Thursday, June 09, 2005

Retorno a Roissy - primeros capítulos

RETORNO A ROISSY


Las páginas que siguen son una continuación de La Historia de O. En ellas se propone deliberadamente la degradación y, por tanto, nunca podrían haberse integrado a la novela.

P.R. (Pauline Réage)
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Ahora, todo parecía regularizado: septiembre se aproximaba. A mediados de septiembre, O debía regresar a Roissy, llevando a Natalie, y a René, recién llegado de un viaje al norte de África, y conducir allí a Jacqueline -al menos eso era lo que él dejaba entender. El tiempo que permanecerían Natalie y O recluidas era algo que, sin duda, dependía, para O, de la decisión que tomara Sir Stephen y, para Natalie, de los amos o del amo que le fueran asignados en Roissy. Pero en esa calma de los proyectos ya previstos y seguros, O se sentía inquieta, como si presintiera un peligro, algo así como una provocación del destino:

Esa misma certidumbre por la cual todos los que se hallaban a su alrededor actuarían como estaba decidido. La alegría de Natalie era pareja a su impaciencia, y había en esa alegría algo de la ingenuidad y de la confianza de los niños cuando esperan que se cumplan las promesas de las personas mayores. No se trataba del poder que O reconocía que Sir Stephen tenía sobre ella lo que había eliminado en Natalie el más mínimo vestigio de duda, la sumisión en la que O se encontraba era tan absoluta y tan permanentemente inmediata que Natalie no podía siquiera imaginar -tanta era la admiración que sentía por 0- que nadie pudiera poner ningún obstáculo a Sir Stephen, puesto que O se arrodillaba ante él.

Por muy dichosa que se sintiera, y precisamente porque se sentía dichosa, O no se atrevía a creer -y tampoco osaba atemperar-la impaciencia y la alegría de Natalie. De tiempo en tiempo, sin embargo, cuando Natalie se ponía a canturrear en voz baja, O la obligaba a callarse, para conjurar la suerte. Estaba en guardia para no poner nunca el pie sobre las líneas de juntura de las losas de la calle, para no tirar la sal, para no cruzar nunca los cuchillos y para no poner jamás el pan al revés. y lo que Natalie no sabía, lo que ella no se atrevía a decirle era que si le gustaba tanto que la azotaran se debía, aparte el placer que sentía, hasta cierto grado, al hecho de que la felicidad la embargaba al sentirse abandonada más allá de su propia voluntad, y una vez superado el límite del placer O pagaba su dicha, en cierto modo, mediante el dolor y la humillación -humillación, porque no podía dejar de suplicar, no podía dejar de gritar al mismo tiempo que gozaba, quizá garantizando, de esa forma supersticiosa, la continuidad del placer. Ah, poder quedarse inmóvil para que el tiempo también se inmovilice! O detestaba el alba y el crepúsculo, cuando todo cambia, abandonando sus formas primitivas para adoptar otras formas, de manera tan traidora y tan triste.

El hecho de que René la hubiera entregado a Sir Stephen, además de las facilidades que ella misma había otorgado a la transacción, porque también ella quería cambiar, ¿no hacían asimismo probable que Sir Stephen pudiera también cambiar a su vez? De pie y desnuda frente a su cómoda ventruda, con bronces labrados en falso estilo chino, dibujando personajes de sombreros picudos semejantes a los sombreros de playa que usaba Natalie, O se dio cuenta un día de que había algo nuevo en la conducta de Sir Stephen para con ella. En primer lugar, ahora exigía que, en su habitación, O fuera siempre desnuda. Ya no se le permitía usar siquiera unas sandalias, ni llevar puestos collares, ni lucir joya ninguna. Pero eso no era nada. Si Sir Stephen, lejos de Roissy, deseaba ordenar unos reglamentos que le recordaban Roissy, ¿acaso O debía asombrarse? Había cosas más graves.

Por supuesto, O se acordaba muy bien, la noche del baile, cuando Sir Stephen debía entregarla a su huésped. Indudablemente, él mismo la había poseído, muchas veces, en presencia de René, por ejemplo, o de Anne-Marie, y también, después de algún tiempo, en presencia' de Natalie. Pero nunca, hasta esa noche, había diferencia de Sir Stephen? No se trataba de que aparentara no mirarla, sino al contrario; reía y, sin duda, gozaba con sus huéspedes al tiempo que éstos se aprovechaban de ella, pero tan a sus anchas, con un desapego tan notorio, que O dudó si no hubiera preferido el rencor o el desprecio a ese olvido tan repentino en que se encontraba y del que Sir Stephen hacía ostentación. En los ojos del malayo, que no la había tocado, O leyó desprecio y una especie de extraña piedad que le fue mucho más intolerable, mientras se abandonaba en las manos de los otros dos hombres, deshecha y jadeante, con la falda manchada. Indudablemente, O había complacido a los hombres, puesto que regresaron solos, al día siguiente, alrededor de las once. En esta ocasión, Sir Stephen los hizo subir directamente a la habitación de O, donde ésta se encontraba desnuda. Cuando los hombres se marcharon, O se puso a sollozar.

«¿Por qué, O?», le preguntó Sir Stephen, aunque sabía perfectamente la razón, así como el modo de que desapareciera la desesperación que sentía O por haber sido vista en su propia habitación y, ante él tratada como no lo sería una chica de burdel, y sobre todo, como si él mismo la tomara como tal.

Él le dijo que ella no tenía derecho a elegir dónde, cómo ni a quién debía servir, no más que a juzgar sus sentimientos. Acto seguido, la hizo flagelar, con tanta crueldad que, por un instante, O se sintió consolada. Ello no impidió que, pasadas las lágrimas y el agudo dolor, volvieran los sentimientos que previamente la habían espantado: ¿acaso podía haber otro motivo que no fuera la consecución de su propio placer -¿sentiría placer todavía?- para que la obligara a prostituirse? ¿Acaso le servía ella como moneda de intercambio? Y en ese caso, ¿para intercambiar qué? Tal vez al ofrecer su cuerpo Sir Stephen pagara, comprara algo, pero ¿qué? Una imagen atroz y grotesca le atravesó el espíritu: la caballería de San Jorge. Sí, tal vez, sin saberlo, O fuera la representación más baja de esa imagen, arrodillada y apoyada sobre los codos, cabalgada por desconocidos.

Y si Sir Stephen la hacía golpear, lo más probable es que no se debiera a otra cosa que para domarla mejor. y bien, ¿de qué se asombraba ella ahora?, ¿de qué se quejaba? Todavía atada a la balaustrada, junto a su cama, donde al parecer Sir Stephen había decidido dejarla y donde efectivamente la dejó durante casi tres horas, O escuchaba en el recuerdo su voz, su propia voz que tanto la había turbado, cuando él le había dicho tan lentamente, la primera noche en que se apoderó de ella, abofeteándola, destrozándole a golpes los riñones, lo que deseaba obtener de ella, lo que obtendría, por pura sumisión y obediencia, es decir: todo aquello que ella se imaginaba que no otorgaría más que por amor.

¿De quién podía ser la culpa, sino de ella misma, teniendo en cuenta que a él le bastaba hacerla azotar para que ella se le entregara plenamente? Si de alguien debía sentir horror ¿no era de sí misma? Y si él usaba de ella para otras finalidades que no fueran su exclusivo placer, ¿de qué se le podía culpar? «Oh, sí, siento horror de mí misma -se decía o-. ¿Tendré el valor de lamentarme de haber sido engañada, de no haber sido advertida cien veces, mil veces? ¿Acaso ignoro para qué estoy hecha?» Pero no sabía si sentía horror de sí misma por ser una esclava... o por no serlo lo bastante. No era ni lo uno ni lo otro; se horrorizaba de ya no ser amada. ¿Qué había hecho, qué había dejado de hacer para que ya no la quisiera? Qué loca estás, O, como si tuviera algo que ver con los méritos, como si pudieras hacer algo. Los hierros que le oprimían el vientre, la marca que le cruzaba los riñones, eso era ella; se había mostrado altanera porque esas marcas proclamaban que aquel que se las había impuesto la amaba lo bastante como para apropiarse de ella. ¿Acaso valía de algo sentir vergüenza ahora, cuando si él ya no la amaba aquellas marcas indicarían para siempre que ella le pertenecía? Ya que después de todo, él seguía deseando que ella le perteneciera.

Llegó el 15 de septiembre; O, Natalie y Sir Stephen seguían allí. Pero ahora le tocaba a Natalie el turno de las lágrimas: su madre la reclamaba, y debería regresar al pensionado a fin de mes. En caso de que tuviera que marchar a Roissy, O iría sola. Sir Stephen encontró a O sentada en su butaca, con la jovencita llorando sobre sus rodillas. O le entregó a Sir Stephen la carta que había recibido: Natalie debía marcharse en el espacio de dos días.

- «Usted me lo prometió –dijo la chiquilla-, usted lo prometió...»

- «No es posible, pequeña mía», dijo Sir Stephen.

- «Si usted lo quisiera, sería posible», replicó Natalie.

Sir Stephen no contestó.

O acariciaba los cabellos finos como seda; que rozaban sus rodillas desnudas.

Efectivamente, si Sir Stephen lo hubiera querido de veras, sin duda O habría podido obtener de la madre de Natalie que le permitiera conservar con ella a la niña durante quince días más, con el pretexto de llevarla al campo en las cercanías de París. Habría bastado con una partida, una visita. Y, en quince días, Natalie... Era indudable, pues, que Sir Stephen había cambiado de opinión. Estaba de pie frente a la ventana, de cara al jardín. O se inclinó sobre la pequeña, le cogió la cabeza, acarició los ojos desbordantes de lágrimas. Lanzó una breve miraba: Sir Stephen no se inmutaba. O cogió la boca de Natalie.

Fueron los gemidos de Natalie los que hicieron volverse a Sir Stephen, pero no por eso O la soltó sino que, al contrario, la echó sobre la alfombra y se deslizó junto a ella. En dos pasos, Sir Stephen se colocó al lado de ambas. O escuchó cómo encendía una cerilla, y sintió el olor de su cigarrillo: fumaba negro, como un francés. Natalie tenía los ojos cerrados.

-Desnúdala, O, y acaríciala -dijo él de repente-. Luego me la entregarás. Pero, antes, ábrela tú un poco. No quiero hacerle demasiado daño.

¿Era eso todo? ja, si sólo hiciera falta entregarle a Natalie! ¿Estaba enamorado de ella? Más; bien parecía como si deseara, en el momento mismo en que ella hubiera desaparecido, poner fin a algo, destruir una quimera. Rolliza y dulce, Natalie era sin embargo grácil y más pequeña que O.

Sir Stephen parecía al menos dos veces más grande que ella. Sin un solo movimiento, se dejó desnudar por O, y extender sobre el lecho, del que O había quitado la colcha. Sin un solo movimiento se dejó acariciar, gimiendo cuando O la desfloraba, apretando los dientes cuando la mano intrusa la hería. Pronto la mano de O se cubrió de sangre. Pero Natalie no empezó a gritar hasta sentir en ella el peso de Sir Stephen.

Era la primera vez que O veía a Sir Stephen gozando a alguien que no fuera ella, y la primera además que veía su rostro en el momento del placer. ¡Cómo se ocultaba! Sí, aplastaba contra su vientre la cabeza de Natalie, apretando sus cabellos entre las manos, al igual que hacía con los cabellos de O; O se convenció de que Sir Stephen obraba así sólo para sentir mejor la caricia de la boca que lo absorbía, justo en el momento de correrse en ella, pero que no le importaba de qué boca se tratara, siempre y cuando fuera lo bastante dócil y ardiente como para satisfacerlo. Natalie no contaba para nada. y O, ¿estaba segura de contar para algo? «Le amo -repetía en voz muy baja-, le amo», sin atreverse a tutearlo ni siquiera con el pensamiento. En su rostro desencajado, los ojos grises de Sir Stephen resplandecían entre los párpados casi cerrados como dos tilos de luz. Los dientes también brillaban entre los labios entreabiertos.

Por un instante, pareció desarmado, hasta sentir que O lo observaba: entonces abandonó el río por el que se deslizaba, ese río por el que O tan a menudo había creído deslizarse con él, echada junto a él en la barca que transporta a los amantes. Pero, sin duda, eso no era cierto. Indudablemente habían estado solos, cada uno por su lado, y tal vez no era casualidad que cuando él se abismaba en ella su rostro permaneciera escondido. Lo más probable es que quisiera estar solo y lo de hoy fuera un azar. O vio en ello una señal funesta; la señal de que ella se había convertido en algo lo bastante indiferente para Sir Stephen como para que ya no se tomara siquiera la molestia de esconderse. De todos modos, fuera cual fuera la interpretación que se hiciera, era imposible no ver en aquello una garantía, una libertad que hubiera debido, si O no hubiera dudado de ser amada, llevarla a sentirse ligera, orgullosa, dulce, feliz. Ella se lo dijo.

Cuando Sir Stephen se marchó, dejándole entre los brazos a la pequeña Natalie, acurrucada contra ella, ardiente y murmurante de orgullo, O la vio dormirse, y extendió sobre las dos la sábana y la liviana colcha. No, él no estaba enamorado de Natalie. Pero, sin duda, estaba en otra parte, ausente de sí mismo y, quizá, ausente también de ella. O nunca se había inquietado por el medio de vida de Sir Stephen, René nunca le había hablado al respecto. Era evidente que era un hombre rico, a la manera misteriosa en que lo Son los aristócratas ingleses, cuando lo son, todavía. ¿De dónde provenían sus ingresos?

René trabajaba para una sociedad de importación y exportación; René decía: «Tendré que viajar a Argel a comprar yute, a Londres a adquirir lana, a ver porcelanas, necesito trasladarme a España a buscar cobre»; René tenía una oficina, tenía socios, empleados. No estaba muy claro cuál era la importancia exacta de su situación pero, después de todo, esa situación existía, y las obligaciones i que le comportaba eran innegables. Sir Stephen podría tener una situación semejante, que fuera, [quizás, la que motivara su estancia en París y sus viajes y, soñaba O no sin espanto, su afición por Roissy (una afición que, en el caso de René, parecía simplemente consecuencia de la casualidad: «Un amigo con el que me encontré y que me llevó», decía René, y O le creía).

¿Qué sabía ella de Sir Stephen? Sabía que pertenecía al clan de los Campbell, cuyo sombrío estandarte, negro,. Azul-negro y verde es el mas hermoso de ESCOCIA y el de peor fama (los Campbell traicionaron a los Estuardo en la época del joven Pretendiente); que poseía, en las Tierras Altas del Noroeste, frente al mar de Irlanda, un castillo de granito, pequeño y compacto, construido a la francesa por un antepasado del siglo XVIII, exactamente igual a un malouiniere. ¿Pero qué malouniere tuvo jamás por marco unos prados como aquellos, unas enredaderas tan suntuosas por marco? -Te llevaré el año que viene, con Anne-Marie -había dicho Sir Stephen, mientras un día mostraba a O unas fotos.

Pero, ¿quién habitaba aquel castillo? ¿Qué familia tenía sir Stephen? O sospechaba que había sido, y tal vez seguía siendo, un funcionario de alto rango. Algunos de sus compatriotas, más jóvenes que él, le decían Sir, brevemente, como subordinados que se dirigieran a un superior. O sabía perfectamente que existe todavía, en las islas británicas, un prejuicio, o una costumbre, muy singular: todo hombre debe comprometerse a no hablar nunca a su mujer ni de negocios, ni del trabajo ni de dinero. ¿Por respeto, por desprecio?. Se ignora. Pero es imposible hacer de ello un agravio. Y O tampoco lo deseaba. Hubiera querido únicamente estar segura de que el silencio de Sir Stephen respecto a ella no tenía otro motivo.

Y, al mismo tiempo, anhelaba que rompiera ese silencio para poder asegurarle que, si tenía cualquier preocupación, estaba dispuesta a servirlo en lo que fuera, si era capaz.

Al día siguiente de la partida de Natalie, a quien le habían reservado una plaza en el coche del Tren Azul, y dos días antes de la partida de O y de Sir Stephen, que viajarían en el mismo tren, ya que Sir Stephen había insistido en que ésa fuera exactamente la fecha, y no la fecha en que debía viajar Natalie, del mismo modo en que había insistido en regresar por tren y no en coche, O terminó por decirle, mientras acababan el desayuno, que habían tomado los dos juntos, y después de que la vieja Norah llevara el café, O, enardecida porque cuando se había levantado y había pasado por su lado, él, maquinalmente quizá, como se hace con un gato o un perro, le había acariciado las nalgas, O terminó por decirle, en voz muy baja, que aunque temía molestarlo, deseaba asegurarle que lo serviría en lo que él quisiera. Él la miró primero con ternura, la hizo ponerse de rodillas, y le acarició los senos, pero después, cuando ella se alzó y quedó de pie ante él, su mirada cambió.

-Lo sé -dijo-. Los dos hombres del otro día.

-¿Los alemanes? -le interrumpió O.

-No son alemanes -dijo Sir Stephen-, pero no importa. Simplemente quería advertirte que uno de ellos viajará en el mismo tren que nosotros. Cenaremos juntos en el coche-restaurante. Arréglate de forma que sienta deseo por ti y haz que se reúna contigo en tu cabina.

-Bien -dijo O, sin preguntar el motivo, aunque estaba segura de que en esta ocasión sí existía una razón.

Se sentía desesperada por no poder darse cuenta cabalmente si en todas las anteriores ocasiones Sir Stephen la había prostituído sin motivo y, por así decirlo, gratuitamente, o si todo había sido un plan deliberado para acostumbrarla hasta hacer de ella un instrumento -un instrumento ciego- de algo muy distinto a su exclusivo placer.

Aquí se inserta una escena breve, vista como una secuencia de película: en medio de la noche, el pasillo de un coche de primera clase del Tren Azul. Un hombre alto, pesado y rubicundo, al que se ve sólo de espaldas, avanza por el corredor y golpea con el puño en la cabina número 11. Se entreabre la puerta, aparece un rostro muy dulce, y en la abertura de la puerta corrediza se distingue un cuerpo desnudo cubierto apenas por un peinador. Es entonces cuando la joven dice:

-¿Es usted, corazón mío?

y de inmediato, al comprender su error:

-Oh, perdón.

Pero el hombre extiende una mano abierta con una medalla en la palma: resaltando en acero sobre un fondo de oro, el triskel de Roissy. O lo mira sin pronunciar palabra y abre del todo la puerta. En el balanceo del tren, los silbidos del vapor y el tacatá-tacatá de los vagones, O y Carl, de pie los dos a la luz de la lamparilla, se miran a la cara. Carl, en voz baja dice:

-Eso era muy gentil, repítelo.

-No estoy obligada -responde O.

-¿Eso crees?

O mueve negativamente la cabeza, con la mirada baja.

-Enciende la luz -dice Carl, y O extiende la mano para accionar la lámpara diminuta colocada al lado del lecho. " La cortina sobre la ventanilla del compartimento no ha sido bajada. Bajo un cielo de luna llena se percibe una campiña negra y blanca en la que el viento hace inclinar los álamos a lo largo de una ribera y la luna que corre entre las nubes. Carl lleva puesta una gruesa y larga bata oscura y unas zapatillas de cuero lustrado. Se afloja el cinto y se nota que O hace un esfuerzo para no mirar. Él también se percata de eso y, en la estrechez de la cabina, hace caer el peinador de O, la obliga a girar de izquierda a derecha, de frente, de perfil, de espaldas, antes de lanzarla sobre el lecho. Puede vérsela con los senos erguidos, la cabeza vuelta a un lado, las piernas abiertas, una sobre la litera y la otra con el pie apoyado en el suelo, y distinguir el pubis saliente, absolutamente liso, y el anillo que atraviesa uno de los labios, al igual que los anillos de oro que antaño atravesaban el lóbulo de una oreja. Carl se inclina, su mano izquierda se acerca a las caderas de O, su mano derecha, que no se ve, abre un poco más la bata. ¿Es necesario seguir adelante?

El Tren Azul llegaba a París hacia las nueve.

A las ocho O, a quien una especie de indiferencia 1I incomprensible para ella formaba como una coraza en torno al corazón, había seguido, con paso 1I firme sobre los altos tacones, los pasillos que se11 paraban su cabina del vagón-restaurante, donde ir 1.[ había desayunado un café amargo acompañado I1 por huevos con bacon. Sir Stephen estaba sentado frente a ella. Los huevos estaban sosos; el olor de los cigarrillos y el movimiento del tren produjeron en O una ligera náusea. Pero cuando el seu1 do alemán vino a sentarse junto a Sir Stephen, ni la mirada que lanzó a los labios de O, ni el recuerdo de la docilidad con que lo había acariciado durante la noche la trastornaron. O no sabía qué era lo que la protegía, lo que le permitía mirar libremente los bosques y los prados que se deslizaban junto a ella, acechar el nombre de las estaciones.

Los árboles y la bruma ocultaban las casas alejadas de las vías; grandes armazones de hierro incrustados en cimientos jalonaban la campiña; apenas se distinguían los hilos eléctricos que iban de una a otra, cada trescientos metros, hasta el horizonte. En Villeneuve-Saint-George, Sir Stephen le propuso a O volver a sus cabinas.

Su vecino, poniéndose de pie de un salto, se cuadró y se dobló en dos para saludar a O. Un brusco viraje del tren lo hizo tambalear y caer sentado y O estalló de risa. ¿ Se sintió sorprendida cuando Sir Stephen -apenas O hubo entrado en su cabina, sin darle tiempo a nada-la dobló sobre las maletas que se apilaban en la banqueta levantándole la falda plisada? Se sintió maravillada y agradecida. Cualquiera que la hubiera visto así, de rodillas sobre la banqueta, el busto aplastado contra las maletas, completamente vestida, mostrando sus nalgas desnudas marcadas como cuero de maleta entre la chaqueta de su traje, las medias y las ligas que las sujetaban, la habría encontrado inevitablemente ridícula, y ella lo sabía. Nunca olvidaba, cuando la derribaban de ese modo, lo que hay de turbador, pero también de humillante y cómico, en una mujer con las faldas levantadas: algo más humillante todavía a causa de esa expresión que aparecía en el rostro de Sir Stephen, como antaño en el de René, cada vez que ponía a O a disposición de algún otro hombre.

Le resultaba dulce esa humillación que le infligían las palabras de Sir Stephen, cada vez que las pronunciaba. Pero ese dulzor no era nada comparado con la dicha, mezclada de orgullo, casi se podría decir que de gloria, que la colmaba cuando Sir Stephen la poseía, cuando se dignaba encontrar bastante de su gusto y de su agrado el cuerpo de ella como para meterse en él y habitarlo por un instante; O sentía que eso era algo que no podía pagarse con ningún sacrificio, con ninguna humillación. Todo el tiempo que la mantuvo traspasada, balanceándose contra él a causa del movimiento del tren, O no dejó de gemir. Con el último sobresalto y el postrer estrépito de los coches entrechocando al frenar el tren en la estación de Lyon, él se desprendió de ella y le dijo que se arreglara.

A la salida, en el terraplén de donde parten las grandes escaleras y donde se alinean los coches particulares, un muchacho con uniforme de suboficial de aviación se desapoyó de un vehículo negro, cerrado, no bien divisó a Sir Stephen. Saludó, abrió la portezuela, desapareció. Cuando O se hubo sentado en el asiento trasero, colocados ya sus bultos en el delantero, Sir Stephen se inclinó lo justo para besarle una mano y sonreírle una vez más y en seguida cerró la puerta.

No le había dicho nada, ni hasta pronto, ni nos veremos, ni adiós. O había creído que Sir Stephen subiría al coche con ella. El coche partió tan de prisa que no tuvo la suficiente presencia de ánimo como para llamarle y cuando se aplastó contra el cristal para hacerle una seña ya era muy tarde: Sir Stephen hablaba con su mozo de equipajes, vuelto de espaldas.

De golpe, como si arrancaran la venda de una llaga, la indiferencia que había protegido a O durante todo el viaje se desprendió de ella y una sola frase empezó en su cabeza a dar vueltas, vueltas, vueltas: No se ha despedido de mí, no me ha mirado siquiera. El coche enfilaba hacia el oeste, salía de París, O no veía nada.

Lloraba. Todavía tenía el rostro bañado en lágrimas cuando el coche, una media hora después, penetrando en un bosque a un lado de la carretera, se detuvo en un camino forestal sombreado por grandes hayas. Llovía, los vidrios subidos se habían empañado, el chófer echó hacia atrás el respaldo abatible de su asiento, saltó, extendió a O sobre la parte trasera.

El coche era tan bajo que los pies de O chocaron contra el techo cuando el muchacho le separó las piernas para penetrarla. El muchacho estuvo usándola más de una hora, sin que O pensara en rechazarlo ni por un instante, segura de que él tenía todo el derecho, y el único alivio que sintió, en la angustia en que la había sumido la brutal separación de Sir Stephen, fue el absoluto silencio con que el muchacho, poseyéndola una y otra vez, y dejando escapar apenas un gemido agudo en el instante de placer, llegó hasta el límite de sus fuerzas. Tendría unos veinticinco años, el rostro enjuto, duro y sensible y los ojos negros.

Retorno a Roissy - Prólogo

Prólogo
UNA MUCHACHA ENAMORADA


Cierto día, una muchacha enamorada dijo al hombre que amaba: yo también podría escribir una de esas historias que te gustan... ¿Tú crees?, respondió él. Se encontraban dos o tres veces a la semana, pero nunca en las vacaciones, nunca en los fines de semana. Cada uno robaba a la familia o al trabajo el tiempo que pasaban juntos. En las tardes de enero y de febrero, cuando los días se alargan y el sol envía desde el oeste reflejos rojos sobre el Sena, se paseaban sobre las orillas, por el Quai de Grands-Augustins, por el de la Tournelle, se abrazaban bajo la sombra de los puentes. Un vagabundo les gritó una vez: ¿Quieren que les pague una habitación? Sus refugios cambiaban a menudo. El viejo coche, que la chica conducía, los llevaba al Zoo para ver las jirafas, o a Bagatelle, en primavera, para ver los lirios y las clemátides, o en otoño, los ásteres. Ella anotaba los nombres de los ásteres: azul niebla, violeta, rosa pálido, sin saber por qué, pues jamás ha podido plantarlos (y, sin embargo, volveremos a encontrarnos con los ásteres). Pero Vicennes, o el Bosque, eso está lejos. En el Bosque te encuentras con personas que te reconocen. Quedaban las habitaciones, en efecto. La misma muchas veces seguidas. U otras, según el azar. Hay extrañas dulzuras en la luz mortecina de los cuartos de alquiler en los hoteles de las estaciones; el lujo modesto de la gran cama que, al partir, abandonamos con las sábanas deshechas, tiene sus encantos. Llega un momento en que no se puede separar el ruido de las palabras y de los suspiros del ronroneo continuo de los motores y del chirrido de los neumáticos que sube desde la calle. Durante muchos años, estos momentos furtivo s y tiernos, durante la tregua que sigue al amor -piernas mezcladas y abrazos deshechos-, habían sido arrullados por esas charlas, en las que los libros ocupan el primer lugar. Los libros representaban su única libertad total, su patria común,. sus verdaderos viajes;
ellos habitaban los libros como otros el hogar familiar; tenían en los ljbros sus compatriotas y sus hermanos; los poetas habían escrito para ellos, las cartas de antiguos amantes les llegaban a través de la oscuridad de lenguajes arcaicos, de costumbres y de modas desaparecidas -y todo se leía en voz baja, dentro de la habitación ignorada, sórdido y milagroso torreón donde, a ciertas horas, las olas de fuera venían en vano a golpear.
No disponían de una noche entera. Era preciso, de pronto, a talo cual hora -el reloj siempre en la muñeca- volver a salir. Era preciso volver cada uno a su calle, a su casa, a su cuarto, a su lecho de todos los días, volver junto a aquellos a quienes nos liga otra forma de inexpiable amor, a los que por el azar, la juventud o por nosotros mismos nos hemos entregado de una vez por todas, y a los que no se puede abandonar ni herir cuando se está en el corazón de sus vidas. Él, en su cuarto, no estaba solo. Ella estaba sola en el suyo. Una tarde, después de aquel «¿Tú crees?» de la primera página, y sin tener la menor idea de que encontraría un día en un catastro el apellido Réage y que se permitiría tomar prestado el nombre de pila de dos célebres desvergonzadas, Pauline Borghese y Pauline Roland, una tarde, aquella para quien hablo ahora, y con todo derecho, ya que si yo no tengo nada de ella, ella lo tiene todo de mí, y antes que nada la voz, una tarde, digo, esta joven, en lugar de coger un libro antes de dormirse, acostada con las piernas encogidas, como un perrillo, y sobre el lado izquierdo, con un lápiz negro en la mano derecha, comenzó a escribir la historia que había prometido.


La primavera estaba por irse. Los cerezos japoneses de los grandes parques parisienses, los árboles de Judea, las magnolias junto a las albercas, los saúcos al borde de los viejos terraplenes del ferrocarril suburbano, estaban sin flores. Los días no terminaban, y la luz de la mañana penetraba a horas insólitas a través incluso de las polvorientas cortinas negras de la defensa pasiva, últimos vestigios de la guerra. Pero, bajo la luz de la pequeña lámpara en la cabecera del lecho, la
mano que tenía el lápiz coma sobre el papel sin preocuparse de la hora ni de la claridad. La muchacha escribía como se habla en la oscuridad al que uno ama, cuando las palabras de amor han sido retenidas demasiado tiempo y se derraman por fin. Por primera vez en su vida escribía sin vacilaciones, sin tregua, tachaduras ni rechazos, escribía como se respira, como se sueña. El ronquido continuo de los coches se debilitaba, ya no se oía golpear las puertas. París se sumía en el silencio. Ella escribía aún a la hora de los basureros y al despuntar el alba. Fue la primera noche que pasó entera, como sin duda pasan las suyas los sonámbulos, separada de sí misma, o, ¿quién sabe?, entregada a sí misma. A la mañana siguiente numeró las páginas del cuaderno que contenían los dos comienzos que ustedes conocen, ya que si leen esto, es que se han tomado el trabajo de leer toda la historia, y hoy saben más de ella que lo que la muchacha sabía en aquel momento. Ahora sólo faltaba levantarse, lavarse, vestirse, peinarse, ceñirse el arnés, repetir la sonrisa de cada día, la muda sonrisa de costumbre.


Mañana, no, pasado mañana, ella entregaría el cuaderno. Trataba de leer en seguida. Por otra parte, esa cita resultó ser de esas a las que uno acude para decir que no puede acudir, cuando se sabe demasiado tarde que es necesario renunciar al encuentro y ya es imposible prevenir al otro. Y ya fue una suerte que él pudiera escaparse. Si no hubiera sido así, ella habría esperado una hora, habría regresado al día siguiente, a la misma hora en el mismo sitio, según las viejas reglas de la clandestinidad. Él hablaba de escaparse porque los dos empleaban un lenguaje de prisioneros a los que su prisión no subleva, y quizá se daban cuenta de que, si la soportaran mal, ellos serían también mal soportados, sintiéndose entonces culpables por haber escapado de ella. La idea de que era necesario volver a entrar daba todo su valor al tiempo robado, que se establecía fuera del tiempo verdadero, en una especie de extraño y eterno presente. A medida que el tiempo pasaba sin traerles más libertad, debieran haberse sentido acosados por los años que se encogían delante de ellos. Pero no. Los obstáculos de cada día, de cada semana -espantosos domingos sin cartas, sin teléfono, sin una palabra ni la posibilidad de una mirada, espantosas vacaciones de los mil demonios, sin que nunca faltase alguien que preguntara: «¿En qué piensas?»-, les bastaban para Se lo dio en cuanto él subió al coche en el que atormentarse, para temer siempre que el otro huella lo esperaba, a pocos metros de una encrucija- biera cambiado. No pedían ser felices, pero, una da, en una pequeña calle cerca de una estación de vez habiéndose reconocido, rogaban temblando metro y de un mercado. (No la busquen, hay mu- que aquello durase, Dios mío, que durase... que chas semejantes, y poco importa cuál sea.) No se uno de ellos no se convirtiera, de pronto, en un extraño para el otro, que subsistiera esa fraternidad inesperada, más rara que el deseo, más preciosa que el amor -o que quizá era el amor, a fin de cuentas. Es cierto que todo era un riesgo: un encuentro, un vestido nuevo, un viaje, un poema desconocido. Pero nada les impediría correr esos riesgos. Sin embargo, ese día, el más grave era el cuaderno. ¿Y si los fantasmas que allí aparecían indignaban a su amante, o, peor, lo aburrían, o peor todavía, le parecían ridículos? No por lo que esos fantasmas eran, ciertamente, sino porque procedían de ella, pues raramente se perdona a quienes se ama las libertades que uno permite a todos los demás. A ella le parecía que obraba mal al tener miedo: «Continúa -decía él-. ¿Qué es lo que sucede después? ¿Lo sabes?». Ella lo sabía.
Lo iba descubriendo cada vez. Durante todo el fin del verano, durante el transcurso del otoño, en la playa tórrida de uhatriste población con balneario y, de regreso, en un París rojo y quemado, ella escribió lo que sabía. Cada diez páginas, cada cinco páginas, capítulos o fragmentos de capítulos, metía en un sobre, con las señas de un apartado postal, sus hojas del mismo formato que el bloc original, escritas a veces con lápiz, a veces con un bolígrafo «Bic», o con una estilográfica de punta fina. No guardaba ni copias, ni borrador. Pero el correo es seguro. La historia todavía no estaba terminada, y el hombre seguía reclamando su lectura en voz alta, cada vez que volvían a encontrarse en un París otoñal; y ya fuera en el coche negro, a media tarde, en una calle muy transitada y triste del distrito trece, hacia la Butte-aux-Cailles, donde uno cree vivir aún en los últimos años del siglo pasado, o bien al borde del canal SaintMartin, donde los puentes parecen chinos, la muchacha que leía se veía obligada a interrumpirse, una u otra vez, porque es posible imaginar, en silencio, el peor y el más ardiente de los detalles, imaginarIo y escribirlo, pero no es posible leer en voz alta lo que fue soñado en noches interminables.



Un día, sin embargo, el relato se detuvo. Delante de O no hubo nada más que esa muerte hacia la cual ella oscuramente corría con todas sus fuerzas, y que le es concedida en dos líneas. En cuanto a saber cómo el manuscrito de su historia llegó a las manos de J ean Paulhan, he prometido no decirlo, como no decir tampoco el verdadero nombre de Pauline Réage, confiando en la cortesía de quienes lo conocen para que ese nombre continúe sin ser divulgado el tiempo suficiente como para que me parezca imposible romper esta promesa. Por lo demás, nada es más falaz e inestable que una identidad. Si se puede creer, como lo creen centenares de millones de hombres, que vivimos muchas vidas, ¿por qué no creer también que en cada una de nuestras vidas somos el lugar de encuentro de muchas almas? ¿Quién soy yo, al fin, se pregunta Pauline Réage, sino la parte largo tiempo silenciosa de alguien, la parte nocturna y secreta, que nunca se traiciona públicamente por un acto, por un gesto, ni aun por una palabra, pero que comunica por los subterráneos de lo imaginario con sueños tan viejos como el mundo? De dónde me venían esas ensoñaciones repetidas y tan lentas, justo antes de dormir, siempre las mismas, donde el amor más puro y el más violento autorizaba siempre, o más aún, exigía siempre el más atroz abandono, donde infantiles imágenes de cadenas y de látigos agregaban a la sumisión los símbolos de la sumisión, yo de todo eso no sé nada. Solamente sé que me resultaban beneficiosas, que me protegían misteriosamente y que, a la inversa de las ensoñaciones razonables que giraban en torno a la vida diurna, intentaban organizarla, domesticarla. Jamás he sabido domesticar mi vida. Sin embargo, todo sucedía como si esas extrañas visiones ayudaran a ella, como si algún rescate hubiese sido pagado por los delirios y las delicias de lo imposible: los días que seguían a esas noches eran extrañamente apacibles, mientras que el sabio ordenamiento del porvenir y las previsiones del sentido común se veían, una y otra vez, desmentidos por los acontecimientos. Así he llegado a comprender muy pronto que no era necesario ocupar las horas vacías de la noche amueblando residencias ideales, inexistentes pero posibles, e incluso realizables, donde los parientes y los amigos se sentirían dichosos por estar juntos (ioh, quimera!); pero que se podía, sin temor, dedicarse al arreglo de castillos clandestinos, a condición de poblarlos de muchachas enamoradas, prostituidas por el amor, y triunfantes en sus cadenas. Tampoco los castillos de Sade, descubiertos mucho después de que hubieran sido edificados los míos en el silencio, me han sorprendido jamás, y lo mismo puedo decir de sus Amigos del Crimen: yo tenía ya mi propia sociedad secreta, más pequeña e inofensiva. Pero Sade me ha hecho comprender que todos somos carceleros y que todos estamos presos, en el sentido de que siempre hay en nuestro interior alguien a quien nosotros mismos encadenamos, encerramos y hacemos callar. Por un curioso golpe de retroceso, sucede que la prisión misma se abre a la libertad. Los muros de una celda, la soledad, así como también la noche, la mayor de las soledades, la tibieza de las sábanas, el silencio, liberan a este desconocido a quien negamos la luz.

Escapa de nosotros y se escapa sin fin, a través de los muros, a través de las edades y de las prohibiciones. Pasa de uno a otro, de una época a otra, de un país a otro, adopta un nombre u otro. Los que hablan por él no son sino traductores, a quienes, sin que se sepa por qué les ha sido permitido, por un instante, coger algunos hilos de esta red inmemorial de ensoñaciones proscritas. En resumidas cuentas, ahí van quince años, ¿por qué no yo?




Lo que apasionaba a aquel para quien yo escribía esta historia, añade ella, era la relación que acaso dicha historia tenía con mi propia vida.
¿Podría suceder que ella fuese la imagen deformada o inversa de la otra? ¿ Que fuese su sombra irreconocible, por estar apretada como la de un caminante bajo el sol del mediodía, o también irreconocible por alargarse diabólicamente, como la que se proyecta delante de aquel que vuelve del mar atlántico, sobre la playa vacía, cuando el sol se acuesta entre llamas detrás de él?
Entre lo que yo creía ser y lo que yo contaba y creía inventar veía una distancia tan radical y un tan profundo parentesco que no me reconocía a mí misma. Sin duda, yo sólo aceptaba mi vida con tanta paciencia (o pasividad, o debilidad) porque estaba segura de que volvería a encontrar, a mi antojo, esta otra vida oscura que nos consuela de la vida, que no se confiesa, ni se comparte. Y he aquí que, gracias a aquel a quien yo amaba, la he confesado, y, en adelante, la compartiría con quien quisiera, tan prostituida en el anonimato de un libro como lo está en el libro esta muchacha sin rostro, sin edad, sin apellido, y hasta sin nombre. Jamás me ha hecho él preguntas sobre ella. Porque sabía que ella era una idea, una nube de humo, un dolor, la negación de un destino. Pero ¿y los otros? ¿René, Jacqueline, Sir Stephen, Anne-Marie? ¿Y los lugares, las calles, los jardines, las casas, París, Roissy? ¿Y las circunstancias? Ésas sí creía conocerlas. René, por ejemplo (nombre nostálgico), era el recuerdo, no, la huella de un amor adolescente, o mejor, de una esperanza de amor que nunca había tenido existencia, ya que René nunca había sospechado siquiera que yo pudiera amarlo. Pero Jacqueline sí lo había amado. Y antes que a él, a mí. lacqueline, por lo tanto, había sido mi primera desdicha de amor. Quince años, tanto ella como yo, y a lo largo de todo el curso me estuvo persiguiendo quejándose de mi frialdad. No bien las vacaciones la hicieron desaparecer, yo empecé a despertar, a despegarme de aquella frialdad. Escribía. Julio, agosto, septiembre, tres meses durante los cuales aceché en vano la llegada del cartero. Pero al menos escribía. Aquellas cartas lo habían echado todo a perder. Los padres de Jacqueline le prohibieron volver a verme y por ella, inscrita en otro curso, comprendí que «aquello era un pecado».

¿Y qué quería decir pecado? ¿Qué era lo que se me reprochaba? El día ha dejado de ser puro... Había reinventado a Rosaline y Celia con toda inocencia... y la inocencia no perdura. Falta decir que Jacqueline, la verdadera Jacqueline, no figura en la historia más que por su nombre y sus cabellos claros. El personaje de la historia es, más bien, una joven actriz despreciativa y pálida, con la cual desayuné una mañana en la Rue de Esperon. El viejo que le proporcionaba sus joyas, sus vestidos, su coche, me eligió como testigo: «¿Es bella, verdad?». Sí, era muy bella. No la he vuelto a ver jamás. ¿Y acaso René es ese personaje en el que yo me habría podido convertir, en caso de haber nacido hombre? ¿Devoto a otro hombre, has- : ta el punto de entregárselo todo, sin encontrar anacrónica esa relación de vasallo a soberano?.

Me da miedo. Mientras que la Jacqueline imaginaria era, por excelencia, la extranjera. Sin embargo, me hizo falta mucho tiempo para darme cuenta de que en otra vida, una chica como ella -a la cual yo admiraba con desesperación- me había quitado a mi amante. Y por eso me vengué, enviándola a Roissy: yo, que pretendía dejar de lado todo sentimiento de venganza, me vengué, y ni siquiera fui capaz de advertir el hecho. Inventar una historia es una trampa horrible, extraña.



A Sir Stephen sí lo vi con mis propios ojos. El amante que yo tenía entonces, y del que acabo de hablar, me lo mostró, una tarde, en un bar cerca de los Campos Elíseos. Sentado a medias en un taburete contra el mostrador de caoba, silencioso, tranquilo, con ese aire de príncipe de ojos grises que fascina a los jovencitos y a las mujeres, mi amante me lo mostró y me dijo: «No comprendo cómo las mujeres no prefieren hombres como ése en vez de jóvenes de treinta años». Mi amante no tenía treinta años siquiera. Yo no le respondí: «Es que los prefieren». Me quedé mirando largo rato al desconocido, que no se fijaba siquiera en mí. Cincuenta años tal vez, inglés con toda seguridad. ¿Y qué más? Nada. Pero esa relación muda, unilateral, entre el desconocido y yo, fue puesta en claro al reaparecer diez años más tarde, en medio de la oscuridad horadada por el brillo de la lámpara situada a la cabecera de mi lecho, y la mano sobre el papel hizo renacer a aquel desconocido con una significación nueva más veloz incluso que la reflexión. De Anne- Marie no puedo decir nada seguro. Una amiga mía (a la que respeto, y no respeto con facilidad a la gente) podría muy bien ser Anne-Marie, si no fuera (mi amiga) la pureza y el honor personificados: Anne-Marie podría tener de mi amiga su resolución, su rigor, su desenvoltura y esa forma nítida y directa de ejercer su oficio. A decir verdad, los oficios en cuestión (el oficio de O, el de Anne-Marie, puta o alcahueta, si hay que hablar claro), son algo que desconozco. Un gran escritor que se mostró escandalizado al pensar que mi obra no era otra cosa que las memorias de una Belle -confesando también, a modo de excusa, que no la había leído- se engañó dos veces: no se trata de unas memorias y, además, no soy una Belle, por más cortés que pueda ser la expresión. Digamos, para dejarlo contento, que se trata más bien de una vocación frustrada. Después de hacer la lista de los personajes que aparecen, como en el teatro, ¿tiene interés precisar los lugares de la acción?.



Pertenecen a todo el mundo. La Rue de Poitiers y un reservado en La Pérouse, la habitación de un meublé cerca de la Bastilla, con un espejo en el techo, las calles del barrio de Saint-Germain, los muelles llenos de sol de la isla de Saint-Louis, los pedregales secos y blancos de la Provenza y también la presencia de Roissy-en-France, que se percibe en el curso de una breve caminata de primavera, apenas algo más que un nombre sobre un mapa; sin duda no hay nada inventado, ni siquiera los ásteres, de los que ya dije que volveríamos a encontrarlos. Tampoco son inventadas -robadas, más bien: tardíamente pido perdón, aunque fue un robo producto de la admiración- las máscaras de Léonor Fini. Al parecer, también robé el salón de una dama, para hacer del mismo un uso abominable: convertirlo, nada menos, que en el salón de Sir Stephen, iimagínense! Esa dama me lo dijo a mí misma, sin saber con quién estaba hablando (nunca se sabe con quién se habla). Lo cierto es que nunca he entrado en la casa de esa dama, que nunca he visto su salón. No he visto jamás (y ni siquiera sabía que existía) la casa escondida en una oquedad donde, después de muchos años, una chica a la que el azar me hizo volver a ver ofrecía al hombre al que amaba -y que la vigilaba mediante un falso espejo adosado a la pared, utilizando también un micrófono- los espectáculos que Sir Stephen exigía de o: abandonarse a desconocidos, que él se encargaba de reclutar y que él le imponía. No, yo no he copiado la historia de esa chica, ni me he inspirado en ella para contar mi historia. PerQ una vez que se deslinda la zona fantástica de aquélla mediante la cual se recuperan las obsesiones (siendo la repetición jnfinita de placeres y sevicias tan necesaria como absurda e irrealizable) todo se ensambla fielmente, lo vivido y lo soñado, todo se descubre comúnmente compartido en el universo de una misma locura: y si nos atrevemos a mirarlo a la cara, horrores, maravillas, sueños y mentiras, todo es conjura y liberación.


Pauline Réage


Retorno a Roissy Título original: Retour a Roissy Traducción: Álvaro Castillo Licencia editorial para Bibliotex, S. L.
@ 1998 UNIDAD EDITORIAL, por acuerdo con Bibliotex, S. L.
para esta edición.
Diseño portada: ZAC diseño gráfico Ilustración: Toño Benavides

ISBN: 84-8130-054-3 Depósito legal: B. 22110-1998 Impresión y encuadernación:
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