Thursday, June 09, 2005

Retorno a Roissy - Prólogo

Prólogo
UNA MUCHACHA ENAMORADA


Cierto día, una muchacha enamorada dijo al hombre que amaba: yo también podría escribir una de esas historias que te gustan... ¿Tú crees?, respondió él. Se encontraban dos o tres veces a la semana, pero nunca en las vacaciones, nunca en los fines de semana. Cada uno robaba a la familia o al trabajo el tiempo que pasaban juntos. En las tardes de enero y de febrero, cuando los días se alargan y el sol envía desde el oeste reflejos rojos sobre el Sena, se paseaban sobre las orillas, por el Quai de Grands-Augustins, por el de la Tournelle, se abrazaban bajo la sombra de los puentes. Un vagabundo les gritó una vez: ¿Quieren que les pague una habitación? Sus refugios cambiaban a menudo. El viejo coche, que la chica conducía, los llevaba al Zoo para ver las jirafas, o a Bagatelle, en primavera, para ver los lirios y las clemátides, o en otoño, los ásteres. Ella anotaba los nombres de los ásteres: azul niebla, violeta, rosa pálido, sin saber por qué, pues jamás ha podido plantarlos (y, sin embargo, volveremos a encontrarnos con los ásteres). Pero Vicennes, o el Bosque, eso está lejos. En el Bosque te encuentras con personas que te reconocen. Quedaban las habitaciones, en efecto. La misma muchas veces seguidas. U otras, según el azar. Hay extrañas dulzuras en la luz mortecina de los cuartos de alquiler en los hoteles de las estaciones; el lujo modesto de la gran cama que, al partir, abandonamos con las sábanas deshechas, tiene sus encantos. Llega un momento en que no se puede separar el ruido de las palabras y de los suspiros del ronroneo continuo de los motores y del chirrido de los neumáticos que sube desde la calle. Durante muchos años, estos momentos furtivo s y tiernos, durante la tregua que sigue al amor -piernas mezcladas y abrazos deshechos-, habían sido arrullados por esas charlas, en las que los libros ocupan el primer lugar. Los libros representaban su única libertad total, su patria común,. sus verdaderos viajes;
ellos habitaban los libros como otros el hogar familiar; tenían en los ljbros sus compatriotas y sus hermanos; los poetas habían escrito para ellos, las cartas de antiguos amantes les llegaban a través de la oscuridad de lenguajes arcaicos, de costumbres y de modas desaparecidas -y todo se leía en voz baja, dentro de la habitación ignorada, sórdido y milagroso torreón donde, a ciertas horas, las olas de fuera venían en vano a golpear.
No disponían de una noche entera. Era preciso, de pronto, a talo cual hora -el reloj siempre en la muñeca- volver a salir. Era preciso volver cada uno a su calle, a su casa, a su cuarto, a su lecho de todos los días, volver junto a aquellos a quienes nos liga otra forma de inexpiable amor, a los que por el azar, la juventud o por nosotros mismos nos hemos entregado de una vez por todas, y a los que no se puede abandonar ni herir cuando se está en el corazón de sus vidas. Él, en su cuarto, no estaba solo. Ella estaba sola en el suyo. Una tarde, después de aquel «¿Tú crees?» de la primera página, y sin tener la menor idea de que encontraría un día en un catastro el apellido Réage y que se permitiría tomar prestado el nombre de pila de dos célebres desvergonzadas, Pauline Borghese y Pauline Roland, una tarde, aquella para quien hablo ahora, y con todo derecho, ya que si yo no tengo nada de ella, ella lo tiene todo de mí, y antes que nada la voz, una tarde, digo, esta joven, en lugar de coger un libro antes de dormirse, acostada con las piernas encogidas, como un perrillo, y sobre el lado izquierdo, con un lápiz negro en la mano derecha, comenzó a escribir la historia que había prometido.


La primavera estaba por irse. Los cerezos japoneses de los grandes parques parisienses, los árboles de Judea, las magnolias junto a las albercas, los saúcos al borde de los viejos terraplenes del ferrocarril suburbano, estaban sin flores. Los días no terminaban, y la luz de la mañana penetraba a horas insólitas a través incluso de las polvorientas cortinas negras de la defensa pasiva, últimos vestigios de la guerra. Pero, bajo la luz de la pequeña lámpara en la cabecera del lecho, la
mano que tenía el lápiz coma sobre el papel sin preocuparse de la hora ni de la claridad. La muchacha escribía como se habla en la oscuridad al que uno ama, cuando las palabras de amor han sido retenidas demasiado tiempo y se derraman por fin. Por primera vez en su vida escribía sin vacilaciones, sin tregua, tachaduras ni rechazos, escribía como se respira, como se sueña. El ronquido continuo de los coches se debilitaba, ya no se oía golpear las puertas. París se sumía en el silencio. Ella escribía aún a la hora de los basureros y al despuntar el alba. Fue la primera noche que pasó entera, como sin duda pasan las suyas los sonámbulos, separada de sí misma, o, ¿quién sabe?, entregada a sí misma. A la mañana siguiente numeró las páginas del cuaderno que contenían los dos comienzos que ustedes conocen, ya que si leen esto, es que se han tomado el trabajo de leer toda la historia, y hoy saben más de ella que lo que la muchacha sabía en aquel momento. Ahora sólo faltaba levantarse, lavarse, vestirse, peinarse, ceñirse el arnés, repetir la sonrisa de cada día, la muda sonrisa de costumbre.


Mañana, no, pasado mañana, ella entregaría el cuaderno. Trataba de leer en seguida. Por otra parte, esa cita resultó ser de esas a las que uno acude para decir que no puede acudir, cuando se sabe demasiado tarde que es necesario renunciar al encuentro y ya es imposible prevenir al otro. Y ya fue una suerte que él pudiera escaparse. Si no hubiera sido así, ella habría esperado una hora, habría regresado al día siguiente, a la misma hora en el mismo sitio, según las viejas reglas de la clandestinidad. Él hablaba de escaparse porque los dos empleaban un lenguaje de prisioneros a los que su prisión no subleva, y quizá se daban cuenta de que, si la soportaran mal, ellos serían también mal soportados, sintiéndose entonces culpables por haber escapado de ella. La idea de que era necesario volver a entrar daba todo su valor al tiempo robado, que se establecía fuera del tiempo verdadero, en una especie de extraño y eterno presente. A medida que el tiempo pasaba sin traerles más libertad, debieran haberse sentido acosados por los años que se encogían delante de ellos. Pero no. Los obstáculos de cada día, de cada semana -espantosos domingos sin cartas, sin teléfono, sin una palabra ni la posibilidad de una mirada, espantosas vacaciones de los mil demonios, sin que nunca faltase alguien que preguntara: «¿En qué piensas?»-, les bastaban para Se lo dio en cuanto él subió al coche en el que atormentarse, para temer siempre que el otro huella lo esperaba, a pocos metros de una encrucija- biera cambiado. No pedían ser felices, pero, una da, en una pequeña calle cerca de una estación de vez habiéndose reconocido, rogaban temblando metro y de un mercado. (No la busquen, hay mu- que aquello durase, Dios mío, que durase... que chas semejantes, y poco importa cuál sea.) No se uno de ellos no se convirtiera, de pronto, en un extraño para el otro, que subsistiera esa fraternidad inesperada, más rara que el deseo, más preciosa que el amor -o que quizá era el amor, a fin de cuentas. Es cierto que todo era un riesgo: un encuentro, un vestido nuevo, un viaje, un poema desconocido. Pero nada les impediría correr esos riesgos. Sin embargo, ese día, el más grave era el cuaderno. ¿Y si los fantasmas que allí aparecían indignaban a su amante, o, peor, lo aburrían, o peor todavía, le parecían ridículos? No por lo que esos fantasmas eran, ciertamente, sino porque procedían de ella, pues raramente se perdona a quienes se ama las libertades que uno permite a todos los demás. A ella le parecía que obraba mal al tener miedo: «Continúa -decía él-. ¿Qué es lo que sucede después? ¿Lo sabes?». Ella lo sabía.
Lo iba descubriendo cada vez. Durante todo el fin del verano, durante el transcurso del otoño, en la playa tórrida de uhatriste población con balneario y, de regreso, en un París rojo y quemado, ella escribió lo que sabía. Cada diez páginas, cada cinco páginas, capítulos o fragmentos de capítulos, metía en un sobre, con las señas de un apartado postal, sus hojas del mismo formato que el bloc original, escritas a veces con lápiz, a veces con un bolígrafo «Bic», o con una estilográfica de punta fina. No guardaba ni copias, ni borrador. Pero el correo es seguro. La historia todavía no estaba terminada, y el hombre seguía reclamando su lectura en voz alta, cada vez que volvían a encontrarse en un París otoñal; y ya fuera en el coche negro, a media tarde, en una calle muy transitada y triste del distrito trece, hacia la Butte-aux-Cailles, donde uno cree vivir aún en los últimos años del siglo pasado, o bien al borde del canal SaintMartin, donde los puentes parecen chinos, la muchacha que leía se veía obligada a interrumpirse, una u otra vez, porque es posible imaginar, en silencio, el peor y el más ardiente de los detalles, imaginarIo y escribirlo, pero no es posible leer en voz alta lo que fue soñado en noches interminables.



Un día, sin embargo, el relato se detuvo. Delante de O no hubo nada más que esa muerte hacia la cual ella oscuramente corría con todas sus fuerzas, y que le es concedida en dos líneas. En cuanto a saber cómo el manuscrito de su historia llegó a las manos de J ean Paulhan, he prometido no decirlo, como no decir tampoco el verdadero nombre de Pauline Réage, confiando en la cortesía de quienes lo conocen para que ese nombre continúe sin ser divulgado el tiempo suficiente como para que me parezca imposible romper esta promesa. Por lo demás, nada es más falaz e inestable que una identidad. Si se puede creer, como lo creen centenares de millones de hombres, que vivimos muchas vidas, ¿por qué no creer también que en cada una de nuestras vidas somos el lugar de encuentro de muchas almas? ¿Quién soy yo, al fin, se pregunta Pauline Réage, sino la parte largo tiempo silenciosa de alguien, la parte nocturna y secreta, que nunca se traiciona públicamente por un acto, por un gesto, ni aun por una palabra, pero que comunica por los subterráneos de lo imaginario con sueños tan viejos como el mundo? De dónde me venían esas ensoñaciones repetidas y tan lentas, justo antes de dormir, siempre las mismas, donde el amor más puro y el más violento autorizaba siempre, o más aún, exigía siempre el más atroz abandono, donde infantiles imágenes de cadenas y de látigos agregaban a la sumisión los símbolos de la sumisión, yo de todo eso no sé nada. Solamente sé que me resultaban beneficiosas, que me protegían misteriosamente y que, a la inversa de las ensoñaciones razonables que giraban en torno a la vida diurna, intentaban organizarla, domesticarla. Jamás he sabido domesticar mi vida. Sin embargo, todo sucedía como si esas extrañas visiones ayudaran a ella, como si algún rescate hubiese sido pagado por los delirios y las delicias de lo imposible: los días que seguían a esas noches eran extrañamente apacibles, mientras que el sabio ordenamiento del porvenir y las previsiones del sentido común se veían, una y otra vez, desmentidos por los acontecimientos. Así he llegado a comprender muy pronto que no era necesario ocupar las horas vacías de la noche amueblando residencias ideales, inexistentes pero posibles, e incluso realizables, donde los parientes y los amigos se sentirían dichosos por estar juntos (ioh, quimera!); pero que se podía, sin temor, dedicarse al arreglo de castillos clandestinos, a condición de poblarlos de muchachas enamoradas, prostituidas por el amor, y triunfantes en sus cadenas. Tampoco los castillos de Sade, descubiertos mucho después de que hubieran sido edificados los míos en el silencio, me han sorprendido jamás, y lo mismo puedo decir de sus Amigos del Crimen: yo tenía ya mi propia sociedad secreta, más pequeña e inofensiva. Pero Sade me ha hecho comprender que todos somos carceleros y que todos estamos presos, en el sentido de que siempre hay en nuestro interior alguien a quien nosotros mismos encadenamos, encerramos y hacemos callar. Por un curioso golpe de retroceso, sucede que la prisión misma se abre a la libertad. Los muros de una celda, la soledad, así como también la noche, la mayor de las soledades, la tibieza de las sábanas, el silencio, liberan a este desconocido a quien negamos la luz.

Escapa de nosotros y se escapa sin fin, a través de los muros, a través de las edades y de las prohibiciones. Pasa de uno a otro, de una época a otra, de un país a otro, adopta un nombre u otro. Los que hablan por él no son sino traductores, a quienes, sin que se sepa por qué les ha sido permitido, por un instante, coger algunos hilos de esta red inmemorial de ensoñaciones proscritas. En resumidas cuentas, ahí van quince años, ¿por qué no yo?




Lo que apasionaba a aquel para quien yo escribía esta historia, añade ella, era la relación que acaso dicha historia tenía con mi propia vida.
¿Podría suceder que ella fuese la imagen deformada o inversa de la otra? ¿ Que fuese su sombra irreconocible, por estar apretada como la de un caminante bajo el sol del mediodía, o también irreconocible por alargarse diabólicamente, como la que se proyecta delante de aquel que vuelve del mar atlántico, sobre la playa vacía, cuando el sol se acuesta entre llamas detrás de él?
Entre lo que yo creía ser y lo que yo contaba y creía inventar veía una distancia tan radical y un tan profundo parentesco que no me reconocía a mí misma. Sin duda, yo sólo aceptaba mi vida con tanta paciencia (o pasividad, o debilidad) porque estaba segura de que volvería a encontrar, a mi antojo, esta otra vida oscura que nos consuela de la vida, que no se confiesa, ni se comparte. Y he aquí que, gracias a aquel a quien yo amaba, la he confesado, y, en adelante, la compartiría con quien quisiera, tan prostituida en el anonimato de un libro como lo está en el libro esta muchacha sin rostro, sin edad, sin apellido, y hasta sin nombre. Jamás me ha hecho él preguntas sobre ella. Porque sabía que ella era una idea, una nube de humo, un dolor, la negación de un destino. Pero ¿y los otros? ¿René, Jacqueline, Sir Stephen, Anne-Marie? ¿Y los lugares, las calles, los jardines, las casas, París, Roissy? ¿Y las circunstancias? Ésas sí creía conocerlas. René, por ejemplo (nombre nostálgico), era el recuerdo, no, la huella de un amor adolescente, o mejor, de una esperanza de amor que nunca había tenido existencia, ya que René nunca había sospechado siquiera que yo pudiera amarlo. Pero Jacqueline sí lo había amado. Y antes que a él, a mí. lacqueline, por lo tanto, había sido mi primera desdicha de amor. Quince años, tanto ella como yo, y a lo largo de todo el curso me estuvo persiguiendo quejándose de mi frialdad. No bien las vacaciones la hicieron desaparecer, yo empecé a despertar, a despegarme de aquella frialdad. Escribía. Julio, agosto, septiembre, tres meses durante los cuales aceché en vano la llegada del cartero. Pero al menos escribía. Aquellas cartas lo habían echado todo a perder. Los padres de Jacqueline le prohibieron volver a verme y por ella, inscrita en otro curso, comprendí que «aquello era un pecado».

¿Y qué quería decir pecado? ¿Qué era lo que se me reprochaba? El día ha dejado de ser puro... Había reinventado a Rosaline y Celia con toda inocencia... y la inocencia no perdura. Falta decir que Jacqueline, la verdadera Jacqueline, no figura en la historia más que por su nombre y sus cabellos claros. El personaje de la historia es, más bien, una joven actriz despreciativa y pálida, con la cual desayuné una mañana en la Rue de Esperon. El viejo que le proporcionaba sus joyas, sus vestidos, su coche, me eligió como testigo: «¿Es bella, verdad?». Sí, era muy bella. No la he vuelto a ver jamás. ¿Y acaso René es ese personaje en el que yo me habría podido convertir, en caso de haber nacido hombre? ¿Devoto a otro hombre, has- : ta el punto de entregárselo todo, sin encontrar anacrónica esa relación de vasallo a soberano?.

Me da miedo. Mientras que la Jacqueline imaginaria era, por excelencia, la extranjera. Sin embargo, me hizo falta mucho tiempo para darme cuenta de que en otra vida, una chica como ella -a la cual yo admiraba con desesperación- me había quitado a mi amante. Y por eso me vengué, enviándola a Roissy: yo, que pretendía dejar de lado todo sentimiento de venganza, me vengué, y ni siquiera fui capaz de advertir el hecho. Inventar una historia es una trampa horrible, extraña.



A Sir Stephen sí lo vi con mis propios ojos. El amante que yo tenía entonces, y del que acabo de hablar, me lo mostró, una tarde, en un bar cerca de los Campos Elíseos. Sentado a medias en un taburete contra el mostrador de caoba, silencioso, tranquilo, con ese aire de príncipe de ojos grises que fascina a los jovencitos y a las mujeres, mi amante me lo mostró y me dijo: «No comprendo cómo las mujeres no prefieren hombres como ése en vez de jóvenes de treinta años». Mi amante no tenía treinta años siquiera. Yo no le respondí: «Es que los prefieren». Me quedé mirando largo rato al desconocido, que no se fijaba siquiera en mí. Cincuenta años tal vez, inglés con toda seguridad. ¿Y qué más? Nada. Pero esa relación muda, unilateral, entre el desconocido y yo, fue puesta en claro al reaparecer diez años más tarde, en medio de la oscuridad horadada por el brillo de la lámpara situada a la cabecera de mi lecho, y la mano sobre el papel hizo renacer a aquel desconocido con una significación nueva más veloz incluso que la reflexión. De Anne- Marie no puedo decir nada seguro. Una amiga mía (a la que respeto, y no respeto con facilidad a la gente) podría muy bien ser Anne-Marie, si no fuera (mi amiga) la pureza y el honor personificados: Anne-Marie podría tener de mi amiga su resolución, su rigor, su desenvoltura y esa forma nítida y directa de ejercer su oficio. A decir verdad, los oficios en cuestión (el oficio de O, el de Anne-Marie, puta o alcahueta, si hay que hablar claro), son algo que desconozco. Un gran escritor que se mostró escandalizado al pensar que mi obra no era otra cosa que las memorias de una Belle -confesando también, a modo de excusa, que no la había leído- se engañó dos veces: no se trata de unas memorias y, además, no soy una Belle, por más cortés que pueda ser la expresión. Digamos, para dejarlo contento, que se trata más bien de una vocación frustrada. Después de hacer la lista de los personajes que aparecen, como en el teatro, ¿tiene interés precisar los lugares de la acción?.



Pertenecen a todo el mundo. La Rue de Poitiers y un reservado en La Pérouse, la habitación de un meublé cerca de la Bastilla, con un espejo en el techo, las calles del barrio de Saint-Germain, los muelles llenos de sol de la isla de Saint-Louis, los pedregales secos y blancos de la Provenza y también la presencia de Roissy-en-France, que se percibe en el curso de una breve caminata de primavera, apenas algo más que un nombre sobre un mapa; sin duda no hay nada inventado, ni siquiera los ásteres, de los que ya dije que volveríamos a encontrarlos. Tampoco son inventadas -robadas, más bien: tardíamente pido perdón, aunque fue un robo producto de la admiración- las máscaras de Léonor Fini. Al parecer, también robé el salón de una dama, para hacer del mismo un uso abominable: convertirlo, nada menos, que en el salón de Sir Stephen, iimagínense! Esa dama me lo dijo a mí misma, sin saber con quién estaba hablando (nunca se sabe con quién se habla). Lo cierto es que nunca he entrado en la casa de esa dama, que nunca he visto su salón. No he visto jamás (y ni siquiera sabía que existía) la casa escondida en una oquedad donde, después de muchos años, una chica a la que el azar me hizo volver a ver ofrecía al hombre al que amaba -y que la vigilaba mediante un falso espejo adosado a la pared, utilizando también un micrófono- los espectáculos que Sir Stephen exigía de o: abandonarse a desconocidos, que él se encargaba de reclutar y que él le imponía. No, yo no he copiado la historia de esa chica, ni me he inspirado en ella para contar mi historia. PerQ una vez que se deslinda la zona fantástica de aquélla mediante la cual se recuperan las obsesiones (siendo la repetición jnfinita de placeres y sevicias tan necesaria como absurda e irrealizable) todo se ensambla fielmente, lo vivido y lo soñado, todo se descubre comúnmente compartido en el universo de una misma locura: y si nos atrevemos a mirarlo a la cara, horrores, maravillas, sueños y mentiras, todo es conjura y liberación.


Pauline Réage


Retorno a Roissy Título original: Retour a Roissy Traducción: Álvaro Castillo Licencia editorial para Bibliotex, S. L.
@ 1998 UNIDAD EDITORIAL, por acuerdo con Bibliotex, S. L.
para esta edición.
Diseño portada: ZAC diseño gráfico Ilustración: Toño Benavides

ISBN: 84-8130-054-3 Depósito legal: B. 22110-1998 Impresión y encuadernación:
Printer, Industria Gráfica, S. A.