y ella no sabía qué le resultaba más desconcertante (ya que entre los dos no existían sino aquellas relaciones esencialmente falsas por lo limitadas)- alguna mañana, en casa de Sir Stephen, cuando Nora le hacía entrar en el despacho, después de anunciarle? Sir Stephen le recibía siempre, René siempre besaba a O, le acariciaba la punta de los senos, hacía planes con Sir Stephen para el día siguiente, planes en los que ella no figuraba, y se marchaba. ¿La había entregado a Sir Stephen hasta el extremo de dejar de amarla? ¿Qué pasaría si no la amaba ya? O estaba ya aturdida por el pánico, que, maquinalmente, bajó del coche en el muelle, delante de su casa, en lugar de seguir en él, y echó a correr para detener un taxi.

Hay pocos taxis en el muelle de Béthume. O siguió corriendo hasta el Boulevard Saint-Germain y aún tuvo que esperar. Sudaba y jadeaba porque el ceñidor le cortaba la respiración, cuando, por fin, un taxi dobló la esquina de la Rue Du Cardinal-lemoine. Le hizo una seña, dio la dirección de la oficina de René y subió, sin saber si René estaría ni si querría recibirla. Nunca había estado allí. No la sorprendió el gran inmueble, situado en una calle perpendicular a los Campos Elíseos, ni los despachos de estilo americano, sino la actitud de René, quien, sin embargo, la recibió inmediatamente. No es que se mostrara agresivo ni con aire de reproche. Ella hubiera preferido sus reproches, pues, al fin y al cabo, él no le había dado permiso para que fuera a molestarle, y tal vez lo molestaba, y mucho. Despidió a la secretaria y le dijo que no le pasara ninguna visita ni llamada telefónica. Después preguntó a O qué sucedía.

-Tuve miedo de que ya no me amaras –le dijo O.

El se echó a reír.

-¿Así , de repente?

-Si, en el coche, al regresar de...

-¿Al regresar de dónde?

O guardó silencio.

Él volvió a reír.

-¡Qué tonta eres! Si ya lo sé. Da casa de Anne-Marie. Y, dentro de diez días te vas a Samois. Sir Stephen acaba de llamarme por teléfono.

René estaba sentado en el único sillón confortable de la habitación, situado frente a la mesa, y O se acurrucó entre sus brazos.

-Me es igual lo que hagan conmigo –le dijo-. Pero dime si me amas todavía.

-Te amo, mi vida –dijo –René-. Pero quiero que me obedezcas, y me obedeces muy mal. ¿Le has dicho a Jacqueline que pertenecías a Sir Stephen o le has hablado de Roissy?

O le aseguró que no. Jacqueline aceptaba sus caricias, pero el día en que supiera que O... René no la dejó terminar, la puso en pie, la apoyó contra el sillón del que acababa del levantarse y le alzó la falda.

-¡Ah, el ceñidor! –exclamó-. Desde luego, estarás mucho mejor con el talle más fino.

Después la tomó, y a O le parecía que hacía tanto tiempo desde la última vez que comprendió que, en el fondo, había dudado de sí él la deseaba todavía e, ingenuamente, vio en aquello una prueba de amor.

-¿Sabes? –le preguntó él a continuación-. Eres una estúpida al no querer hablar con Jacqueline. La necesitamos en Roissy y, en el fondo, sería más cómodo que la llevaras tú. Además, cuando vuelvas de casa de Anne-Marie, ya no podrás seguir ocultándole tu verdadera condición.

O le preguntó por qué.

-Ya lo verás. Te quedan todavía cinco días. Porque Sir Stephen tiene la intención de volver a azotarte cinco días antes de enviarte a casa de Anne-Marie y seguramente te quedarán señales. ¿Cómo vas a justificarlas ante Jacqueline?

O no respondió.

Lo que René no sabía es que Jacqueline no se interesaba por O más que por la pasión que O le demostraba y nunca la miraba. Aunque tuviera el cuerpo lleno de marcas de latigazos, le bastaría con no bañarse en presencia de Jacqueline y ponerse un camisón. Jacqueline no vería nada. No había advertido que O no llevaba slip, no se daba cuenta de nada: O no le interesaba.

-Óyeme –insistió René-, le dirás una cosa y se la dirás enseguida: y es que la quiero.

-¿Es verdad eso? –preguntó O.

-Quiero poseerla –dijo René-, y, como tú no puedes o no quieres hacer nada, yo haré lo que tenga que hacerse.

-Ella nunca querrá ir a Roissy –dijo O.

-¿Qué no? Bien, pues la obligaremos.

Aquella noche, cuando Jacqueline se acostó y O apartó la sábana para mirarla a la luz de la lámpara, después de decirle que René la quería, porque se lo dijo, y se lo dijo enseguida, ante la idea de ver aquel cuerpo tan frágil y esbelto castigado por el látigo, aquel vientre estrecho, abierto, la boca tan pura gritando y la pelusa de las mejillas pegada por las lágrimas, repitió la última frase de René y se estremeció de alegría.

Jacqueline se marchó para no volver hasta principios de agosto, si la película se terminaba, por lo que nada retenía a O en París. Se acercaba julio, los jardines estallaban de geranios rojos, todos los toldos orientados al sur estaban bajados, René suspiraba por tener que ir a Escocia. Durante un instante, O esperó que la llevara consigo. Pero, además de que nunca la llevaba cuando iba a ver a su familia, sabía que la cedería a Sir Stephen si éste la reclamaba. Sir Stephen dijo que el día en que René tomara el avión para Londres él iría a buscar a O. Ella estaba de vacaciones.

-Iremos a casa de Anne-Marie –le dijo-. Ella te espera. No lleves equipaje. No necesitarás nada.

No la llevó al apartamento del observatorio, sino a una casa baja situada en el fondo de un gran jardín, en el linde del bosque de Fontainebleau. O llevaba el ceñidor que tan necesario consideraba Anne-Marie y cada día lo apretaba un poco más, ahora casi se le podía abarcar la cintura entre las manos, Anne-Marie estaría contenta.

Cuando llegaron, eran las dos de la tarde, la casa dormía y el perro ladró débilmente al oír la campanilla: un gran boyero de Flante de pelo rugoso que husmeó las rodillas de O, bajo el borde de la falda. Anne-Marie estaba sentada bajo una haya púrpura, al borde del césped que, en un ángulo del jardín, quedaba frente a los balcones de su habitación. No se levantó.

-Aquí está O –dijo Sir Stephen-. Ya sabe lo que hay que hacer. ¿Cuándo estará lista?

Anne-Marie miró a O.

-¿No le había dicho nada? Bien, empezaremos enseguida. Habrá que contar diez días. Supongo que deseará ponerle las anillas y las iniciales usted mismo, ¿no? Vuelva dentro de quince días. Después, puede quedar todo listo al cabo de otros quince días.

O quiso decir algo, preguntar.

-Un momento, O –dijo Anne-Marie-. Ve a la habitación de delante y desnúdate. Déjate sólo las sandalias y vuelve.

La habitación estaba vacía, una habitación grande, blanca, con cortinas de linazo de Jouy color violeta. O dejó el bolso, los guantes y la ropa en una silla baja, al lado de una de las puertas del armario. No había espejo. Volvió a salir lentamente, deslumbrada por el sol hasta llegar a la sombra del haya. Sir Stephen seguía de pie delante de Anne-Marie, con el perro a sus pies. Los cabellos negros y grises de Anne-Marie brillaban como si estuvieran untados de aceite. Vestía de blanco, con cinturón de charol y sandalias también de charol que dejaban al descubierto las uñas de los pies, pintadas de rojo, como las de las manos.

-O, arrodíllate frente de Sir Stephen –dijo.

O se arrodilló, con los brazos cruzados a la espalda y los senos temblorosos. El perro fue a lanzarse sobre ella.

-Aquí, Turco –dijo Anne-Marie-. O, ¿consientes en llevar las anillas y las iniciales con que Sir Stephen desea marcarte, sin saber cómo te serán impuestas?

-Sí –respondió O.

-Entonces acompañaré a Sir Stephen. Quédate donde estás.

Sir Stephen se inclinó y tomó a O por los senos mientras Anne-Marie se levantaba de su tumbona. Le besó los labios y murmuró:

-¿Eres mía, O, eres realmente mía?

Luego se alejó detrás de Anne-Marie. La veja se cerró. Anne-Marie regresaba. O estaba sentada sobre sus talones, con los brazos descansando en las rodillas, como una estatua egipcia.

Vivían en la casa otras tres muchachas que ocupaban sendas habitaciones del primer piso. A O le dieron un pequeño dormitorio de la planta baja, contiguo al de Anne-Marie las llamó al jardín. Las tres iban desnudas, al igual que O. En aquel gineceo, cuidadosamente oculto por las altas tapias del jardín y los postigos cerrados a una calle polvorienta, las únicas que iban vestidas eran Anne-Marie y las criadas: una cocinera y dos camareras, mayores que Anne-Marie. Austeras con sus grandes faldas de alpaca negra y delantales almidonados.

-Se llama O –dijo Anne-Marie, quien había vuelto a sentarse-. Acércamela, que la vea mejor.

Dos de las muchachas pusieron en pie a O. Eran morenas, con el pelo tan negro como su vello púbico, y los pezones largos y casi de color violeta. La tercera era pequeña, llenita y pelirroja. En la piel cretácea de su pecho se veía un espantoso entramado de venas verdes. Las dos muchachas empujaron a O hacia Anne-Marie, quien señaló con el dedo las tres rayas negras que le cruzaban la parte delantera de los muslos y las posaderas.

-¿Quién te ha azotado? –le preguntó-. ¿Sir Stephen?

-Sí –respondió O.

-¿Cuándo y con qué?

-Hace tres días, con una fusta.

-Durante un mes, a partir de mañana, no se te azotará. Pero hoy, sí, para señalar el día de tu llegada, en cuanto haya terminado de examinarte. ¿Sir Stephen nunca te ha azotado en el interior de los muslos, con las piernas abiertas? ¿No? Los hombres no entienden. Enseguida verá. Enséñame la cintura. ¡Ah, eso está mejor!

Anne-Marie le apretaba la cintura, para afinársela aún más. Después envió a la pelirroja a buscar otro ceñidor y ordenó que se lo pusiera. También era de nylon negro y tan armado de ballenas que parecía un ancho cinturón de cuero. No tenía ligas. Una de las muchachas morenas se lo ató. Anne-Marie le ordenó que lo apretara con todas sus fuerzas.

-Es terrible –dijo O:

-Precisamente –dijo Anne-Marie-. Así estás mucho más bonita; pero no te lo apretabas lo suficiente. Ahora lo llevarás así todos los días. Ahora, dime cómo prefería Sir Stephen servirse de ti. Necesito saberlo.

Asía a O por el vientre, y O no podía responder. Dos de las muchachas se habían sentado en el suelo. La tercera, una morena, a los pies de la tumbona de Anne-Marie.

-Tumbadla –ordenó Anne-Marie a las muchachas-. Quiero verla bien.

O fue derribada y las dos muchachas la entreabrieron.

-Es evidente –dijo Anee-Marie-. No hace falta que contestes. Es en la grupa donde habrá que marcarte. Levántate. Ahora te pondremos las pulseras. Colette, trae la caja. Vamos a echar a suertes quién tiene que azotarte. Colette traerá las fichas. Después iremos a la sala de música.

Colette era la más alta de las dos muchachas morenas. La otra se llamaba Claire y la pequeña pelirroja, Yvonne. O no se había fijado en que todas llevaban, como en Roissy, una gargantilla y pulseras de cuero en las muñecas y también en los tobillos. Cuando Yvonne le hubo puesto las pulseras a su medida, Anne-Marie entregó a O cuatro fichas y le dijo que entregara una a cada una de ellas sin mirar el número que tenían grabado. O distribuyó las fichas. Las tres muchachas las miraron sin decir nada, esperando que hablara Anne-Marie

-Tengo el dos –dijo Anne-Marie-. ¿Quién tiene el uno?

Lo tenía Colette.

-Llévate a O. Es tuya.

Colette cogió los brazos de O y le unió las muñecas a la espalda con ayuda de las anillas. Luego la empujó ante ella. En el umbral de una puertaventana que se abría a un ala perpendicular a la fachada principal, Yvonne, que las precedía, le quitó las sandalias a O.

La puerta-ventana iluminaba una habitación cuyo techo formaba como una especie de rotonda elevada. La cúpula, apenas esbozada, estaba sostenida al principio del arco por dos estrechas columnas, situadas a dos metros una de otra. El estrado, elevado sobre cuatro escalones, se prolongaba entre las columnas en un saliente redondeado. El suelo de la rotonda, al igual que el resto de la habitación, estaba cubierto por una alfombra de fieltro rojo. Las paredes eran blancas, las cortinas de las ventanas, rojas, y los sofás dispuestos alrededor de la rotonda, rojos como la alfombra. En la parte rectangular de la sala, más ancha que profunda, había una chimenea y, frente a la chimenea, un gran aparato de radio con tocadiscos y estanterías de discos a cada lado. Por eso la llamaban la sala de música. Por una puerta situada cerca de la chimenea, se comunicaba directamente con la habitación de Anne-Marie. La puerta simétrica era la de un armario. No había más muebles que los sofás y el tocadiscos.

Mientras Colette hacía sentar a O en el reborde del estrado que en su parte central estaba cortado a pico, pues las escaleras quedaban a derecha e izquierda de las columnas, las otras dos muchachas cerraban la puertaventana, después de haber entornado las persianas. O advirtió entonces con sorpresa que la puertaventana era doble, y Anne-Marie le dijo riendo:

-Es para que no se oigan tus gritos. Las paredes están forradas de corcho. Afuera no se oye nada de lo que pasa aquí. Échate.

La tomó por los hombros, la colocó sobre el fieltro rojo y la echó un poco hacia delante. Las manos de O se aferraban al borde del estrado, donde Yvonne las sujetó a una anilla, y sus riñones quedaron colgados en el vacío. Anne-Marie le obligó a doblar las rodillas sobre el pecho y, después, O sintió que le tensaban las piernas: unas correas enganchadas a los tobillos la sujetaban a las columnas por encima de su cabeza, de tal manera que lo único que se veía de su cuerpo era el surco de su vientre y sus nalgas abiertas. Anne-Marie le acarició el interior de los muslos.

-Es la parte del cuerpo en la que la piel es más fina –dijo—No hay que estropearla. Ten cuidado, Colette.

Colette estaba encima de ella, con un pie a cada lado de su cintura, y, en el puente que formaban sus piernas morenas, O veía los cordones del látigo que tenía en la mano. A los primeros golpes, que le quemaron en el vientre, O gimió. Colette pasaba de la derecha a la izquierda, se detenía, volvía. O se debatía con todas su fuerzas, creía que las correas le desgarrarían la piel. No quería suplicar, no quería pedir clemencia. Pero Anne-Marie deseaba dominarla.

-Más aprisa –dijo a Colette-, y más fuerte.

O se puso rígida, pero en vano. Al cabo de un minuto, cedía a los gritos y a las lágrimas, mientras Anne-Marie le acariciaba el rostro.

-Un poco más, y todo habrá terminado. Sólo cinco minutos. Puedes gritar durante cinco minutos. Son y veinticinco. Colette, terminarás a la media, cuando te avise.

Pero O chillaba, no, no por piedad, no podía más, no podía soportar aquel suplicio ni un segundo más. Sin embargo, lo soportó hasta el final y, cuando Colette bajó del estrado, Anne-Marie le sonrió.

-Dame las gracias –dijo a O.

Y O le dio las gracias. Sabía bien por qué Anne-Marie había querido hacerla azotar de entrada. Ella nunca dudó que una mujer pudiera ser tan cruel y más implacable que un hombre. Pero O pensaba que Anne-Marie no buscaba tanto manifestar su poder como establecer entre ella y O una complicidad. O nunca comprendió el porqué, pero había tenido que reconocer como verdad innegable el signo contradictorio de sus sentimientos: le gustaba la idea del suplicio; mientras lo sufría, hubiera traicionado al mundo entero para sustraerse a él, pero, cuando se terminaba se alegraba de haberlo sufrido y se sentía tanto más contenta cuanto más largo y cruel hubiera sido.

Anne-Marie no se había dejado engañar por el consentimiento ni por la rebelión de O y sabía que su agradecimiento no era ficticio. De todos modos, su decisión había tenido un tercer motivo que entonces le explicó. Quería demostrar a todas las muchachas que entraban en su casa, y que debían vivir en un mundo exclusivamente femenino, que su condición de mujer no perdería un ápice de su importancia por no tener contacto más que con otras mujeres, sino que, por el contrario, quedaría realzada, agudizada. Por este motivo exigía que las muchachas estuvieran siempre desnudas; la forma en que O había sido azotada, así como la postura en que la habían atado, tampoco tenían otra finalidad.

Hoy, O permanecería el resto de la tarde –otras tres horas- con las piernas abiertas y levantadas, expuesta sobre el estrado, de cara al jardín, deseando constantemente poder juntar las piernas. Mañana sería Claire, Colette o Yvonne quien ocupara aquel lugar. Era un proceso demasiado lento y minucioso (como la manera de aplicar el látigo) como para ser empleado en Roissy. Pero pronto vería O cuán eficaz era.

Cuando la devolvieran a Sir Stephen, además de llevar los anillos y señales, sería más abierta y profundamente esclava de lo que imaginaba.

A la mañana siguiente, después del desayuno, Anne-Marie dijo a O y a Yvonne que la siguieran a su habitación. Allí, tomó del escritorio un cofre de cuero verde que puso encima de la cama y lo abrió.

Las muchachas se sentaron a sus pies.

-¿No te ha dicho nada Yvonne? –preguntó Anne-Marie a O.

Esta movió la cabeza negativamente. ¿Qué tenía Yvonne que decirle?

-Y Sir Stephen tampoco, me consta. Pues bien, éstas son las anillas que él desea que lleves.

Eran unas anillas de hierro mate, inoxidable, como el de la sortija forrada de oro. Eran gruesas como un lápiz de color y ovaladas. Parecían gruesos eslabones de una cadena. Anne-Marie mostró a O que cada una estaba formada por dos piezas en forma de U que encajaban entre sí.

-Este es sólo el modelo de prueba. Se puede quitar. El definitivo tiene un resorte interior que hay que forzar para que penetre en la ranura, donde queda bloqueado. Una vez puesto no se puede quitar si no es con una lima.

Cada anilla tenía una longitud similar a las dos falanges del dedo meñique, el cual podía pararse por su interior. De cada una pendía, como otro eslabón, o como pende de un pendiente una anilla que debe quedar en el mismo plano que la oreja, prolongándola, un disco del mismo metal tan ancho como larga era la anilla. En una de sus caras, un trisket incrustado en oro, en la otra, nada.

-En esta cara se grabará tu nombre, el nombre y título de Sir Stephen y, debajo, un látigo y una fusta cruzados. Yvonne lleva un disco parecido en el collar. Pero tú lo llevaras en el vientre.

-Pero... –dijo O.

-Ya sé –atajó Anne-Marie-. Por eso he traído a Yvonne. Enseña el vientre, Yvonne.

La pelirroja se levantó del suelo y se tumbó en la cama.

Anne-Marie le abrió los muslos y mostró a O que uno de los lóbulos de su vientre estaba perforado de lado a lado en el centro de su base. La anilla de hierro pasaría con exactitud por el orificio.

-Dentro de un momento te perforaré a ti, O –dijo Anne-Marie-. No es nada, lo que cuesta más tiempo es poner las grapas para suturar la epidermis de arriba con la mucosa de abajo. Es menos doloroso que el látigo.

-¿Sin dormirme? –exclamó O temblando.

-Eso jamás –respondió Anne-Marie-. Sólo te ataremos un poco más fuerte que ayer. Es suficiente. Vamos.

Ocho días después, Anne-Marie quitaba a O las grapas y le ponía la anilla de prueba. Por ligero que fuera –más de lo que parecía, pues estaba hueco-, pesaba. Aquel duro metal que se veía perfectamente penetrar en la carne, parecía un instrumento de tortura. ¿Qué sería cuando le pusieran la segunda anilla, que aumentaría su peso?

Aquel bárbaro aparato saltaría a la vista.

-Claro que sí –dijo Anne-Marie cuando O le hizo este comentario-. ¿Comprendes ya lo que desea Sir Stephen? Cualquiera que, en Roissy o en cualquier parte, te levante la falda, verá inmediatamente sus anillas en tu vientre y, si te hacen dar la vuelta, verá su marca en tus riñones. Tal vez algún día puedas limar las anillas. Pero la marca no podrás borrarla nunca.

-Yo creía que los tatuajes podían borrarse –dijo Colette.

Fue ella quien, sobre la piel blanca de Yvonne, encima del triángulo del vientre, tatuó en letras azules, rameadas como las de los bordados, las iniciales del amo de Yvonne.

-O no será tatuada –respondió Anne-Marie.

O la miró. Colette e Yvonne callaban, desconcertadas. Anne-Marie titubeaba.

-Vamos, dígalo –la animó O.

Pobrecita, no me atrevía a hablarte de ello: tú serás mascada con hierros. Sir Stephen me los mandó hace dos días.

¿Hierros? –preguntó Yvonne.

Hierros candentes.

Desde el primer día, O compartió la vida de la casa. La ociosidad era absoluta y deliberada, y las distracciones, monótonas. Las muchachas podían pasear por el jardín, leer, dibujar, jugar a las cartas y hacer solitarios, dormir o tomar el sol para broncearse. A veces, pasaban horas hablando todas juntas, o de dos en dos; a veces, permanecían sentadas a los pies de Anne-Marie, en silencio. Las comidas se parecían todas, la cena se servía a la luz de las velas, el té en el jardín, y resultaba absurdo ver la naturalidad con que las dos criadas servían a aquellas muchachas desnudas, sentadas en torno a una mesa de ceremonia.

Por la noche, Anne-Marie designaba a la que dormiría con ella, quien a veces era la misma durante varias noches seguidas. La acariciaba y se hacía acariciar por ella hasta el amanecer. Después, la despedía y se dormía. Las cortinas color violeta, corridas sólo a medias, teñían de malva la primera luz del día. Decía Yvonne que Anne-Marie estaba hermosa y altiva en el placer, y que era incansable en sus exigencias.

Ninguna la había visto completamente desnuda. Ella se limitaba a abrir o levantar el camisón de punto de nylon blanco, pero no se lo quitaba. Ni el placer que pudiera haber experimentado durante la noche ni su elección de la víspera influían sobre la decisión de la tarde, que siempre se echaba a suertes. A las tres, bajo el haya púrpura, a cuya sombra se agrupaban las butacas del jardín en torno a una mesa redonda de piedra blanca, Anne-Marie sacaba la copa con los dados. Cada muchacha tomaba un dado. La que sacaba el número más bajo era llevada a la sala de música y atada al estrado como lo fuera O (quien estaba eximida hasta su marcha). La muchacha debía entonces designar la mano derecha o la mano izquierda de Anne-Marie, en la que ésta tenía una bola blanca o una bola negra, al azar. Negra, la muchacha era azotada; blanca, no lo era.

Anne-Marie nunca hacía trampas, ni aunque el azar condenara o liberara a la misma muchacha durante varios días seguidos. Así, el suplicio de la pequeña Yvonne, quien lloraba llamando a su amante, se repitió durante cuatro días seguidos. Sus muslos, veteados de verde como su pecho, se unían a lo largo de una franja de carne rosada, perforada por la gruesa anilla que resultaba tanto más impresionante cuando que Yvonne estaba completamente depilada.

-Pero, ¿por qué? –preguntó O-. ¿Y por qué la anilla, si el disco lo llevas en el collar?

-Dice que depilada estoy más desnuda. La anilla me parece que es para atarme.

Los ojos verdes de Yvonne y su rostro pequeño y triangular le recordaban a Jacqueline. ¿Iría Jacqueline a Roissy? Algún día también pasaría por aquella casa y sería atada al estrado.

<>, se decía O, <>

Pero ¡qué bien le iban a Yvonne los hierros y los golpes! ¡Qué grato su sudor y qué dulce hacerla gemir! Porque Anne-Marie, en dos ocasiones, y sólo cuando se trataba de Yvonne, le había dado el látigo a O, ordenándole que la golpeara. La primera vez, O vaciló. Al primer grito de Yvonne, retrocedió; pero, cuando volvió a golpearla, e Yvonne gritó de nuevo, con más fuerza, sintió que un placer terrible la embargaba, tan intenso que se reía a pesar suyo y tenía que dominarse para espaciar los golpes y no acelerar el ritomo. Después, se había quedado cerca de Yvonne todo el tiempo que ésta había permanecido atada, besándola de vez en cuando. Sin duda, se perecía en cierto modo a ella. Por lo menos, eso creía Anne-Marie, a juzgar por su actitud. ¿Era el silencio de O, su docilidad, lo que la tentaba? Apenas se cicatrizaron las heridas de O, Anne-Marie le dijo:

-¡Cuánto siento no poder hacerte azotar! Cuando vuelvas... De todos modos, te abriré todos los días.

Y, todos los días, cuando desataban a la muchacha que estuviera en la sala de música, O ocupaba su lugar hasta que sonaba la llamada para la cena. Y Anne-Marie tenía razón: era verdad que durante aquellas dos horas no podía pensar más que en el anillo, cuyo peso sentía sobre el vientre y que pesaba mucho más ahora, con el segundo eslabón, y en que estaba abierta. En nada que no fuera su esclavitud o las señales de su esclavitud.

Una tarde, Claire, que entraba del jardín con Colette, se acercó a O e hizo girar los anillos. Todavía no había en ellos inscripción alguna.

-¿Fue Anne-Marie quien te llevó a Roissy?

-preguntó.

-No –respondió O.

-A mí me llevó hace dos años. Vuelvo allí pasado mañana.

-Pero, ¿no perteneces a nadie? –preguntó O.

-Claire me pertenece a mí –dijo Anne-Marie, que entraba en aquel momento-. Mañana por la mañana llega tu amo. O. Esta noche dormirás conmigo.

La noche era corta; pronto empezó lentamente a clarear y, hacia las cuatro de la madrugada, el día borraba las últimas estrellas. O, que dormía con las rodillas juntas, despertó al sentir entre los muslos la mano de Anne-Marie sólo quería despertarla para que O la acariciara. Sus ojos brillaban en la penumbra, y sus cabellos grises, salpicados de hebras negras, cortos y erizados por la almohada, le daban aspecto de gran señor exiliado, de libertino valeroso. O rozó con los labios la dura punta de sus senos y, con la mano, el surco del vientre. Anne-Marie se rindió enseguida, pero no a O. El placer al que abría los ojos, con la cara vuelta hacia la luz del día, era anónimo e impersonal, del cual O no era más que el instrumento. A Anne-Marie le era indiferente que O admirara su rostro terso y rejuvenecido y su hermosa boca jadeante, le era indiferente que O la oyera gemir al aprisionar con los dientes y los labios la cresta de carne oculta en el surco del vientre. Se limitó a coger a O por el cabello para atraerla con más fuerza contra sí y no la soltó sino para decirle:

-Otra vez.

Así había amado O a Jacqueline. La había tenido igualmente abandonada entre los brazos. La había poseído, o. Por lo menos, eso creía ella. Pero la identidad de movimientos no significa nada. O no poseía a Anne-Marie exigía las caricias sin preocuparse de lo que sintiera quien la acariciaba, y se entregaba con insolente libertad. Sin embargo, estuvo cariñosa con O, le besó la boca y los senos, y la tuvo abrazada una hora antes de despedirla. Le había quitado los anillos.

-Son las últimas horas en que podrás dormir sin hierros. Los que te pondremos después, no podrás quitártelos.

Acarició suave y largamente las nalgas de O y la llevó a la habitación en la que se vestía, la única de la casa que tenía espejo de tres cuerpos, siempre cerrado. Lo abrió para que O pudiera verse.

-Esta es la última vez intacta –le dijo-. En parte, lisa y redonda, serás marcada con las iniciales de Sir Stephen, a ambos lados. La víspera de tu marcha, te pondré otra vez ante el espejo, no te reconocerás. Pero Sir Stephen tiene razón. Vete a la cama, O.

Pero la angustia le impidió dormir y, cuando, a las diez entró Colette a buscarla, tuvo que ayudarla a bañarse y peinarse y pintarle los labios. O temblaba de pies a cabeza, Había oído abrirse la puerta: Sir Stephen había llegado.

-Ven, O –le dijo Yvonne-. El te espera.

El sol estaba muy alto, ni un soplo de aire movía las hojas del haya: parecía un árbol de cobre. El perro, abrumado por el calor, yacía al pie del árbol y, como el sol no estaba todavía detrás de la zona espesa de su copa, se filtraba a través de la única rama que a aquella hora proyectaba sombra sobre la mesa: la piedra estaba sembrada de manchas claras y tibias. Sir Stephen se hallaba de pie, inmóvil, al lado de la mesa, y Anne-Marie, sentada, junto a él.

-Aquí la tiene –dijo Anne-Marie cuando Yvonne hubo conducido a O hasta donde él estaba-. Los anillos pueden colocarse cuando usted quiera. Ya ha sido taladrada.

Sin responder, Sir Stephen atrajo a O hacia sí, la besó en la boca y, levantándola en vilo, la depositó en la mesa y se quedó inclinado sobre ella. Volvió a besarla, le acarició las cejas y el cabello y dijo a Anne-Marie, irguiéndose:

-Ahora mismo, si no tiene inconveniente.

Anne-Marie abrió la caja de cuero que estaba encima de un sillón abiertas que llevaban los nombres de O y de él.

-Adelante –dijo Sir Stephen.

Yvonne le levantó las rodillas, y O sintió en la carne el frío del metal que Anne-Marie introducía en ella. En el momento de insertar la segunda parte de la anilla, Anne-Marie procuró que la cara con la incrustación de oro quedara pegada al muslo y la otra cara hacia el interior. Pero el resorte era tan duro que los hierros no se engarzaban. Hubo que enviar a Yvonne a buscar un martillo. Entonces enderezaron a O y la colocaron, con las piernas separadas, encima del reborde de piedra, que hizo las veces de yunque, en el que, alternativamente, apoyaron el extremo de cada eslabón y golpearon sobre el otro extremo para remacharlos. Sir Stephen miraba sin decir palabra.

Cuando terminó la operación, dio las gracias a Anne-Marie y ayudó a O a ponerse en pie. Ella advirtió entonces que estos hierros eran mucho más pesados que los que llevara provisionalmente en los días anteriores. Pero éstos eran definitivos.

-Ahora la marca, ¿verdad? –dijo Anne-Marie a Sir Stephen.

Él movió afirmativamente la cabeza y sujetó por la cintura a O, quien se tambaleaba. Ahora no llevaba corsé negro, pero éste la había comprimido tan bien que parecía que iba a romperse de tan esbelta. Las caderas parecían más redondeadas y los senos más abultados. En la sala de música, a la que, siguiendo a Anne-Marie y a Yvonne, Sir Stephen llevó a O casi en volandas, estaban Claire y Colette, sentadas en el estrado. Al verles entrar, se levantaron. En el estrado, había un gran hornillo redondo con una boca. Anne-Marie sacó las correas del armario y mandó atar fuertemente a O por la cintura y las pantorrillas, con el vientre aplastado contra una de las columnas. Le ataron también las manos y los pies. Aturdida por el miedo, sintió que la mano de Anne-Marie señalaba el lugar de sus nalgas donde tenían que aplicarle el hierro. Oyó el silbido de una llama y, en silencio absoluto, una ventana que se cerraba. Hubiera podido volver la cabeza y mirar. No tenía fuerzas. Un dolor insoportable la traspasó, lanzándola contra las ligaduras, rígida y chillando, y nunca supo quién le había hundido en la carne de las nalgas los dos hierros candentes a la vez, qué voz fue la que, lentamente, contó hasta cinco, ni quién dio la señal para que se los retiraran. Cuando la desataron, cayó en los brazos de Anne-Marie y, antes de que todo acabara de dar vueltas a su alrededor y se oscureciera, antes de perder el conocimiento, aún tuvo tiempo de entrever, entre dos oleadas de noche, el rostro lívido de Sir Stephen.

Sir Stephen llevó a O a París diez días antes del final de julio. Los hierros que traspasaban el lóbulo izquierdo de su vientre y llevaban una inscripción que decía que ella era propiedad de Sir Stephen, le llegaban hasta la tercera parte del muslo y se movían entre sus piernas a cada paso como el badajo de una campana, pues el disco grabado era más pesado y más largo que la anilla de la que colgaba.

Las señales impresas por el hierro candente, de tres dedos de alto y la mitad de ancho, estaban grabadas en la carne, como con cincel, casi a un centímetro de profundidad. Sólo con rozarlas se notaban. Por aquellos hierros y aquellas señales O sentía un orgullo disparatado.

Si Jacqueline hubiera estado allí, en lugar de tratar de disimular, como había hecho con las marcas de los latigazos que Sir Stephen le había infligido durante los últimos días antes de su marcha, hubiera corrido a buscarla para enseñárselos. Pero Jacqueline tardaría aún ocho días en regresar. René tampoco estaba. Durante aquellos ocho días, O, a petición de Sir Stephen, encargó varios vestidos de playa y trajes de noche muy ligeros. No le permitió más que variantes de dos modelos: uno cerrado de arriba abajo por una cremallera (O tenía ya alguno parecido) y el otro compuesto por falda acampanada que pudiera levantarse con un solo movimiento, un corsé que le subía hasta los senos y un bolero abrochado hasta el cuello. Bastaba que se quitara el bolero para que los hombros y los senos quedaran desnudos o, sin quitárselo, con sólo desabrocharlo se verían los senos.

En el traje de baño no había ni que pensar. O no podía llevar bañador: se le hubieran salido los hierros por debajo. Sir Stephen le dijo que aquel verano, cuando se bañara, lo haría desnuda. O había podido darse cuenta de que a él le gustaba, en todo momento, cuando la tenía cerca, aunque en aquel momento no la deseara, asirla por el vientre y tirarle del vello, abrirla y hurgarla largamente con la mano.

El placer que sentía O cuando ella así palpaba con la mano, Jacqueline, húmeda y ardiente, le hacía comprender el placer de Sir Stephen. Era natural que no quisiera que algo se lo dificultara.

Con los twills rayados o a lunares, gris y blanco, y azul marino y blanco, que O eligió, con falda plisada soleil y bolero ajustado y cerrado, o los dos vestidos más sobrios en cloqué de nylon negro, apenas maquillada, sin sombrero, con el pelo suelto, O tenía aspecto de jovencita formal. Dondequiera que Sir Stephen la llevara, la tomaban por su hija o, a lo sumo, por su sobrina, dado que él la tuteaba y ella le hablaba de usted. Solos los dos en París, paseando por las calles y mirando escaparates, o por los muelles polvorientos por falta de lluvia, veían sin asombro que los que se cruzaban con ellos les sonreían como se sonríe a las personas felices.

A veces, Sir Stephen la atraía hacia un portal oscuro con olor a sótano para besarla y decirle que la quería. O hundía sus altos tacones en la parte baja de la puerta. Al fondo, se veía un patio de vecindad con ropa tendida en los balcones. En uno de ellos, una muchacha rubia los miraba fijamente. Un gato se les paseaba entre las piernas. Pasearon por los Gobelins, por Saint-Marcel, Rue Moyffetard, el Temple y la Bastilla.

Un día, Sir Stephen, bruscamente, la hizo entrar en un mísero hotel de paso en el que el conserje, al principio, quería hacerles llenar la ficha y luego les dijo que para una hora no valía la pena. El papel de la habitación era azul con grandes peonías doradas, la ventana daba a un patio interior que olía a basura. Por débil que fuera la bombilla de la cabecera de la cama, se veían encima del mármol de la chimenea un poco de polvo volcado y unas horquillas. En el techo, encima de la cama, un gran espejo.

Una sola vez, Sir Stephen invitó a almorzar con O a dos compatriotas que estaban de paso. Fue a buscarla al muelle Béthune una hora antes de lo acordado, en lugar de esperarla en su casa. O estaba bañada, pero no peinada, ni maquillada, ni vestida. Vio, sorprendida, que Sir Stephen traía una bolsa de palos de golf. Pero la sorpresa pasó pronto: Sir Stephen le dijo que abriera la bolsa. Dentro había varias fustas de cuero, dos muy finas y largas negro, un látigo de flagelante con tres largas correas de cuero verde, rezadas en el extremo, otro látigo con cordones anudados, un látigo de perro formado por una gruesa correa de cuero con el mango trenzado, brazaletes de cuero como los de Roissy y cuerdas. O lo dispuso todo, bien ordenado, encima de la cama. Por mucha costumbre o firmeza que tuviera, estaba temblando. Sir Stephen la abrazó:

-¿Qué prefieres, O? –le preguntó.

Pero ella casi no podía hablar y sentía que el sudor le corría por las axilas.

-¿Qué prefieres? –insistió él-. Está bien, aunque no quieras hablar, me ayudarás.

Le pidió clavos y, después de buscar la manera de cruzar los látigos y fustas para formar una decoración, indicó a O que el tablero de madera adosado a la pared entre el espejo y la chimenea, frente a la cama, sería el lugar más indicado para colocarlos. Colocó los clavos. Los látigos y las fustas tenían anillas en el extremo del mango por las que podían colgarse con facilidad. Con los látigos, las fustas, los brazaletes y las cuerdas, O tendría así, frente a su cama, la panoplia completa de sus instrumentos de tortura. Era una hermosa panoplia, tan armoniosa como la rueda y las tenazas que se ven en los cuadros que representan a santa Catalina mártir, como el martillo, los clavos, la corona de espinas y el flagelo de los cuadros de Pasión.

Cuando volviera Jacqueline... Pero no se trataba ahora de Jacqueline. Había que responder a la pregunta de Sir Stephen: O no podía hacerlo. El mismo tuvo que elegir y eligió el látigo para perros.

En la Pésouse, en un minúsculo reservado del segundo piso, en el que los personajes estilo Watteau de las paredes, de colores pálidos y un poco borrosos, parecían actores de teatro de muñecas. O fue colocada en el sofá, sola, con uno de los amigos de Sir Stephen a su derecha y el otro a su izquierda, en sendo sillones, y Sir Stephen, enfrente.

A uno de los hombres lo había visto en Roissy, pero no recordaba haberle pertenecido. El otro era un muchacho alto, pelirrojo, de ojos grises, que no tendría ni veinticinco años. Sir Stephen, en dos palabras, le dijo por qué había invitado a O y lo que ella era. Una vez más, al escucharle, O se asombró de la brutalidad de su lenguaje. Pero, ¿cómo quería ella que la llamara sino puta, si, en presencia de tres hombres, sin contar a los camareros que entraban y salían, pues la comida no había terminado, consentía en abrirse el cuerpo del vestido para mostrar los senos, con la punta maquillada y cruzados por las señales violáceos de la fusta?

La comida fue muy larga, y los dos ingleses bebieron mucho. A la hora del café, cuando sirvieron los licores, Sir Stephen apartó la masa y, después de levantar la falda de O para que sus amigos vieran cómo la había taladrado y marcado, la dejó con ellos. El hombre que había conocido en Roissy acabó enseguida. Sin levantarse del sillón ni tocarla, le ordenó que se arrodillara ante él, le tomara el miembro entre las manos y se lo acariciara hasta que él pudiera derramarse en su boca. Después, la obligó a abrocharle y se fue.

Pero el joven pelirrojo, trastornado por la sumisión de O, las anillas y las laceraciones que había visto en su cuerpo, en lugar de abalanzarse sobre ella como O esperaba, la tomó por la mano, le hizo bajar la escalera sin siquiera una mirada a las sonrisas burlonas de los camareros y la llevó en taxi a su hotel. No la dejó marchar hasta la noche, después de haberle surcado frenéticamente el vientre y la grupa, que dejó magullados, por lo ancho y rígido que era, enloquecido por la posibilidad que se le ofrecía por primera vez en su vida de penetrar doblemente en una mujer y de hacerse besar por ella del modo que acababa de presenciar (algo que él nunca se había atrevido a pedir a nadie).

Al día siguiente, a las dos, cuando O llegó a casa de Sir Stephen, quien la había mandado llamar, lo encontró con cara triste y envejecido.

-O, Eric se ha enamorado locamente de ti –le dijo-. Esta mañana ha venido a suplicarme que te dé la libertad y a decirme que quiere casarse contigo. Quiere salvarte. Ya ves lo que te hago si eres mía, O, y; si eres mía, no puedes negarte, pero ya sabes que en todo momento puedes negarte a ser mía. Así se lo he dicho. Volverá a las tres.

O se echó a reír.

-¿No es ya un poco tarde para eso? –preguntó-. Los dos están locos. Si Eric no hubiera venido esta mañana, ¿qué habríamos hecho usted y yo esta tarde? ¿Habríamos salido a pasear? Pues vámonos a pasear. ¿O usted no me habría llamado? Entonces me marcho...

-No –dijo Sir Stephen-; te hubiera llamado, O, pero no exactamente para salir a pasear. Quería...

-Siga.

-Ven. Así será más fácil.

Se levantó y abrió una puerta situada en la pared frente a la chimenea, simétrica a la de la entrada al despacho. O siempre había creído que era una puerta de armario, condenada. Vio un pequeño gabinete recién pintado y tapizado de seda granate, la mitad del cual estaba ocupado por un estrado redondo con dos columnas, idéntico al estrado de Samois.

-Las paredes y el techo están forrados de corcho, la puerta acolchada y hay doble ventana, ¿no?

Sir Stephen movió afirmativamente la cabeza.

-¿Y desde cuándo...?

-Desde que regresaste.

-Entonces, ¿por qué...?

-¿Por qué he esperado hasta hoy? Porque esperaba que pasaras por otras manos además de las mías. Ahora te castigaré por ello. Nunca te he castigado, O.

-Soy suya –dijo O-. Castígueme. Cuando venga Eric...

Una hora después, al ver a O grotescamente écartelée entre las dos columnas, el joven palideció, balbuceó y desapareció. O pensaba no volver a verle. Lo encontró en Roissy, a finales de septiembre, donde la exigió tres días seguidos y la maltrató salvajemente.