Thursday, June 09, 2005

Retorno a Roissy - primeros capítulos

RETORNO A ROISSY


Las páginas que siguen son una continuación de La Historia de O. En ellas se propone deliberadamente la degradación y, por tanto, nunca podrían haberse integrado a la novela.

P.R. (Pauline Réage)
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Ahora, todo parecía regularizado: septiembre se aproximaba. A mediados de septiembre, O debía regresar a Roissy, llevando a Natalie, y a René, recién llegado de un viaje al norte de África, y conducir allí a Jacqueline -al menos eso era lo que él dejaba entender. El tiempo que permanecerían Natalie y O recluidas era algo que, sin duda, dependía, para O, de la decisión que tomara Sir Stephen y, para Natalie, de los amos o del amo que le fueran asignados en Roissy. Pero en esa calma de los proyectos ya previstos y seguros, O se sentía inquieta, como si presintiera un peligro, algo así como una provocación del destino:

Esa misma certidumbre por la cual todos los que se hallaban a su alrededor actuarían como estaba decidido. La alegría de Natalie era pareja a su impaciencia, y había en esa alegría algo de la ingenuidad y de la confianza de los niños cuando esperan que se cumplan las promesas de las personas mayores. No se trataba del poder que O reconocía que Sir Stephen tenía sobre ella lo que había eliminado en Natalie el más mínimo vestigio de duda, la sumisión en la que O se encontraba era tan absoluta y tan permanentemente inmediata que Natalie no podía siquiera imaginar -tanta era la admiración que sentía por 0- que nadie pudiera poner ningún obstáculo a Sir Stephen, puesto que O se arrodillaba ante él.

Por muy dichosa que se sintiera, y precisamente porque se sentía dichosa, O no se atrevía a creer -y tampoco osaba atemperar-la impaciencia y la alegría de Natalie. De tiempo en tiempo, sin embargo, cuando Natalie se ponía a canturrear en voz baja, O la obligaba a callarse, para conjurar la suerte. Estaba en guardia para no poner nunca el pie sobre las líneas de juntura de las losas de la calle, para no tirar la sal, para no cruzar nunca los cuchillos y para no poner jamás el pan al revés. y lo que Natalie no sabía, lo que ella no se atrevía a decirle era que si le gustaba tanto que la azotaran se debía, aparte el placer que sentía, hasta cierto grado, al hecho de que la felicidad la embargaba al sentirse abandonada más allá de su propia voluntad, y una vez superado el límite del placer O pagaba su dicha, en cierto modo, mediante el dolor y la humillación -humillación, porque no podía dejar de suplicar, no podía dejar de gritar al mismo tiempo que gozaba, quizá garantizando, de esa forma supersticiosa, la continuidad del placer. Ah, poder quedarse inmóvil para que el tiempo también se inmovilice! O detestaba el alba y el crepúsculo, cuando todo cambia, abandonando sus formas primitivas para adoptar otras formas, de manera tan traidora y tan triste.

El hecho de que René la hubiera entregado a Sir Stephen, además de las facilidades que ella misma había otorgado a la transacción, porque también ella quería cambiar, ¿no hacían asimismo probable que Sir Stephen pudiera también cambiar a su vez? De pie y desnuda frente a su cómoda ventruda, con bronces labrados en falso estilo chino, dibujando personajes de sombreros picudos semejantes a los sombreros de playa que usaba Natalie, O se dio cuenta un día de que había algo nuevo en la conducta de Sir Stephen para con ella. En primer lugar, ahora exigía que, en su habitación, O fuera siempre desnuda. Ya no se le permitía usar siquiera unas sandalias, ni llevar puestos collares, ni lucir joya ninguna. Pero eso no era nada. Si Sir Stephen, lejos de Roissy, deseaba ordenar unos reglamentos que le recordaban Roissy, ¿acaso O debía asombrarse? Había cosas más graves.

Por supuesto, O se acordaba muy bien, la noche del baile, cuando Sir Stephen debía entregarla a su huésped. Indudablemente, él mismo la había poseído, muchas veces, en presencia de René, por ejemplo, o de Anne-Marie, y también, después de algún tiempo, en presencia' de Natalie. Pero nunca, hasta esa noche, había diferencia de Sir Stephen? No se trataba de que aparentara no mirarla, sino al contrario; reía y, sin duda, gozaba con sus huéspedes al tiempo que éstos se aprovechaban de ella, pero tan a sus anchas, con un desapego tan notorio, que O dudó si no hubiera preferido el rencor o el desprecio a ese olvido tan repentino en que se encontraba y del que Sir Stephen hacía ostentación. En los ojos del malayo, que no la había tocado, O leyó desprecio y una especie de extraña piedad que le fue mucho más intolerable, mientras se abandonaba en las manos de los otros dos hombres, deshecha y jadeante, con la falda manchada. Indudablemente, O había complacido a los hombres, puesto que regresaron solos, al día siguiente, alrededor de las once. En esta ocasión, Sir Stephen los hizo subir directamente a la habitación de O, donde ésta se encontraba desnuda. Cuando los hombres se marcharon, O se puso a sollozar.

«¿Por qué, O?», le preguntó Sir Stephen, aunque sabía perfectamente la razón, así como el modo de que desapareciera la desesperación que sentía O por haber sido vista en su propia habitación y, ante él tratada como no lo sería una chica de burdel, y sobre todo, como si él mismo la tomara como tal.

Él le dijo que ella no tenía derecho a elegir dónde, cómo ni a quién debía servir, no más que a juzgar sus sentimientos. Acto seguido, la hizo flagelar, con tanta crueldad que, por un instante, O se sintió consolada. Ello no impidió que, pasadas las lágrimas y el agudo dolor, volvieran los sentimientos que previamente la habían espantado: ¿acaso podía haber otro motivo que no fuera la consecución de su propio placer -¿sentiría placer todavía?- para que la obligara a prostituirse? ¿Acaso le servía ella como moneda de intercambio? Y en ese caso, ¿para intercambiar qué? Tal vez al ofrecer su cuerpo Sir Stephen pagara, comprara algo, pero ¿qué? Una imagen atroz y grotesca le atravesó el espíritu: la caballería de San Jorge. Sí, tal vez, sin saberlo, O fuera la representación más baja de esa imagen, arrodillada y apoyada sobre los codos, cabalgada por desconocidos.

Y si Sir Stephen la hacía golpear, lo más probable es que no se debiera a otra cosa que para domarla mejor. y bien, ¿de qué se asombraba ella ahora?, ¿de qué se quejaba? Todavía atada a la balaustrada, junto a su cama, donde al parecer Sir Stephen había decidido dejarla y donde efectivamente la dejó durante casi tres horas, O escuchaba en el recuerdo su voz, su propia voz que tanto la había turbado, cuando él le había dicho tan lentamente, la primera noche en que se apoderó de ella, abofeteándola, destrozándole a golpes los riñones, lo que deseaba obtener de ella, lo que obtendría, por pura sumisión y obediencia, es decir: todo aquello que ella se imaginaba que no otorgaría más que por amor.

¿De quién podía ser la culpa, sino de ella misma, teniendo en cuenta que a él le bastaba hacerla azotar para que ella se le entregara plenamente? Si de alguien debía sentir horror ¿no era de sí misma? Y si él usaba de ella para otras finalidades que no fueran su exclusivo placer, ¿de qué se le podía culpar? «Oh, sí, siento horror de mí misma -se decía o-. ¿Tendré el valor de lamentarme de haber sido engañada, de no haber sido advertida cien veces, mil veces? ¿Acaso ignoro para qué estoy hecha?» Pero no sabía si sentía horror de sí misma por ser una esclava... o por no serlo lo bastante. No era ni lo uno ni lo otro; se horrorizaba de ya no ser amada. ¿Qué había hecho, qué había dejado de hacer para que ya no la quisiera? Qué loca estás, O, como si tuviera algo que ver con los méritos, como si pudieras hacer algo. Los hierros que le oprimían el vientre, la marca que le cruzaba los riñones, eso era ella; se había mostrado altanera porque esas marcas proclamaban que aquel que se las había impuesto la amaba lo bastante como para apropiarse de ella. ¿Acaso valía de algo sentir vergüenza ahora, cuando si él ya no la amaba aquellas marcas indicarían para siempre que ella le pertenecía? Ya que después de todo, él seguía deseando que ella le perteneciera.

Llegó el 15 de septiembre; O, Natalie y Sir Stephen seguían allí. Pero ahora le tocaba a Natalie el turno de las lágrimas: su madre la reclamaba, y debería regresar al pensionado a fin de mes. En caso de que tuviera que marchar a Roissy, O iría sola. Sir Stephen encontró a O sentada en su butaca, con la jovencita llorando sobre sus rodillas. O le entregó a Sir Stephen la carta que había recibido: Natalie debía marcharse en el espacio de dos días.

- «Usted me lo prometió –dijo la chiquilla-, usted lo prometió...»

- «No es posible, pequeña mía», dijo Sir Stephen.

- «Si usted lo quisiera, sería posible», replicó Natalie.

Sir Stephen no contestó.

O acariciaba los cabellos finos como seda; que rozaban sus rodillas desnudas.

Efectivamente, si Sir Stephen lo hubiera querido de veras, sin duda O habría podido obtener de la madre de Natalie que le permitiera conservar con ella a la niña durante quince días más, con el pretexto de llevarla al campo en las cercanías de París. Habría bastado con una partida, una visita. Y, en quince días, Natalie... Era indudable, pues, que Sir Stephen había cambiado de opinión. Estaba de pie frente a la ventana, de cara al jardín. O se inclinó sobre la pequeña, le cogió la cabeza, acarició los ojos desbordantes de lágrimas. Lanzó una breve miraba: Sir Stephen no se inmutaba. O cogió la boca de Natalie.

Fueron los gemidos de Natalie los que hicieron volverse a Sir Stephen, pero no por eso O la soltó sino que, al contrario, la echó sobre la alfombra y se deslizó junto a ella. En dos pasos, Sir Stephen se colocó al lado de ambas. O escuchó cómo encendía una cerilla, y sintió el olor de su cigarrillo: fumaba negro, como un francés. Natalie tenía los ojos cerrados.

-Desnúdala, O, y acaríciala -dijo él de repente-. Luego me la entregarás. Pero, antes, ábrela tú un poco. No quiero hacerle demasiado daño.

¿Era eso todo? ja, si sólo hiciera falta entregarle a Natalie! ¿Estaba enamorado de ella? Más; bien parecía como si deseara, en el momento mismo en que ella hubiera desaparecido, poner fin a algo, destruir una quimera. Rolliza y dulce, Natalie era sin embargo grácil y más pequeña que O.

Sir Stephen parecía al menos dos veces más grande que ella. Sin un solo movimiento, se dejó desnudar por O, y extender sobre el lecho, del que O había quitado la colcha. Sin un solo movimiento se dejó acariciar, gimiendo cuando O la desfloraba, apretando los dientes cuando la mano intrusa la hería. Pronto la mano de O se cubrió de sangre. Pero Natalie no empezó a gritar hasta sentir en ella el peso de Sir Stephen.

Era la primera vez que O veía a Sir Stephen gozando a alguien que no fuera ella, y la primera además que veía su rostro en el momento del placer. ¡Cómo se ocultaba! Sí, aplastaba contra su vientre la cabeza de Natalie, apretando sus cabellos entre las manos, al igual que hacía con los cabellos de O; O se convenció de que Sir Stephen obraba así sólo para sentir mejor la caricia de la boca que lo absorbía, justo en el momento de correrse en ella, pero que no le importaba de qué boca se tratara, siempre y cuando fuera lo bastante dócil y ardiente como para satisfacerlo. Natalie no contaba para nada. y O, ¿estaba segura de contar para algo? «Le amo -repetía en voz muy baja-, le amo», sin atreverse a tutearlo ni siquiera con el pensamiento. En su rostro desencajado, los ojos grises de Sir Stephen resplandecían entre los párpados casi cerrados como dos tilos de luz. Los dientes también brillaban entre los labios entreabiertos.

Por un instante, pareció desarmado, hasta sentir que O lo observaba: entonces abandonó el río por el que se deslizaba, ese río por el que O tan a menudo había creído deslizarse con él, echada junto a él en la barca que transporta a los amantes. Pero, sin duda, eso no era cierto. Indudablemente habían estado solos, cada uno por su lado, y tal vez no era casualidad que cuando él se abismaba en ella su rostro permaneciera escondido. Lo más probable es que quisiera estar solo y lo de hoy fuera un azar. O vio en ello una señal funesta; la señal de que ella se había convertido en algo lo bastante indiferente para Sir Stephen como para que ya no se tomara siquiera la molestia de esconderse. De todos modos, fuera cual fuera la interpretación que se hiciera, era imposible no ver en aquello una garantía, una libertad que hubiera debido, si O no hubiera dudado de ser amada, llevarla a sentirse ligera, orgullosa, dulce, feliz. Ella se lo dijo.

Cuando Sir Stephen se marchó, dejándole entre los brazos a la pequeña Natalie, acurrucada contra ella, ardiente y murmurante de orgullo, O la vio dormirse, y extendió sobre las dos la sábana y la liviana colcha. No, él no estaba enamorado de Natalie. Pero, sin duda, estaba en otra parte, ausente de sí mismo y, quizá, ausente también de ella. O nunca se había inquietado por el medio de vida de Sir Stephen, René nunca le había hablado al respecto. Era evidente que era un hombre rico, a la manera misteriosa en que lo Son los aristócratas ingleses, cuando lo son, todavía. ¿De dónde provenían sus ingresos?

René trabajaba para una sociedad de importación y exportación; René decía: «Tendré que viajar a Argel a comprar yute, a Londres a adquirir lana, a ver porcelanas, necesito trasladarme a España a buscar cobre»; René tenía una oficina, tenía socios, empleados. No estaba muy claro cuál era la importancia exacta de su situación pero, después de todo, esa situación existía, y las obligaciones i que le comportaba eran innegables. Sir Stephen podría tener una situación semejante, que fuera, [quizás, la que motivara su estancia en París y sus viajes y, soñaba O no sin espanto, su afición por Roissy (una afición que, en el caso de René, parecía simplemente consecuencia de la casualidad: «Un amigo con el que me encontré y que me llevó», decía René, y O le creía).

¿Qué sabía ella de Sir Stephen? Sabía que pertenecía al clan de los Campbell, cuyo sombrío estandarte, negro,. Azul-negro y verde es el mas hermoso de ESCOCIA y el de peor fama (los Campbell traicionaron a los Estuardo en la época del joven Pretendiente); que poseía, en las Tierras Altas del Noroeste, frente al mar de Irlanda, un castillo de granito, pequeño y compacto, construido a la francesa por un antepasado del siglo XVIII, exactamente igual a un malouiniere. ¿Pero qué malouniere tuvo jamás por marco unos prados como aquellos, unas enredaderas tan suntuosas por marco? -Te llevaré el año que viene, con Anne-Marie -había dicho Sir Stephen, mientras un día mostraba a O unas fotos.

Pero, ¿quién habitaba aquel castillo? ¿Qué familia tenía sir Stephen? O sospechaba que había sido, y tal vez seguía siendo, un funcionario de alto rango. Algunos de sus compatriotas, más jóvenes que él, le decían Sir, brevemente, como subordinados que se dirigieran a un superior. O sabía perfectamente que existe todavía, en las islas británicas, un prejuicio, o una costumbre, muy singular: todo hombre debe comprometerse a no hablar nunca a su mujer ni de negocios, ni del trabajo ni de dinero. ¿Por respeto, por desprecio?. Se ignora. Pero es imposible hacer de ello un agravio. Y O tampoco lo deseaba. Hubiera querido únicamente estar segura de que el silencio de Sir Stephen respecto a ella no tenía otro motivo.

Y, al mismo tiempo, anhelaba que rompiera ese silencio para poder asegurarle que, si tenía cualquier preocupación, estaba dispuesta a servirlo en lo que fuera, si era capaz.

Al día siguiente de la partida de Natalie, a quien le habían reservado una plaza en el coche del Tren Azul, y dos días antes de la partida de O y de Sir Stephen, que viajarían en el mismo tren, ya que Sir Stephen había insistido en que ésa fuera exactamente la fecha, y no la fecha en que debía viajar Natalie, del mismo modo en que había insistido en regresar por tren y no en coche, O terminó por decirle, mientras acababan el desayuno, que habían tomado los dos juntos, y después de que la vieja Norah llevara el café, O, enardecida porque cuando se había levantado y había pasado por su lado, él, maquinalmente quizá, como se hace con un gato o un perro, le había acariciado las nalgas, O terminó por decirle, en voz muy baja, que aunque temía molestarlo, deseaba asegurarle que lo serviría en lo que él quisiera. Él la miró primero con ternura, la hizo ponerse de rodillas, y le acarició los senos, pero después, cuando ella se alzó y quedó de pie ante él, su mirada cambió.

-Lo sé -dijo-. Los dos hombres del otro día.

-¿Los alemanes? -le interrumpió O.

-No son alemanes -dijo Sir Stephen-, pero no importa. Simplemente quería advertirte que uno de ellos viajará en el mismo tren que nosotros. Cenaremos juntos en el coche-restaurante. Arréglate de forma que sienta deseo por ti y haz que se reúna contigo en tu cabina.

-Bien -dijo O, sin preguntar el motivo, aunque estaba segura de que en esta ocasión sí existía una razón.

Se sentía desesperada por no poder darse cuenta cabalmente si en todas las anteriores ocasiones Sir Stephen la había prostituído sin motivo y, por así decirlo, gratuitamente, o si todo había sido un plan deliberado para acostumbrarla hasta hacer de ella un instrumento -un instrumento ciego- de algo muy distinto a su exclusivo placer.

Aquí se inserta una escena breve, vista como una secuencia de película: en medio de la noche, el pasillo de un coche de primera clase del Tren Azul. Un hombre alto, pesado y rubicundo, al que se ve sólo de espaldas, avanza por el corredor y golpea con el puño en la cabina número 11. Se entreabre la puerta, aparece un rostro muy dulce, y en la abertura de la puerta corrediza se distingue un cuerpo desnudo cubierto apenas por un peinador. Es entonces cuando la joven dice:

-¿Es usted, corazón mío?

y de inmediato, al comprender su error:

-Oh, perdón.

Pero el hombre extiende una mano abierta con una medalla en la palma: resaltando en acero sobre un fondo de oro, el triskel de Roissy. O lo mira sin pronunciar palabra y abre del todo la puerta. En el balanceo del tren, los silbidos del vapor y el tacatá-tacatá de los vagones, O y Carl, de pie los dos a la luz de la lamparilla, se miran a la cara. Carl, en voz baja dice:

-Eso era muy gentil, repítelo.

-No estoy obligada -responde O.

-¿Eso crees?

O mueve negativamente la cabeza, con la mirada baja.

-Enciende la luz -dice Carl, y O extiende la mano para accionar la lámpara diminuta colocada al lado del lecho. " La cortina sobre la ventanilla del compartimento no ha sido bajada. Bajo un cielo de luna llena se percibe una campiña negra y blanca en la que el viento hace inclinar los álamos a lo largo de una ribera y la luna que corre entre las nubes. Carl lleva puesta una gruesa y larga bata oscura y unas zapatillas de cuero lustrado. Se afloja el cinto y se nota que O hace un esfuerzo para no mirar. Él también se percata de eso y, en la estrechez de la cabina, hace caer el peinador de O, la obliga a girar de izquierda a derecha, de frente, de perfil, de espaldas, antes de lanzarla sobre el lecho. Puede vérsela con los senos erguidos, la cabeza vuelta a un lado, las piernas abiertas, una sobre la litera y la otra con el pie apoyado en el suelo, y distinguir el pubis saliente, absolutamente liso, y el anillo que atraviesa uno de los labios, al igual que los anillos de oro que antaño atravesaban el lóbulo de una oreja. Carl se inclina, su mano izquierda se acerca a las caderas de O, su mano derecha, que no se ve, abre un poco más la bata. ¿Es necesario seguir adelante?

El Tren Azul llegaba a París hacia las nueve.

A las ocho O, a quien una especie de indiferencia 1I incomprensible para ella formaba como una coraza en torno al corazón, había seguido, con paso 1I firme sobre los altos tacones, los pasillos que se11 paraban su cabina del vagón-restaurante, donde ir 1.[ había desayunado un café amargo acompañado I1 por huevos con bacon. Sir Stephen estaba sentado frente a ella. Los huevos estaban sosos; el olor de los cigarrillos y el movimiento del tren produjeron en O una ligera náusea. Pero cuando el seu1 do alemán vino a sentarse junto a Sir Stephen, ni la mirada que lanzó a los labios de O, ni el recuerdo de la docilidad con que lo había acariciado durante la noche la trastornaron. O no sabía qué era lo que la protegía, lo que le permitía mirar libremente los bosques y los prados que se deslizaban junto a ella, acechar el nombre de las estaciones.

Los árboles y la bruma ocultaban las casas alejadas de las vías; grandes armazones de hierro incrustados en cimientos jalonaban la campiña; apenas se distinguían los hilos eléctricos que iban de una a otra, cada trescientos metros, hasta el horizonte. En Villeneuve-Saint-George, Sir Stephen le propuso a O volver a sus cabinas.

Su vecino, poniéndose de pie de un salto, se cuadró y se dobló en dos para saludar a O. Un brusco viraje del tren lo hizo tambalear y caer sentado y O estalló de risa. ¿ Se sintió sorprendida cuando Sir Stephen -apenas O hubo entrado en su cabina, sin darle tiempo a nada-la dobló sobre las maletas que se apilaban en la banqueta levantándole la falda plisada? Se sintió maravillada y agradecida. Cualquiera que la hubiera visto así, de rodillas sobre la banqueta, el busto aplastado contra las maletas, completamente vestida, mostrando sus nalgas desnudas marcadas como cuero de maleta entre la chaqueta de su traje, las medias y las ligas que las sujetaban, la habría encontrado inevitablemente ridícula, y ella lo sabía. Nunca olvidaba, cuando la derribaban de ese modo, lo que hay de turbador, pero también de humillante y cómico, en una mujer con las faldas levantadas: algo más humillante todavía a causa de esa expresión que aparecía en el rostro de Sir Stephen, como antaño en el de René, cada vez que ponía a O a disposición de algún otro hombre.

Le resultaba dulce esa humillación que le infligían las palabras de Sir Stephen, cada vez que las pronunciaba. Pero ese dulzor no era nada comparado con la dicha, mezclada de orgullo, casi se podría decir que de gloria, que la colmaba cuando Sir Stephen la poseía, cuando se dignaba encontrar bastante de su gusto y de su agrado el cuerpo de ella como para meterse en él y habitarlo por un instante; O sentía que eso era algo que no podía pagarse con ningún sacrificio, con ninguna humillación. Todo el tiempo que la mantuvo traspasada, balanceándose contra él a causa del movimiento del tren, O no dejó de gemir. Con el último sobresalto y el postrer estrépito de los coches entrechocando al frenar el tren en la estación de Lyon, él se desprendió de ella y le dijo que se arreglara.

A la salida, en el terraplén de donde parten las grandes escaleras y donde se alinean los coches particulares, un muchacho con uniforme de suboficial de aviación se desapoyó de un vehículo negro, cerrado, no bien divisó a Sir Stephen. Saludó, abrió la portezuela, desapareció. Cuando O se hubo sentado en el asiento trasero, colocados ya sus bultos en el delantero, Sir Stephen se inclinó lo justo para besarle una mano y sonreírle una vez más y en seguida cerró la puerta.

No le había dicho nada, ni hasta pronto, ni nos veremos, ni adiós. O había creído que Sir Stephen subiría al coche con ella. El coche partió tan de prisa que no tuvo la suficiente presencia de ánimo como para llamarle y cuando se aplastó contra el cristal para hacerle una seña ya era muy tarde: Sir Stephen hablaba con su mozo de equipajes, vuelto de espaldas.

De golpe, como si arrancaran la venda de una llaga, la indiferencia que había protegido a O durante todo el viaje se desprendió de ella y una sola frase empezó en su cabeza a dar vueltas, vueltas, vueltas: No se ha despedido de mí, no me ha mirado siquiera. El coche enfilaba hacia el oeste, salía de París, O no veía nada.

Lloraba. Todavía tenía el rostro bañado en lágrimas cuando el coche, una media hora después, penetrando en un bosque a un lado de la carretera, se detuvo en un camino forestal sombreado por grandes hayas. Llovía, los vidrios subidos se habían empañado, el chófer echó hacia atrás el respaldo abatible de su asiento, saltó, extendió a O sobre la parte trasera.

El coche era tan bajo que los pies de O chocaron contra el techo cuando el muchacho le separó las piernas para penetrarla. El muchacho estuvo usándola más de una hora, sin que O pensara en rechazarlo ni por un instante, segura de que él tenía todo el derecho, y el único alivio que sintió, en la angustia en que la había sumido la brutal separación de Sir Stephen, fue el absoluto silencio con que el muchacho, poseyéndola una y otra vez, y dejando escapar apenas un gemido agudo en el instante de placer, llegó hasta el límite de sus fuerzas. Tendría unos veinticinco años, el rostro enjuto, duro y sensible y los ojos negros.