Monday, June 06, 2005

Historia de O - Capítulo IV - La Lechuza

O no acertaba a comprender que hubiera habido un tiempo en el que dudara en hablar a Jacqueline de lo que René, acertadamente, llamaba su verdadera condición. Ya le había dicho Anne-Marie que, cuando saliera de su casa, habría cambiado. Pero ella no creía que pudiera cambiar tanto. Le parecía perfectamente natural, con Jacqueline otra vez en casa, más radiante y más fresca que nunca, no esconderse ya para bañarse ni para vestirse. De todos modos, Jacqueline prestaba tan poca atención a todo aquello que no fuera ella misma que hasta dos días después de su llegada, al entrar de improviso en el cuarto de baño en el momento en que O, al salir de la bañera, hizo tintinear en el esmalte del borde los hierros de su vientre, no reparó en el disco que colgaba entre las piernas de O ni en las señales de los latigazos que le cruzaban los muslos y los senos.

-¿Qué tienes ahí? –le preguntó.


-Ha sido Sir Stephen –respondió O. Y añadió, como si fuera lo más natural-: René me entregó a él, y él me ha hecho poner una placa con su nombre. Mira.

Mientras se secaba con el albornoz, para permitirle tocar el disco y leer la inscripción, se acercó a Jacqueline, quien, de la impresión, se sentó en el taburete lacado. Después, se quitó el albornoz, se volvió y señaló con la mano la S y la H que tenía grabadas en las nalgas:

-También me hizo marcar con sus iniciales. Lo demás son golpes de fusta. Generalmente, me azota él mismo; pero hay veces en que me hace azotar por su criada negra.

Jacqueline la miraba sin pronunciar palabra. O se echó a reír y fue a darle un beso. Jacqueline, asustada, la rechazó y huyó hacia el dormitorio. O acabó de secarse tranquilamente, se perfumó y se cepilló el pelo. Se puso el ceñidor, las medias y las chinelas y, cuando, a su vez, entró en el dormitorio, su mirada tropezó en el espejo con la de Jacqueline quien estaba peinándose sin darse cuenta de lo que hacía.

-Apriétame el ceñidor –le dijo-. Parece que te asombra. ¿No te lo ha contado René, a pesar de estar enamorado de ti?

-No lo entiendo –dijo Jacqueline. Y, revelando de entrada qué era lo que más la sorprendía, añadió-: Pareces estar orgullosa. No lo entiendo.

-Cuando René te lleve a Roissy, lo comprenderás. ¿Ya te acuestas con él?

Una oleada de sangre invadió la cara de Jacqueline, quien movió negativamente la cabeza con tan poca naturalidad que O volvió a echarse a reír.

-Mientes, querida. Eres estúpida. Tienes perfecto derecho a acostarse con él. Pero éste no es motivo pare que me rechaces. Deja que te acaricie. Te hablaré de Roissy.

¿Temía Jacqueline que O le hiciera una violenta escena de celos y cedió porque se sentía aliviada, o fue por curiosidad, para obtener explicaciones de O, o, simplemente, porque le gustaban la paciencia, la lentitud y la pasión con que O acariciaba? Lo cierto es que cedió.

-Cuenta –dijo después a O.

-Sí, pero antes bésame la punta de los senos. Ya es hora de que empieces a acostumbrarte, si quieres servir de algo a René.

Jacqueline obedeció, y obedeció tan bien que hizo gemir a O.

-Cuenta –insistió.

Por fin y claro que fuera el relato de O, y pese a que ella misma era prueba material de cuanto decía, a Jacqueline le pareció delirante.

-¿Y vas a volver en septiembre? –le preguntó.

-Cuando regresemos del Mediodía. Yo misma te llevaré, o te llevará René.

-Ya me gustaría verlo –dijo Jacqueline-. Pero verlo nada más.

-Desde luego. Es posible –dijo O que estaba convencida de lo contrario.

Pero se decía que, si ella podía convencer a Jacqueline para que cruzara la verja de Roissy, Sir Stephen se lo agradecería. Después, los criados, las cadenas y los látigos se encargarían de enseñarla a obedecer. Ella sabía ya que, en la casa que Sir Stephen había alquilado cerca de Cannes, donde ella debía pasar el mes de agosto con René, Jacqueline y con él, además de la hermana menor de Jacqueline, que ésta había pedido permiso para llevar consigo –no porque quisiera hacerle un favor, sino porque su madre la atosigaba para que convenciera a O-, sabía que la habitación que ella ocuparía y en la que Jacqueline no podría negarse a dormir por lo menos la siesta, cuando René no estuviera, estaba separada de la habitación de Sir Stephen por un tabique, que parecía macizo y no lo era, y que consistía en un enrejado calado: bastaba con levantar una cortina para ver y oír lo que ocurriera al otro lado con la misma claridad que si estuviera uno de pie al lado de la cama.

Jacqueline estaría expuesta a la mirada de Sir Stephen mientras O la acariciara y, cuando se enterase, ya sería demasiado tarde. O se complacía en pensar que traicionaría a Jacqueline, pues se sentía insultada al ver que Jacqueline despreciaba aquella condición de esclava marcada y azotada, de la que O tan orgullosa se sentía.

O nunca había estado en el Mediodía. El cielo azul y fijo, el mar que apenas se movía, los pinos inmóviles bajo el sol, todo le pareció hostil y mineral.

-No son árboles de verdad –decía tristemente mirando los aromáticos bosques llenos de jaras y madroños, en los que todas las piedras y hasta los líquenes estaban tibios al tacto.

-El mar no huele a mar –decía también.

Le reprochaba que no escupiera más que alguna que otra alga amarillenta parecida al estiércol de caballo, que fuera demasiado azul y que lamiera la orilla siempre en el mismo sitio. Pero, en el jardín de la casa, que era una antigua granja remozada, se estaba lejos del mar. A derecha e izquierda, unas tapias altas protegían de los vecinos; el ala de la servidumbre daba al patio de entrada, en la otra fachada, y la fachada del jardín, en la que estaba la habitación de O, que se abría directamente a una terraza situada en el primer piso, estaba orientada al Este. La copa de unos grandes laureles negruzcos rozaba las tejas árabes que servían de parapeto a la terraza.

Un encañizado la protegía del sol de mediodía y las baldosas rojas del suelo eran iguales a las de la habitación. Salvo la pared que separaba la habitación de O de la de Sir Stephen –y era la pared de una gran alcoba, delimitada por un arco y separada del resto de la habitación por una especie de barrera parecida a la barandilla de una escalera, de madera torneada-, las restantes estaban encaladas. Las gruesas alfombras blancas extendidas sobre las baldosas eran de algodón y las cortinas, de lienzo amarillo y blanco. Había dos butacas cubiertas de la misma tela y colchones camboyanos azules, doblados en tres. Completaban el mobiliario una hermosa cómoda de nogal estilo Regencia y una mesa campesina, larga y estrecha, de madera clara, encerada, brillante como un espejo.

O colgaba su ropa en un ropero. La cómoda le servía de tocador. A la pequeña Natalie la habían instalado cerca de la habitación de O y, por las mañanas, a la hora en que sabía que O tomaba el sol en la terraza, iba a reunirse con ella y se tumbaba a su lado.

Era una muchachita muy blanca, de miembros bien moldeados y, sin embargo, esbelta, con ojos rasgados como los de su hermana, aunque negros brillantes, que le daban aspecto de china. Su negro cabello estaba corado por delante en un espeso flequillo y, detrás, en línea recta, a ras de la nuca. Tenía unos senos pequeños, firmes y trémulos y unas caderas de niña, apenas curvadas. También ella vio a O por sorpresa, al salir corriendo a la terraza donde creía encontrar a su hermana. O estaba sola, tendida boca abajo en uno de los colchones. Pero lo que repugnaba a Jacqueline a ella le hizo sentir envidia y deseo.

Interrogó a su hermana. Las respuestas con que Jacqueline creía escandalizarla, al contarle todo lo que O le había referido, no hicieron cambiar los sentimientos de Natalie, sino el contrario. Se había enamorado de O. Consiguió callarlo durante más de una semana, hasta un domingo por la tarde, en que se las ingenió para quedarse a solas con O.

Hacía menos calor que de costumbre. René, quien había estado nadando durante parte de la mañana, dormía en el sofá de una habitación fresca de la planta baja. Jacqueline, molesta al ver que prefería dormir, se reunió con O en su alcoba. El mar y el sol la habían dorado todavía más: su cabello, sus cejas, sus pestañas, el vello del vientre y las axilas parecían espolvoreados de plata y, como no iba en absoluto maquillada, sus labios tenían el mismo tono rosado que la carne del surco de su vientre.

Para que Sir Stephen –cuya presencia invisible, se decía O, ella hubiera adivinado, presentido, percibido, de haber estado en el lugar de Jacqueline-, pudiera verla bien, O procuró levantarle las piernas varias veces y mantenérselas abiertas a plena luz: la lámpara de la mesita de noche estaba encendida. Los postigos estaban cerrados y la habitación, casi a oscuras, pese a las rayas de luz que se filtraban a través de las rendijas de la madera. Jacqueline gimió más de una hora con las caricias de O y, al fin, con los senos erguidos, los brazos levantados, apretando los barrotes de la cabecera de la cama estilo italiano, empezó a gritar cuando O, separando los lóbulos de pálido vello, mordió lentamente la cresta de carne sobre la que se unían, entre los muslos, los finos y suaves labios. O la sentía arder, rígida bajo su lengua y la hizo gritar sin pausa hasta que se distendió bruscamente, con todos los resortes rotos, húmeda de placer. Luego, la envió a su habitación, donde se durmió; pero estaba ya despierta y arreglada cuando, a las cinco, René fue a buscarla para salir al mar con Natalie en una pequeña barca de vela, como solían hacer a última hora de la tarde, aprovechando la suave brisa que entonces se levantaba.

-¿Dónde está Natalie? –preguntó René.

Natalie no estaba en su habitación ni en la casa. La llamaron por el jardín. René se acercó al bosque de encinas que se extendía a continuación del jardín. Nadie contestó.

-Seguramente, ya estará en la cala –dijo René-. O en la barca.

Se fueron sin volver a llamarla. Fue entonces cuando O, quien estaba tumbada en una hamaca en la terraza, vio a través de la balaustrada a Natalie que corría hacia la casa. Se levantó y se puso la bata, pues hacía aún mucho calor y estaba desnuda. Se anudaba el cinturón cuando entró Natalie hecha una furia y se arrojó sobre ella.

-¡Ya se fue! ¡Por fin se fue! –gritó-. La he oído, O, os he oído a las dos. Estuve escuchando detrás de la puerta. Tú la besas y la acaricias. ¿Por qué no me acaricias a mí? ¿Por qué no me besas? ¿Es porque soy morena y no soy guapa? Ella no te quiere, O, y yo sí –y se echó a llorar.

<>, se dijo O. Hizo sentar a la niña en un sillón y sacó de la cómoda un pañuelo grande. (Era de Sir Stephen.) Cuando los sollozos de Natalie se hubieron calmado un poco, le secó las lágrimas. Natalie le pidió perdón y le besó las manos.

-Aunque no quieras besarme, O, deja que me quede a tu lado. Quiero estar siempre a tu lado. Si tuvieras un perro, dejarías que estuviera a tu lado. Si no quieres besarme, pégame, pero no me eches.

-Calla, Natalie, no sabes lo que dices –murmuró O en voz baja.

La pequeña, también en voz baja y abrazándose a las rodillas de O, respondió:

-OH, sí lo sé muy bien. La otra mañana, te vi en la terraza, vi las iniciales y los morados. Y me ha dicho Jacqueline...

-¿Qué te ha dicho?

-Dónde estuviste, O, y lo que te hacían.

-¿Te ha hablado de Roissy?

-Y también me ha dicho que tú... que tú estabas...

-¿Qué yo estaba...?

-Que llevas unas anillas de hierro.

-Sí. ¿Y qué más?

-Pues que Sir Stephen te azota todos los días.

-Sí, y va a venir enseguida. Máchate, Natalie.

Natalie no se movió de su asiento, levantó la cara hacia O, y O vio la adoración que había en sus ojos.

-Enséñame, O, te lo ruego. Quiero ser como tú. Haré todo lo que me digas. Prométeme que, cuando vuelvas a ese sitio que dice Jacqueline, me llevarás contigo.

-Eres demasiado joven –dijo O.

-No soy demasiado joven –gritó Natalie, furiosa-. Tengo más de quince años. No soy demasiado joven. Pregunta a Sir Stephen –porque él entraba en aquel momento.

Natalie obtuvo permiso para quedarse junto a O y la promesa de que la llevarían a Roissy. Pero Sir Stephen prohibió a O que le enseñara caricia alguna, que la besara, aunque fuera en al boca y que se dejara besar por ella. Quería que llegara a Roissy sin haber sido tocada por las manos ni por los labios de nadie. Por el contrario, ya que ella quería estar siempre con O, exigió que no se apartara de ella ni un instante, que viera cómo O acariciaba a Jacqueline y cómo le acariciaba y se entregaba a él, y cómo era azotada por él y por la vieja Nora. Los besos con que O sobre la boca de su hermana, hacían temblar a Natalie de celos y de odio. Pero cuando, acurrucada sobre la alfombra, en la alcoba, al pie de la cama de O, como la pequeña dinarzade al pie de la cama de Sheherezade, veía a O atada a la balaustrada de madera retorcerse bajo la fusta, a O de rodillas recibir humildemente en la boca el grueso miembro erguido de Sir Stephen, a O, prosternada, separarse las nalgas con sus propias manos para ofrecerle el camino de su grupa, Natalie no sentía más que admiración, impaciencia y envidia.

Tal vez O se fió demasiado de la indiferencia y la sensualidad de Jacqueline, tal vez Jacqueline, ingenuamente, consideró que prestarse a O podía hacer peligrar sus relaciones con René, lo cierto es que se retiró bruscamente. Hacia la misma época, pareció que empezaba a querer distanciarse de René, con quien pasaba casi todas las noches y todos los días. Nunca tuvo hacia él la actitud de alguien enamorado. Le miraba fríamente y, cuando le sonreía, la sonrisa no llegaba a los ojos. Aun admitiendo que se abandonara a él como se abandonaba a O, lo cual era probable, O estaba convencida de que aquel abandono no comprometía gran cosa a Jacqueline. A René, por el contrario, se le veía ciego de deseo ante ella, paralizado por un amor que él no había conocido hasta entonces, un amor lleno de inquietud, inseguro de ser correspondido y temerosos de desagradar.

Vivía y dormía en la misma casa que Sir Stephen y con O, y hablaba con ellos y, sin embargo, ni les veía ni les oía. Veía, oía, hablaba a través de ellos, más allá de ellos, tratando constantemente de alcanzar, en un esfuerzo mudo y agotador, parecido a los esfuerzos que se hacen en sueños para saltar en el tranvía que arranca, para asirse al parapeto del puente que se hunde, tratando de alcanzar la razón de ser, la verdad de Jacqueline que debía de existir en algún lugar dentro de su piel dorada, como, bajo la porcelana, el mecanismo que hace llorar a las muñecas.

<>, se decía O, <> Pero, ¿Qué era René al lado de Sir Stephen? Cuerda de heno, amarra de paja, cadenas de corcho, éstos eran los símbolos de los lazos con que había querido sugerirla él, para desecharla tan pronto. Pero, ¡qué seguridad, qué delicia la anilla de hierro que taladra la carne y pesa siempre, la marca que nunca se borra, la mano de un amo que te tiende un lecho de roca, el amor de un dueño que sabe apoderarse sin piedad de aquello que ama! Y O se decía que, a fin de cuentas, no había amado a René sino para aprender lo que era el amor y saber darse mejor, esclavizada y colmada, a Sir Stephen. Pero, al ver a René –que tan libre fuera con ella y a quien ella amaba por su libertad- moverse como envarado, como andando por el agua, con las piernas enredadas entre las hierbas de un estanque que parece inmóvil pero está cruzado por corrientes profundas, inflamaba a O de odio hacia Jacqueline. ¿Lo adivinó René o lo dejó traslucir ella, imprudente? Cometió un error.

Una tarde, fueron las dos a Cannes a la peluquería y después se sentaron en la terraza de la Réserve. Jacqueline, con pantalón pirata y jersey de lino negro, extinguía a su alrededor hasta la lozanía de los niños, tan lisa, dorada, dura y clara aparecía bajo el pleno sol, tan insolente, tan hermética. Dijo a O que tenía una cita con el director que había rodado en París, para unos exteriores, probablemente en las montañas situadas detrás de Saint-Paul-de-Vence. Allí estaba el muchacho, erguido y decidido. No hacía falta que hablara. Que estaba enamorado de Jacqueline era evidente. No había más que ver cómo la miraba. ¿Qué tenía de sorprendente? Lo sorprendente era Jacqueline. Recostada en uno de los grandes sillones basculantes de la terraza, le escuchaba hablar de fechas, de citas y de la dificultad de encontrar el dinero necesario para terminar la película. Tuteaba a Jacqueline, quien respondía con movimientos de cabeza, entornando los ojos. O estaba sentada frente a ella y el muchacho, entre las dos. No tuvo la menor dificultad en observar que Jacqueline, con los ojos entornados y al amparo de los párpados inmóviles, espiaba el deseo del muchacho, como hacía siempre, creyendo que nadie lo notaba. Pero lo asombroso era verla turbada por él, con los brazos a lo largo del cuerpo, sin sombra de sonrisa, grave como nunca la viera O ante René. Una sonrisa de apenas un segundo, cuando O se inclinó hacia delante para dejar en la mesa el vaso de agua helada y sus miradas se cruzaron, hizo comprender a O que Jacqueline se sabía descubierta. Pero no parecía inquieta. Fue O quien se sonrojó.

-¿Tienes calor? –preguntó Jacqueline-. En cinco minutos nos vamos. Además, te sienta muy bien.

Después, volvió a sonreír, pero esta vez con tan tierno abandono, levantando los ojos hacia su interlocutor, que parecía imposible que éste no se abalanzara para besarla. Pero no. Él era demasiado joven para saber el impudor que hay en la inmovilidad y el silencio.

Dejó que Jacqueline se levantara, le tendiera la mano y le dijera adiós. Ya lo llamaría ella. El se despidió también de la sombra que para él había sido O y, de pie en la acera, vio alejarse el Buick negro por la avenida, entre las casas, a las que el sol quemaba, y el mar excesivamente azul. Las palmeras parecían recortadas en hojalata, los transeúntes, muñecos de cera mal fundida, animados por un mecanismo absurdo.

-¿Tanto te gusta? –preguntó O a Jacqueline cuando el coche salía de la ciudad y tomaba la carretera de la cornisa alta.

-¿Te importa? –repuso Jacqueline.

-Importa a René –afirmó O.

-Lo que importa a René y a Sir Stephen y, si no he comprendido mal, a otros muchos, es que está muy mal sentada. Vas a arrugarte el vestido.

O no se movió.

-Y también creía –prosiguió Jacqueline- que nunca debías cruzar las rodillas.

Pero O no la escuchaba. ¿Qué le importaban las amenazas de Jacqueline? ¿Imaginaba que amenazando con esta falta venial impediría que ella la denunciara a René? No sería por falta de ganas si no lo hacía. Pero René no podría soportar la idea de que Jacqueline mintiera o de que quisiera disponer de sí misma. ¿Cómo hacer creer a Jacqueline que, si O callaba, sería para no ver a René perder la cabeza, palidecer por otra que no era ella y, tal vez, tener la debilidad de no castigarla? ¿Más aún, que sería por temor de ver volver contra ella la cólera de René, por ser portadora de malas noticias y delatora? ¿Cómo decir a Jacqueline que ella callaría sin que pareciera que deseaba hacer un trato de toma y daca con ella? Porque Jacqueline imaginaba que O tenía un miedo espantoso, un miedo que le helaba la sangre, de lo que le harían si Jacqueline hablaba.

Bajaron del coche en el patio de la casa sin volver a dirigirse la palabra, Jacqueline, sin mirar a O, arrancó un geranio blanco junto a la fachada. O la seguía lo bastante de cerca como para percibir el olor fino y penetrante de la homa aplastada entre sus dedos. ¿Creía que así disimulaba el olor del sudor que le pegaba al cuero el lino del jersey y le ponía unas manchas más oscuras en los sabacos? René estaba solo en la gran sala de baldosas rojas y paredes encaladas.

-Os habéis retrasado – les dijo cuando entraron-. Sir Stephen te espera aquí al lado –añadió dirigiéndose a O-. Te necesita. No está muy contento.

Jacqueline se echó a reír y O la miró y se sonrojó.

-Podríais haber elegido otro momento –dijo René, interpretando equivocadamente la risa de Jacqueline y el sonrojo de O.

-No es eso -dijo Jacqueline-. ¿No sabías que tu hermosa y obediente amiga no es tan obediente cuando tú no estás? Fíjate qué arrugado tiene el vestido.

O estaba de pie en medio de la sala, de cara a René. Él le dijo que se volviera, pero ella no pudo moverse.

-Además, cruza las rodillas –continuó Jacqueline-. Pero esto no se nota, desde luego. Y tampoco, que trata de conquistar a los chicos.

-Esto no es verdad –gritó O-. ¡Si has sido tú!

O saltó sobre Jacqueline y René la sujetó en el momento en que iba a golpearla. Se debatía entre sus manos, por el placer de sentirse la más débil, estar a su merced, cuando, al levantar la cabeza, vio a Sir Stephen en la puerta, mirándola. Jacqueline había retrocedido hasta el diván, con su pequeño rostro endurecido por el miedo y la cólera, y O sintió que René, aunque ocupado sujetándola a ella, sólo estaba pendiente de Jacqueline. Dejó de debatirse y, desesperada al verse pillada en falta por Sir Stephen, repitió, ahora en voz baja:

-No es verdad. Juro que no es verdad.

Sin una palabra, sin una mirada para Jacqueline, Sir Stephen hizo una seña a René para que soltara a O, y a O le indicó que pasara. Pero, al otro lado de la puerta, O sintió que la empujaba hacia la pared, que le asía el vientre y los senos y le abría la boca con la lengua, y gimió de felicidad y de alivio. La punta de sus senos se endurecía bajo la mano de Sir Stephen. Con la otra mano, él le palpaba tan rudamente el vientre que ella pensó que iba a desmayarse. ¿Se atrevería a decirle algún día que no había placer, ni alegría, ni fantasía que pudiera compararse con la felicidad que sentía por la libertad con que él se servía de ella, por la idea de que no le guardaba miramiento alguno ni ponía límite a la forma en que buscaba el placer en su cuerpo? La certeza que tenía de que, cuando él la tocaba, ya fuera para acariciarla o para golpearla, que, cuando le ordenaba algo, era únicamente porque lo deseaba, la certeza de que él no pensaba más que en su propio placer, colmaba a O de tal manera que, cada vez que tenía prueba de ello, o solamente cada vez que lo pensaba, se abatía sobre ella una capa de hierro, una coraza ardiente que le iba desde los hombros hasta las rodillas. Allí, de pie, apoyada contra la pared, con los ojos cerrados, murmurando que le quería cuando no le faltaba el aliento, sentía que las manos de Sir Stephen, aunque frescas como una fuente sobre su fuego, la hacían arder más todavía. El se apartó suavemente, dejó caer su falda sobre sus muslos húmedos y cerró el bolero sobre sus senos erguidos.

-Ven conmigo, O. Te necesito –le dijo.

Entonces, al abrir los ojos, O descubrió que en la habitación había alguien más. Aquella gran habitación, desnuda y encalada, parecida a la sala de la entrada, se abría también al jardín y, en la terraza que precedía al jardín, sentado en un sillón de mimbre, con un cigarrillo entre los labios, había una especie de gigante calvo, con un enorme vientre que le tensaba la camisa desabrochada y el pantalón de lino, que miraba a O. Se levantó y se acercó a Sir Stephen, quien empujaba suavemente a O ante él. O vio que de una cadenita que asomaba del bolsillo del reloj colgaba el disco de Roissy. Sir Stephen se lo presentó cortésmente, aunque sin darle otro nombre que el de El Comandante y, por primera vez desde que trataba con los afiliados de Roissy (aparte de Sir Stephen), O tuvo la sorpresa de ver que le basaban la mano. Entraron los tres en la sala, dejando el balcón abierto. Sir Stephen se acercó a la chimenea del ángulo y llamó.

Encima de la mesa china, al lado del sofá. O vio la botella de whisky, el sifón y los vasos. De modo que no era para pedir bebida. Vio también en el suelo, cerca de la chimenea, una gran caja de cartón blanco. El hombre de Roissy se había sentado en un sillón de mimbre, y Sir Stephen, de lado en la mesa redonda, balanceando una pierna. O, a quien indicaron el diván, se sentí dócilmente, después de levantarse la falda. Sentía en los muslos el suave piqué de algodón de la funda provenzal. Entró Nora.

Sir Stephen le dijo que desnudara a O y se llevara sus ropas. O se dejó quitar el bolero, la falda, el ceñidor que le apretaba el talle y las sandalias. En cuanto la hubo desnudado, Nora salió, y O, sumida de nuevo en el automatismo de la regla de Roissy, segura de que Sir Stephen no deseaba de ella más que absoluta docilidad, se quedó de pie en medio de la sala, con los ojos bajos.

En esta actitud, adivinó más que vio a Natalie entrar por el balcón abierto, vestida de negro como su hermana, descalza y callada. Seguramente Sir Stephen había hablado ya de Natalie, pues ahora se limitó a presentársela al visitante, quien no hizo comentario alguno, y a pedirle que sirviera ella las bebidas. En cuanto ella hubo repartido whisky, soda y hielo (y, en aquel silencio, el simple tintineo de los cubitos de hielo en el cristal hacía un ruido estremecedor), El Comandante, con el vaso en la mano, se levantó del sillón de mimbre en el que permaneció sentado mientras desnudaban a O y se acercó a ella. O creyó que con la mano libre le cogería un seno o el vientre. Pero no la tocó, contentándose con mirarla muy de cerca, desde la boca entreabierta hasta las rodillas ligeramente separadas. Dio la vuelta a su alrededor, atento a sus senos, sus muslos, sus caderas. Aquella atención sin una palabra, la presencia de aquel cuerpo gigantesco tan cerca, trastornaban a O de tal modo que no sabía si deseaba huir de él o, por el contrario, que la tumbara y la aplastara. Estaba tan azorada que levantó los ojos hacia Sir Stephen, en petición de socorro. Él comprendió, sonrió, se acercó a ella y, tomándole las dos manos en una de las suyas, se las unió a la espalda.

Ella se apoyó en él, con los ojos cerrados, y fue en un sueño, o por lo menos en el crepúsculo de un duermevela de agotamiento, al igual que, siendo niña, al salir de una anestesia, oyó hablar de ella a las enfermeras, que la creían aún dormida, de sus cabellos, de su tez pálida, de su vientre liso en el que apenas asomaba una pelusa, oyó ahora que el desconocido felicitaba a Sir Stephen, elogiando sus senos abultados, su cintura delgada y las anillas más gruesas y más largas que de costumbre. Entonces, se enteró también de que seguramente Sir Stephen había prometido prestarla la semana siguiente, pues el hombre le daba las gracias. Y entonces Sir Stephen, tomándola por la nuca, le dijo suavemente que despertara y que subiera a su habitación y le esperase allí con Natalie.

¿Merecía la pena sentirse tan turbada y que Natalie, loca de alegría por la idea de ver a O abierta por otro que no fuera Sir Stephen, bailara a su alrededor una especie de danza piel roja gritando:

-¿Cree que te entrará también en la boca, O? ¿No te has fijado cómo te miraba la boca? ¡Ah, qué suerte tienes de que te deseen así! Seguro que te azota con el látigo. Tres veces ha mirado las señales. Por lo menos, durante ese tiempo no pensarás en Jacqueline.

-¡Pero si no estoy pensando continuamente en Jacqueline! –dijo O-. Eres estúpida.

-No, no soy estúpida y sé muy bien que la echas de menos.

Era verdad, pero no del todo. Lo que O echaba de menos era a Jacqueline, sino un cuerpo de muchacha con el que pudiera hacer lo que quisiera. De no haberlo tenido prohibido, hubiera tomado a Natalie, y lo único que le impedía quebrantar la prohibición era la certeza de que, dentro de unas semanas, le entregarían a Natalie en Roissy y que sería ante ella, por ella y gracias a ella, cómo sería entregada Natalie. Ardía por suprimir aquella muralla de aire, de espacio, de vacío, que existía entre Natalie y ella, al tiempo que se deleitaba en aquella espera que le había sido impuesta. Se lo dijo a Natalie, quien movió negativamente la cabeza, con incredulidad.

-Si Jacqueline estuviera aquí y se dejara, la acariciarías.

-Claro que sí –dijo O, riendo.

-¿Lo ves...?

¿Cómo hacerle comprender –aunque, ¿valía realmente la pena?- que no, que O no estaba enamorada de Jacqueline, como tampoco lo estaba de Natalie, ni de ninguna muchacha en particular, sino de las muchachas en general y de la misma forma en que puede uno estar enamorado de su propia imagen, aunque siempre le parecieran las otras más hermosas y conmovedoras que ella? El placer que le producía ver a una muchacha jadear bajo sus caricias, cerrársele los ojos y erguirse la punta de sus senos bajo sus labios y sus dientes, introducirle la mano en el vientre y en la grupa –y sentirla contraerse en torno a sus dedos y oírla gemir-, era algo que le daba vértigo y era tan fuerte aquel placer porque le hacía presente el placer que ella proporcionaba a su vez cuando se contraía en torno al que la poseía y cuando gemía, con la diferencia de que ella no concebía poder entregarse a una mujer, sino sólo a un hombre. Le parecía, además, que las muchachas que ella acariciaba pertenecían por derecho al hombre al que pertenecía ella y que, si ella estaba allí, era para representarlo a él.

Si Sir Stephen hubiera entrado en su habitación mientras ella acariciaba a Jacqueline, aquellos días en que Jacqueline se reunía con ella a la hora de la siesta, sin el menor remordimiento, al contrario, con al placer total, hubiera separado con sus propias manos los muslos de Jacqueline si él hubiera querido poseerla, en lugar de limitarse a mirar a través del tabique calado. Podían lanzarla a la caza, era un ave de presa con dotes naturales que abatiría y traería la pieza.

Y precisamente... Mientras, con el corazón palpitante, recordaba los labios rosas y delicados de Jacqueline bajo el pelaje rubio de su vientre, en el anillo todavía más delicado y rosa entre sus nalgas que no se había atrevido a forzar más que tres veces, oyó moverse a Sir Stephen en su habitación.

Sabía que él podía verla aunque ella no le viera y, una vez más se sintió dichosa de aquella exposición constante, de estar encerrada en aquella cárcel de su mirada. Natalie estaba sentada en la alfombra blanca, en el centro de la habitación, como una mosca en la leche; pero O, de pie frente a la barriguda cómoda que le servía de tocador, sobre la cual se veía reflejada hasta medio cuerpo en un espejo antiguo, un poco verdosa y desdibujada, como en un estanque, recordaba uno de aquellos grabados de finales de siglo en el que las mujeres andaban desnudas en la penumbra de las casas, en pleno verano.

Cuando Sir Stephen empujó la puerta, ella se volvió tan aprisa, apoyando la espalda en la cómoda, que los hierros que colgaban entre sus piernas chocaron en uno de los tiradores de bronce y tintinearon.

-Natalie –dijo Sir Stephen-, trae la caja blanca que quedó abajo, en la segunda sala.

Al volver, Natalie dejó la caja encima de la cama, la abrió y, uno a uno, fue sacando y desenvolviendo de su papel de seda, los objetos que contenía y fue entregándolos a Sir Stephen. Eran máscaras. Eran a la vez máscaras y tocados hechos para cubrir toda la cabeza y no dejaban al descubierto, además de los ojos, por unas pequeñas ranuras, la boca y el mentón. Gavilán, halcón, lechuza, zorro, león, toro... eran sólo máscaras de animales de tamaño humano, pero hechas con la piel o las plumas del verdadero animal, con la órbita del ojo sombreada por pestañas cuando el animal tenía pestañas (como el león), y lo bastante largas como para cubrir los hombros de quien las llevara.

Bastaba ceñir una cincha bastante ancha, disimulada bajo aquella especie de capa que caía por la espalda, para que la máscara se amoldara estrechamente al labio superior (tenía un orificio para cada fosa nasal) y a las mejillas. Un armazón de cartón moldeado y endurecido, colocado entre el revestimiento exterior y el forro de piel, mantenía rígida la forma. Delante de espejo grande, en el que se reflejaba de cuerpo entero, O se probó todas las máscaras.

La más singular, y también la que más la transformaba y más natural le parecía, era una de las de lechuza (había dos), seguramente porque era de plumas leonadas y beige, color que se confundía con el de su piel tostada. La capa de plumas le ocultaba casi por completo los hombros, caía hasta media espalda y, por delante, hasta el nacimiento de los senos. Sir Stephen le hizo quitarse la pintura de los labios y, cuando se hubo despojado de la máscara, le dijo:

-Está bien, vas a ser la lechuza para El Comandante. Pero O, quiero pedirte perdón, te llevarán sujeta a una cadena. Natalie, trae del primer cajón de mi escritorio una cadena y unas pinzas.

Natalie le llevó la cadena y las pinzas con las que Sir Stephen abrió el primer eslabón que enganchó en la segunda anilla que O llevaba al vientre y volvió a cerrarlo. La cadena, parecida a las que se utilizan para pasear a los perros –y para eso había servido-, tenía una longitud de un metro y medio y terminaba en un mosquetón. Cuando O volvió a ponerse la máscara, Sir Stephen dijo a Natalie que tomara el extremo de la cadena y que diera unas vueltas por la habitación, caminando delante de O. Natalie dio tres vueltas, llevando a O, desnuda y con la máscara sujeta a la cadena por el vientre.

-Está bien –dijo Sir Stephen-. El Comandante tenía razón. También habrá que hacerte depilar por completo. Eso lo dejaremos para mañana. Por el momento, conserva puesta la cadena.

La misma noche, y por primera vez en compañía de Jacqueline y de Natalie, de René y de Sir Stephen, O cenó desnuda, con la cadena pasada entre las piernas hacia atrás y atada a la cintura. Servía Nora sola, y O procuraba rehuir su mirada: dos horas antes, Sir Stephen la había mandado llamar.

Fueron las laceraciones, frescas todavía, más que los hierros y que la señal de las nalgas lo que consternó a la muchacha del instituto de belleza en el que O fue a hacerse depilar al día siguiente. Por más que O le dijera que aquella depilación a la cera, en la que se arranca el pelo de raíz, no era menos dolorosa que un latigazo y que tratara incluso de explicarle si no cuál era su vida, por lo menos que era feliz, no hubo manera de calmar su espanto. Lo único que O consiguió con sus palabras fue que, en lugar de mirarla con compasión, como al principio, la mirase con horror. Por muy amablemente que diera las gracias, al terminar el servicio, cuando iba a salir de la cabina en la que había estado abierta como para el amor, por mucho dinero que dejase, le daba la impresión de que, en lugar de despedirla, la echaban. ¿Qué importaba? Era evidente que el contraste entre el vello de su vientre y las plumas de la máscara resultaba poco estético, como evidente era que aquel aspecto de estatua de Egipto que le daba la máscara y que sus hombros anchos, sus caderas finas y sus piernas largas acentuaban, exigía que su piel estuviera totalmente lisa. Pero únicamente las efigies de las diosas salvajes tienen alta y visible la ranura del vientre, entre cuyos labios aparecía la arista de labios más finos.

¿Se ha avisto alguna que estuviera taladrada por aros? O se acordó de la muchacha pelirroja y llenita que estaba en casa de Anne-Marie y que decía que su amo o utilizaba la anilla de su vientre más que para atarla a la cama, y también que quería que estuviera depilada porque sólo así estaba desnuda del todo.

O temía desagradar a Sir Stephen, a quien tanto le gustaba atraerla hacia sí tirando del vello de su vientre, pero se equivocaba: Sir Stephen la encontró más conmovedora y, cuando ella se puso la máscara y se limpió la pintura de los labios, la acarició casi tímidamente como a un animal al que se quiere domesticar. No le había dicho nada acerca del lugar al que deseaba llevarla, ni sobre la hora en que debían partir, ni quiénes serían los invitados del Comandante. Pero durmió con ella el resto de la tarde y, por la noche, ordenó que les sirvieran a los dos la cena en su habitación. Salieron a las once, en el Buick.

O iba envuelta en una gran capa de montaña color castaño y calzaba zuecos de madera. Natalie, con jersey y pantalón negro, la llevaba sujeta por la cadena cuyo mosquetón estaba enganchado al brazalete que llevaba en la muñeca derecha. Conducía Sir Stephen. La luna, casi llena, estaba alta e iluminaba con manchas como de nieve la carretera, los árboles y las casas de los pueblos, dejando todo lo demás en una negrura de tinta china. Todavía se veían grupos de personas en las puertas y, al paso de aquel coche cerrado (Sir Stephen no había bajado la capota), se percibía cierto revuelo de curiosidad. Ladraban los perros. Donde daba la luz, los olivos parecían nubes de plata flotando a dos metros del suelo y los cipreses, plumas negras.

En aquel paisaje, que la noche convertía en fantástico, nada parecía real más que el olor de la saliva y el espliego. La carretera subía continuamente y, sin embargo, el mismo aire caliente envolvía la tierra. O se quitó la capa. Allí no la veían; ya no había nadie. Diez minutos después, pasado un bosque de robles verdes, en lo alto de una cuesta, Sir Stephen aminoró la marcha ante una tapia en la que había una puerta cochera que se abrió al acercarse el automóvil.

Aparcó en un ante patio, mientras alguien cerraba la puerta de la tapia. Bajó de coche e hizo bajar a Natalie y a O, quien, por orden suya, dejó en el coche la caja y los zuecos. La puerta que él empujó se abría a un claustro porticado estilo Renacimiento del que sólo quedaban tres lados y, por el cuarto, el patio embaldosado comunicaba con una terraza, embaldosada también. Una decena de parejas bailaban en la terraza y el patio y, en mesitas iluminadas por velas, había mujeres muy escotadas y hombres con chaquetilla blanca. El tocadiscos estaba situado debajo de la galería de la izquierda y un buffet, debajo de la de la derecha. Pero la luna iluminaba tanto como las velas y, cuando dio de lleno en O, a la que conducía Natalie, que era como una pequeña sombra negra, los que la vieron dejaron de bailar, y los hombres que estaban sentados se pusieron de pie. El camarero que se ocupaba del tocadiscos, al notar que ocurría algo, dio media vuelta y, estupefacto, paró el disco. O dejó de avanzar. Sir Stephen, inmóvil dos pasos detrás de ella, esperaba también. El Comandante apartó a los que se habían agrupado en torno a O y empezaban ya a llevar antorchas para verla mejor.


-¿Quién es? –preguntaban-. ¿A quién perteneces?

-A ustedes, si la quieren –respondió.

Y se llevó a Natalie y a O a un rincón de la terraza en el que había un banco de piedra, recubierto por una colchoneta y adosado a un muro bajo. Cuando O estuvo sentada, con la espalda apoyada en el muro y las manos descansando en las rodillas Natalie, en el suelo, a la izquierda, a sus pies, todavía con la cadena enganchada a la pulsera, él se alejó. O lo buscó con la mirada y, al principio, no alcanzaba a verle. Después lo adivinó: estaba tendido en una tumbona en el otro extremo de la terraza. Podía verla y ella se sintió más tranquila.

Volvía a sonar la música y las parejas bailaban de nuevo. Algunas se acercaban a ella como por casualidad, sin dejar de bailar. Luego, una lo hizo sin disimulo, y era la mujer la que arrastraba al hombre. O les miraba fijamente con los ojos muy abiertos bajo su plumaje, como los ojos del ave nocturna que figuraba. Era tan fantástico su aspecto que lo que parecía más natural –el que la gente le hiciera preguntas- no se le ocurrió a nadie, como si hubiera sido una lechuza de verdad, sorda al lenguaje humano, y muda.

Desde la medianoche hasta que, hacia las cinco, el día empezó a blanquear el cielo por el Este, a medida que la luna se debilitaba mientras caía por el Oeste, se acercaron a ella varias veces, la tocaron, varias veces la rodearon, varias veces le abrieron las rodillas, le levantaron la cadena, acercaron uno de aquellos candelabros de dos brazos de cerámica provenzal –y ella sentía que la llama de las velas le calentaba el interior de los muslos-, para ver cómo estaba sujeta la cadena.

Hubo incluso un norteamericano borracho quien la asió riendo, pero, cuando se dio cuenta de que tenía en la mano la carne y el hierro que la atravesaba, se serenó bruscamente, y O vio asomar a su rostro el horror y el desprecio que había visto también en el de la muchacha que la había depilado. Una jovencita, vestida de blanco, con traje de primer baile, los hombros al aire, una gargantilla de perlas, dos rosas de té en la cintura y sandalias doradas en los pies, a instancias del muchacho que la acompañaba, se sentó al lado de O, a su derecha. Luego, él le tomó la mano y le obligó a acariciar los senos de O, quien se estremeció al contacto de aquella mano fresca y suave, a tocar el vientre de O, y las anillas, y el orificio por el que pasaba el hierro. La joven obedecía en silencio y, cuando el muchacho le dijo que él le haría otro tanto, no esbozó siquiera un movimiento de retroceso. Pero ni aun utilizándola de esta modo tomándola como modelo u objeto de demostración, nadie le dirigió la palabra ni una sola vez. ¿Era acaso de piedra o de cera, o una criatura de otro mundo, o creían que sería inútil hablarle, o tal vez no se atrevían?

Cuando se hizo de día y se fueron todos los invitados, Sir Stephen y El Comandante, después de despertar a Natalie, quien se había quedado dormida a los pies de O, hicieron levantarse a O, la llevaron al centro del patio, le quitaron la cadena y la máscara y, tendiéndola sobre una mesa, la poseyeron uno tras otro.


En un último capítulo, que fue suprimido, O volvía a Roissy, donde Sir Stephen la abandonaba.

Existe otro final de la historia de O. Y es que, al darse cuenta de que Sir Stephen va a dejarla, ella prefiere la muerte. Y él accede.