Sunday, February 05, 2006

Historia de O - Capitulo I - Los amantes de Roissy



Capitulo 1º
Los Amantes de Roissy



Un día, su amante lleva a O a dar un paseo por un lugar al que nunca van el parque Monceau. Junto a un ángulo del parque, en la esquina de una calle en la que no hay estación de taxis, después de pasear por el parque y de haberse sentado al borde del césped, ven un coche con contador, parecido a un taxi.

-Sube –le dice él.

Ella sube al taxi. Está anocheciendo y es otoño. Ella viste como siempre: zapatos de tacón alto, traje de chaqueta con falda plisada, blusa de seda y sombrero. Pero lleva guantes largos que le cubren las bocamangas y, en su bolso de piel, sus documentos, la polvera y la barra de labios. El taxi arranca suavemente sin que el hombre haya dicho una sola palabra al conductor. Pero baja las cortinillas a derecha e izquierda y también detrás; ella se quita los guantes, pensando que él va a abrazarla o que quiere que le acaricie. Pero él le dice:

-El bolso te estorba. Dámelo –ella se lo da.

El hombre lo deja lejos de su alcance y añade-: Estás demasiado vestida. Desabróchate las ligas y bájate las medias hasta encima de las rodillas. Ponte estas ligas.

Ella siente cierto apuro, el taxi va más aprisa y teme que el conductor vuelva la cabeza. Por fin, las medias quedan arrolladas. Le produce una sensación de incomodidad el sentir las piernas desnudas bajo la seda de la combinación. Además, las ligas sueltas le resbalan.

-Quítate el liguero y el slip.

Esto es fácil. Basta pasar las manos por detrás de los riñones y levantarse un poco. El guarda el liguero y el slip en el bolsillo y le dice:

-No debes sentarte sobre la combinación y la falda. Levántalas y siéntate con la carne al desnudo directamente en el asiento.

El asiento está tapizado de molesquín frío y resbaladizo. Da angustia sentirlo pegado a los muslos. Él le dice:

-ahora ponte los guantes.

El taxi sigue corriendo, y ella no se atreve a preguntar por qué René no se mueve ni dice nada, ni qué significado puede tener para él que ella permanezca inmóvil y muda, interiormente desnuda y accesible, y tan enguantada, en un coche negro que va no se sabe dónde. El no le ha dado orden alguna, pero ella no se atreve a cruzar las piernas ni a juntar las rodillas. Apoya las enguantadas manos en la banqueta, una a cada lado.

-Hemos llegado –dice él de pronto.

El taxi se detiene en una hermosa avenida, debajo de un árbol – son plátanos-, ante una mansión que se adivina entre el patio y el jardín, parecida a las del barrio de Saint-Germain. Los faroles están un poco lejos, el interior del coche está a oscuras, y afuera llueve.

-Quédate quieta – dice René-. No te muevas.

Acerca la mano al cuello de la blusa, deshace el lazo y desabrocha los botones. Ella se inclina ligeramente hacia delante, pensando que él desea acariciarle los senos. No. El sólo palpa el tirante lo corta con una navajita y le saca el sostén. Ahora, debajo de la blusa, que él vuelve a abrochar, ella tiene los senos libres y desnudos, como libres y desnudas tiene las caderas y el vientre, desde la cintura hasta las rodillas.

-Escucha – le dice él-. Ahora estás preparada. Yo te dejo. Bajarás del coche y llamarás a la puerta. Seguirás a la persona que abra y harás lo que te ordene. Si no entraras en seguida, saldrían a buscarte; si no obedecieras, te obligarían a obedecer. ¿El bolso? No vas a necesitarlo. No eres más que la muchacha que yo entrego. Sí, sí, yo también estaré. Vete.

Otra versión del mismo comienzo era más brutal y más simple: la mujer, vestida de este modo, era conducida en el coche por su amante y un amigo de éste, a quien ella no conocía. El desconocido iba al volante y el amante, sentado al lado de la mujer. Era el amigo, el desconocido, el que explicaba a la mujer que su amante debía prepararla, que le ataría las manos a la espalda, por encima de los guantes, le soltaría y enrollaría las medias, le quitaría el liguero, el slip y el sostén y le vendaría los ojos. Que, después, la entregarían en el castillo donde recibiría instrucciones sobre lo que debía hacer. Efectivamente, una vez así desvestida y atada, tras media horade carretera, la ayudaban a bajar del coche, le hacían subir unos escalones y cruzar una o dos puertas, siempre con los ojos vendados. Al quitarle la venda, ella se encontraba sola en una habitación oscura, donde la tenían una hora o dos, no sé, pero fue como un siglo. Después, cuando por fin se abría la puerta y se encendía la luz, se veía que había estado esperando en una habitación muy trivial y confortable, aunque extraña: con una gruesa alfombra en el suelo, pero sin un mueble, rodeada de armarios empotrados. Dos bonitas jóvenes habían abierto la puerta. Vestían como las doncellas del siglo XVIII: con faldas largas, ligeras y vaporosas que les ocultaban los pies, corpiños muy ajustados, que levantaban el busto, atados, abrochados por delante y encaje en el escote y en las bocamangas que les llegaban al codo. Llevaban los ojos y la boca pintados, así como una gargantilla muy ajustada al cuello y pulseras ceñidas a las muñecas.

Sé que entonces soltaron las manos de O, todavía atadas a la espalda, y le dijeron que debía desnudarse, que la bañarían y maquillarían. La desnudaron y guardaron sus ropas en uno de los armarios. No dejaron que se bañara sola y la peinaron como en la peluquería, sentándola en uno de esos sillones que se inclinan hacia atrás cuando te lavan la cabeza, y que vuelven a enderezarse cuando te ponen el secador, después del marcado. Esto acostumbra a durar por lo menos una hora. Y tardaron, efectivamente, más de una hora, durante la cual ella permaneció sentada en aquel sillón, desnuda, sin poder cruzar las piernas, ni siquiera juntar las rodillas. Y, como delante tenía un gran espejo que cubría toda la pared, en la que no había tocador, cada vez que su mirada tropezaba con el espejo, se veía así, abierta.

Cuando estuvo peinada y maquillada, con los párpados sombreados ligeramente, la boca muy roja, los pezones rosados y el borde de los labios del vientre carmín, perfume largamente pasado por el vello de las axilas y del pubis, en el surco formado por l cuerpos y otro espejo adosado a la pared le permitían verse perfectamente. Le dijeron que se sentara en el taburete colocado en el centro del espacio rodeado de espejos y que esperara. El puf estaba tapizado de piel negra de pelo largo que le hacía cosquillas, la alfombra también era negra y las paredes, rojas. Calzaba chinelas rojas. En una de las paredes del gabinete se abría un ventanal que daba a un hermoso y sombrío parque. Había dejado de llover, los árboles se agitaban al viento y la luna corría entre las nubes. No sé cuánto tiempo estuvo en el gabinete rojo, ni si estaba realmente sola como creía estarlo, o si alguien la observaba por alguna mirilla disimulada en la pared. Lo cierto es que, cuando volvieron las dos mujeres, una llevaba una cinta métrica y la otra un cesto. Las acompañaba un hombre, vestido con una larga túnica violeta, de mangas anchas recogidas en el puño, que se abría desde la cintura cuando caminaba.

Debajo de la túnica se le veían una especie de calzas ceñidas que le cubrían las piernas, pero dejaban el sexo al descubierto. Lo primero que vio O a su primer paso fue el sexo, después el látigo de tiras de cuero que llevaba colgado del cinturón y, posteriormente, su cara cubierta por una capucha negra en la que un tul negro disimulaba incluso los ojos y finalmente sus guantes, también negros, de fina cabritilla. Le dijo que no se moviera, tuteándola y, a las mujeres, que se dieran prisa. La que llevaba el centímetro tomó las medidas del cuello y de las muñecas de O. Eran medidas corrientes, aunque pequeñas. Fue fácil encontrar en el cestillo que sostenía la otra mujer el collar y las pulseras adecuados. Así es cómo estaban hechos: varias capas de cuero (capas bastante delgadas, hasta un espesor de no más de un dedo), cerradas por mecanismo de resorte automático que funcionaba como un candado y que no podía abrirse más que con una llavecita. En la parte exactamente opuesta el cierre había una anilla metálica que permitía sujetar el brazalete, ya que el cuero quedaba demasiado ceñido al cuello o a la muñeca para que pudiera introducirse cualquier cuerda o cadena. Cuando le hubieron colocado el collar y las pulseras, el hombre le dijo que se levantara. El se sentó en el taburete que ella había ocupado hasta entonces, le ordenó acercarse hasta rozarle las rodillas, le pasó la enguantada mano entre los muslos y por encima de los senos y le explicó que sería presentada aquella misma noche, después de la cena que ella toaría a solas. Y cenó sola, efectivamente, siempre desnuda, en una especie de cabina pequeña en la que una mano invisible le pasaba los platos por una trampilla. Terminada la cana, las dos mujeres fueron a buscarla.

En el boudoir, le sujetaron los brazaletes a la espalda, por las anillas, le pusieron sobre los hombros, atada al collar, una larga capa roja que la cubría enteramente pero que se abría al andar, ya que ella no podía cerrarla por tener las manos atadas a la espalda. Una de las mujeres iba delante, abriendo puertas, y la otra, detrás, cerrándolas. Atravesaron un vestíbulo y dos salones y entraron en la biblioteca en la que tomaban el café cuatro hombres. Todos llevaban largas túnicas como el primero, pero no estaban encapuchados. De todos modos, O no tuvo tiempo de verles la cara ni de averiguar si su amante estaba entre ellos (estaba), pues uno de los cuatro la enfocó con un reflector que la cegó. Todos se quedaron inmóviles, las dos mujeres se fueron. Pero habían vuelto a vendarle los ojos a O. La obligaron a avanzar, dando un pequeño traspié, y ella se sintió de pie delante del gran fuego junto al que estaban sentados los cuatro hombres. Sentía el calor y oía crepitar suavemente los leños en el silencio. Estaba de cara al fuego. Unas manos le levantaron la capa, otras se deslizaban por sus caderas, después de comprobar el cierre de las pulseras: no llevaban guantes y una penetró en ella por las dos partes a la vez con tanta brusquedad que la hizo gritar. Uno de los hombres se echó a reír. Otro dijo:

-Dadle la vuelta. Veamos los senos y el vientre.

Le hicieron dar la vuelta. Ahora sentía el calor en la espalda. Una mano le oprimió un seno y una boca mordió la punta del otro. De pronto, ella perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, ¿qué brazos la sostenían?, mientras alguien le obligaba a abrir las piernas y le separaba suavemente los labios vaginales. Unos cabellos le rozaron el interior de los muslos. Oyó decir que había que ponerla de rodillas, Y así lo hicieron. Estaba mal de rodillas, pues debía mantenerlas separadas y al tener las manos atadas a la espalda había de inclinar el cuerpo hacia delante. Entonces le permitieron que se sentara sobre los talones, como se ponen las religiosas:

-¿Nunca la había atado usted?

-Nunca.

-¿Ni azotado?

-Tampoco. Precisamente...

El que respondía era su amante.

-Precisamente –dijo la otra voz-. Si la ata de vez en cuando, si la azota un poco y le gusta, no es eso, Lo que hace falta es superar ese momento en el que ella sienta placer, para obtener lágrimas.

Entonces, levantaron a O e iban a desatarla, seguramente para atarla a algún poste o a la pared, cuando uno dijo que quería tomarla el primero y en seguida. De modo que volvieron a ponerla de rodillas, pero esta vez con el busto descansando en un puf bajo, siempre con las manos a la espalda y los riñones más altos que el torso, y uno de los hombres, sujetándola por las caderas, se le hundió en el vientre. Después cedió el puesto a otro. El tercero quiso abrirse camino por la parte más estrecha y, forzándola bruscamente, la hizo gritar. Cuando la soltó, dolorida y llorando bajo la venda que le cubría los ojos, ella cayó al suelo. Entonces, sintió unas rodillas junto a su cara y comprendió que tampoco su boca se salvaría. Por fin la dejaron, tendida, boca arriba sobre la capa roja, delante del fuego. Oyó a los hombres llenar copas, beber y levantarse de los sillones. Echaron más leños al fuego. Bruscamente, le quitaron la venda. La gran pieza, con las paredes cubiertas de libros, estaba débilmente iluminada por una lámpara colocada sobre una consola y por el resplandor del fuego recién avivado. Dos de los hombres fumaban, de pie. Otro estaba sentado, con una fusta sobre las rodillas y el que se inclinaba sobre ella y le acariciaba el seno era su amante. Pero la habían tomado los cuatro y ella no lo distinguió de los demás.

Le explicaron que siempre sería así mientras estuviera en aquel castillo, que vería el rostro de los que la violarían y atormentarían, pero nunca de noche, y que jamás sabría quiénes serían los responsables de lo peor. Que lo mismo ocurriría cuando la azotaran, pero que ellos querían que se viera azotada y que la primera vez

No le pondrían la venda, pero que, en cambio, ellos se encapucharían para que ella no pudiera distinguirlos. Su amante la levantó y la hizo sentarse, envuelta en su capa roja, en el brazo de una butaca situada en el ángulo de la chimenea, para que escuchara lo que tenían que decirle y viera lo que querían enseñarle. Ella seguía con las manos a la espalda. Le enseñaron la fusta, que era negra, larga y fina, de bambú forrado de cuero, como las que se ven en los escaparates de los grandes guarnicioneros; el látigo de cuero, que llevaba colgado de la cintura el primer hombre que había visto, era largo y estaba formado por seis correas terminadas en un nudo; había un tercer azote de cuerdas bastante finas, rematadas por varios nudos y muy rígidas, como si las hubieran sumergido en agua, cosa que habían hecho, como pudo comprobar, pues con él le acariciaron el vientre, abriéndole los muslos, para que pudiera sentir en la suave piel interior lo húmedas y frías que estaban las cuerdas. Encima de la consola había llaves y cadenas de acero. A media altura, a lo largo de una de las paredes de la biblioteca, discurría una galería sostenida por dos pilares. En uno de ellos estaba incrustado un gancho, a una altura que un hombre podía alcanzar poniéndose sobre las puntas de los pies y levantando el brazo.

Explicaron a O, a quien su amante había tomado entre los brazos con una mano bajo los hombros y la otra en el hueco del vientre, y que la quemaba, para obligarla a desfallecer, le explicaron que no le soltarían las manos más que para atarla de las pulseras al poste con ayuda de una de las cadenitas de acero. Que, salvo las manos, que tendría atadas y alzadas sobre la cabeza, podría mover todo el cuerpo y ver venir los golpes. Que, en principio, no le azotarían más que las caderas y los muslos, es decir, desde la cintura hasta las rodillas, tal como había sido preparada en el coche que la trajo, cuando la obligaron a sentarse desnuda en el asiento. Pero que uno de los cuatro hombres allí presentes, probablemente querría marcarle los muslos con las fusta que deja hermosas rayas en la piel, largas, profundas y duraderas, que los látigos le dejaran en la piel. Le hicieron observar que esta manera de juzgar la eficacia del látigo, además de ser justa y de hacer inútiles los intentos de las víctimas por despertar la compasión exagerando sus lamentes, permitía también emplear el látigo fuera de los muros del castillo, al aire libre, en el parque, como solía suceder, o en cualquier apartamento o habitación de hotel, con la condición, eso sí, de utilizar una buena mordaza (como la que le mostraron inmediatamente) que no deja libertad más que al llanto, ahoga todos los gritos y apenas permite un gemido.

Pero aquella noche no la utilizarían; todo lo contrario. Querían oírla gritar y, cuanto ante, mejor. El orgullo que la hacía resistir y callar no duró mucho tiempo: hasta la oyeron suplicar que la desataran, que la dejaran descansar un instante, uno solo. Ella se retorcía con tanto frenesí para escapar al mordisco de las correas que casi giraba sobre sí misma. Pues la cadenita que la sujetaba, aunque sólida, era un poco holgada, de manera que recibía tantos golpes en el vientre y en los glúteos.

Después de una breve pausa, decidieron no reanudar los azotes sino después de haberle atado al poste por la cintura, con una cuerda. Como la apretaron con fuerza, para bien fijar el cuerpo por la mitad al poste, el torso se torció necesariamente hacia un lado, lo cual hacía sobresalir la cadera contraria. A partir de este momento, los golpes ya no se desviaron más que deliberadamente. En vista de la manera en que su amante la había entregado, O habría podido imaginar que apelar a su piedad era el mejor medio de conseguir que él redoblara su crueldad, por el placer que le producía arrancarle, o hacer que los otros le arrancaran, estos indudables testimonios de su poder. Y, efectivamente, él fue el primero en observar que el látigo de cuero que la había hecho gemir al principio, la marcaba mucho menos que la cuerda mojada y la fusta, por lo que podía prolongarse el castigo y reanudarlo a placer. Pidió que no se utilizara más que éste. Entretanto, aquel de los cuatro al que no le gustaban las mujeres más que por lo que tenían en común con los hombres, seducido por aquella grupa, tensa bajo la cuerda atada a la cintura y que, al tratar de hurtarse al golpe no hacía sino ofrecerse mejor, pidió una pausa para aprovecharse, separó sus dos partes que ardían bajo sus manos y penetró en ella no sin dificultad, comentando que habría que hacer aquel paso más cómodo. Le dijeron que era factible y que buscarían los medios.

Cuando desataron a la joven, casi desvanecida bajo su manto rojo, antes de hacerla acompañar a la celda que debía ocupar, la hicieron sentar en un butacón al lado del fuego para que escuchara las reglas que debería observar durante su estancia en el castillo y cuando saliera de él (aunque sin recobrar por ello la libertad) y llamaron a las que hacían las veces de sirvientas. Las dos jóvenes que la habían recibido a su llegada trajeron lo necesario para vestirla durante su estancia, y para que la reconocieran los que habían sido huéspedes del castillo antes de que ella llegara, o que lo serían después de que ella se marchara. El vestido era parecido al que llevaban ellas: sobre un corsé muy ajustado con ballenas, y una enagua de lino almidonado, un vestido de falda larga cuyo corpiño dejaba casi al descubierto los senos, erguidos por el corsé y apenas velados por un encaje. La otra enagua era blanca, el corsé y el vestido, de satén verde agua y el encaje, blanco. Cuando O estuvo vestida y hubo vuelto a su butaca junto al fuego, palidecida por su vestido pálido, las dos mujeres, que no habían dicho palabra, se fueron. Uno de los cuatro hombres detuvo a una al paso, hizo a la otra seña de que esperase y, llevando hacia O a la que había detenido, le hizo dar media vuelta, cogiéndola por la cintura con una mano y con la otra levantándole las faldas para mostrar a O lo práctico que era aquel traje, dijo, y lo bien concebido que estaba, pues la falda podía levantarse y sujetarse con un simple cinturón, dejando libre acceso a lo que así se descubría. Por cierto, a menudo se hacía circular por el castillo y por el parque a las mujeres así arregladas, o también por delante, igualmente hasta la cintura. Se ordenó a la mujer que hiciera a O una demostración de cómo tenía que sujetarse la falda: enrollada en un cinturón (como un mechón de pelo en un bigudí) por delante, para dejar libre el vientre, o por detrás, para liberar el dorso. En uno y otro caso, la enagua y la falda caían en cascada en grandes pliegues diagonales. Al igual que O, la mujer tenía marcas de fusta recientes en la piel. Cuando el hombre la soltó, se fue.

Este fue el discurso que entonces ocupó a O:

-Aquí estarás al servicio de tus amos. Durante el día, harás las labores que te ordenen para la buena marcha de la casa, como barrer, ordenar los libros, arreglar las flores o servir a la mesa. No serán más pesadas. Pero, a la primera palabra, o la primera señal de quien se dirija a ti, dejarás de hacer lo que estés haciendo para cumplir con tu única obligación, que es la de entregarte. Tus manos no te pertenecen, ni tus pechos, ni mucho menos ninguno de los orificios de tu cuerpo que nosotros podemos hurgar y en los que podemos penetrar a placer. A modo de señal, para que tengas constantemente presente que has perdido el derecho a negarte, en nuestra presencia, nunca cerrarás del todo los labios, ni cruzarás las piernas, ni juntarás las rodillas (como habrás observado que se te ha prohibido hacer desde que llegaste), lo cual indicará para ti y para nosotros que tu boca, tu vientre y tu grupa están abiertos para nosotros. En presencia nuestra, nunca tocarás tus pechos: el corsé los yergue para indicar que nos pertenecen. Durante el día, estarás vestida, levantarás la falda si se te ordena y podrá utilizarte quien quiera a cara descubierta –y como quiera-, pero sin hacer uso del látigo. El látigo no te será aplicado más que entre la puesta y la salida del sol. Pero, además del castigo que te imponga quien lo desee, serás castigada por la noche por las faltas que hayas cometido durante el día: es decir, por haberte mostrado poco complaciente, o por haber mirado a la cara a quien te hable o te posea: nunca debes mirarnos a la cara. Si el traje que llevamos por la noche deja el sexo al descubierto no es por comodidad, que también podríamos obtener de otra manera, sino por insolencia, para que tus ojos se fijen en él y no en otra parte, para que aprendas que éste es tu amo, al cual están destinados, ante todo, tus labios. Durante el día, en el que nosotros llevamos true mientras estés aquí se te aplicará a diario, no es tanto para nuestro placer como para tu instrucción. Tanto es así que las noches en las que nadie te requiera, el criado encargado de este menester te administrará, en la soledad de tu celda, los latigazos que nosotros no tengamos ganas de propinarte. De hecho, no se trata tanto, por este sistema, al igual que por el de la cadena que, sujeta a la anilla del collar, te mantendrá más o menos estrechamente atada a la cama durante varias horas al día, de hacerte daño, de hacerte gritar ni derramar lágrimas, sino, mediante este dolor, de recordarte que estás sometida a algo que está fuera de ti. Cuando salgas de aquí, levarás en el dedo anular un anillo de hierro que te distinguirá: entonces, habrás aprendido a obedecer a los que lleven el mismo emblema; al verlo, ellos sabrán que estás siempre desnuda bajo la falda, por más correcto y discreto que sea tú traje, y que lo estás para ellos. Los que te encuentren rebelde volverán a traerte aquí. Ahora te conducirán a tu celda.

Mientras el hombre hablaba a O, las dos mujeres que habían ido a vestirla permanecieron de pie a uno y otro lado del poste en el que ella había sido flagelada, pero sin tocarlo, como si las asustara, o lo tuvieran prohibido (que era lo más probable); cuando él hubo acabado de hablar, las dos se acercaron a O, quien comprendió que debía seguirlas. De modo que se puso en pie, alzándose el borde de la falda para no tropezar, pues no estaba acostumbrada a los trajes largos y no se sentía segura en las chinelas en plataforma y de tacón tan alto, sujetas el pie por una simple tira de satén verde como el vestido. Al inclinarse, volvió la cabeza. Las mujeres esperaban, pero los hombres habían dejado de mirarla. Su amante, sentado en el suelo y apoyado en el puf sobre el que la habían tumbado al principio de la velada, con las rodillas dobladas y los codos sobre las rodillas, jugueteando con el látigo de cuero. Al primer paso que ella dio para acercarse a las mujeres, le rozó con la falda. El levantó la cabeza y le sonrió, pronunció su nombre y se puso de pie. Le acarició suavemente el cabello, le alisó las cejas con la yema del dedo y la besó en los labios con suavidad. "> En voz alta le dijo que la amaba. O, temblando, se dio cuenta, aterrada, de que le respondía <> y de que era verdad. El la abrazó diciendo >>amor mío, vida mía<<, la besó en el cuello y en el hueco de la mejilla; ella tenía la cabeza apoyada en el hombro cubierto por la túnica violeta. El, esta vez en voz baja, le repitió que la amaba y añadió: -Ahora te arrodillarás, me acariciarás y me besarás. La apartó de sí e hizo una seña a las dos mujeres para que se apartaran para que él pudiera apoyarse en la consola. El era alto, la consola más bien baja, y sus largas piernas, enfundadas en la misma tela violeta de la túnica, quedaban dobladas. La túnica abierta se tensaba por debajo como una colgadura y el entablamento de la consola erguía ligeramente el pesado sexo y los rizos claros que lo coronaban. Los tres hombres se acercaron. O se arrodilló en la alfombra, y su vestido verde formó una corola alrededor. El corsé la apretaba, y sus senos, cuyas puntas asomaban, estaban a la altura de las rodillas de su amante. -Un poco más de luz –dijo uno de los hombres. Cuando hubieron dirigido la luz de la lámpara de manera que cayera de lleno sobre su sexo y el rostro de su amante, que estaba muy cerca, y sobre sus manos que lo acariciaban por debajo, René ordenó bruscamente: -Repite: te quiero.

-Te quiero –repitió O con tal deleite que sus labios apenas se atrevían a rozar Las dos mujeres estaban a derecha e izquierda de René, quien se apoyaba en sus hombros.

O oía los comentarios de los testigos, pero, a través de sus palabras, acechaba los gemidos de su amante, atenta a acariciarlo con un respeto infinito y con la lentitud que ella sabía le gustaba. O sentía que su boca era hermosa, puesto que su amante se dignaba a penetrar en ella, se dignaba a mostrar en público sus caricias y se dignaba, en suma, a derramarse en ella. Ella lo recibió como re recibe a un dios, le oyó gritar, oyó reír a los otros, y, cuando lo hubo recibido, se desplomó de bruces. Las dos mujeres la levantaron y, esta vez, se la llevaron.

Las chinelas taconeaban en las baldosas rojas de los pasillos en los que se sucedían las puertas discretas y limpias, con minúsculas cerraduras, como las puertas de las habitaciones de los grandes hoteles. O no se atrevió a preguntar si todas aquellas habitaciones estaban ocupadas, ni por quién. Una de sus acompañantes, a la que todavía no había oído hablar, le dijo:

-Estás en el ala roja, y tu criado se llama Pierre.

-¿Qué criado? –preguntó O, conmovida por la dulzura de aquella voz-. Y tú, ¿cómo te llamas?

-Me llamo Andrée.

-Y yo Jeanne –dijo la otra.

La primera prosiguió:
-El criado es el que tiene las llaves, el que te atará y te desatará, el que te azotará cuando te impongan un castigo, o cuando ellos no tengan tiempo para ti.

-Yo estuve en el ala roja el año pasado –dijo Jeann-. Pierre ya estaba aquí. Entraba muchas noches. Los criados tienen las llaves y, en las habitaciones que están en su sector, tienen derecho a servirse de nosotras.

O iba a preguntar como era el tal Pierre, pero no tuvo tiempo. En un recodo del corredor, la hicieron detenerse delante de una puerta idéntica a las otras: en un banco, situado entre aquella puerta y la siguiente, vio a una especie de campesino coloradote y rechoncho, con la cabeza casi rasurada, unos ojillos negros hundidos y rulos de carne en la nuca. Iba vestido como un criado de opereta: camisa con chorrera de encaje, medias blancas y zapatos de charol. También él llevaba un látigo de cuero colgado del cinturón. Sus manos estaban cubiertas de vello pelirrojo. Sacó una llave maestra del bolsillo del chaleco, abrió la puerta e hizo entrar a las tres mujeres, diciendo:

-Vuelvo a cerrar. Cuando hayáis terminado, llamad.

La celda era muy pequeña y, en realidad, consistía en dos piezas. Una vez vuelta a cerrar la puerta que daba al pasillo, se encontraba uno en una antecámara que se abría a la celda propiamente dicha; en la misma pared había otra puerta que conducía a un cuarto de baño. Frente a las puertas, había una ventana. En la pared de la izquierda, entre las puertas y la ventana, se apoyaba la cabecera de una gran cama cuadrada, baja y cubierta de pieles.

No había más muebles, ni espejo alguno. Las paredes eran rojas y la alfombra negra, Andrée hizo observar a O que la no era, en realidad, más que una plataforma acolchada y una tela negra de pelo muy largo que imitaba una piel. La funda de la almohada, delgada y dura como el colchón, era de la misma tela, al igual que la manta de dos caras. El único objeto clavado en la pared, aproximadamente a la misma altura con relación a la cama que el gancho del poste con relación al suelo de la biblioteca, era una gran anilla de acero brillante de la que colgaba perpendicularmente a la cama una larga cadena; sus eslabones formaban un pequeño montón, y el otro extremo estaba sujeto a un gancho con candado, como un cortinaje recogido en un alzapaño.

-Tenemos que bañarte –dijo Jeanne-. Te quitaré el vestido.

Los únicos detalles especiales del cuarto de baño eran el asiento a la turca situado en el ángulo más próximo a la puerta y los espejos que recubrían por entero las paredes. Andrée y Jeanee no la dejaron entrar hasta que estuvo desnuda, guardaron el vestido en el armario situado al lado del lavabo en el que estaban ya las chinelas y la capa roja y se quedaron con ella, de modo que, cuando O tuvo que ponerse en cuclillas en el pedestal de porcelana, se encontró en medio de tantos reflejos, tan expuesta como cuando, en la biblioteca, unas manos desconocidas la forzaban.

-Espera que entre Pierre y verás.

-¿Por qué Pierre?

-Cuando venga a encadenarte, quizá te obligue a ponerte en cuclillas.

O palideció.

-Pero, ¿por qué?

-No tendrás más remedio – dijo Jeanne-.
Pero eres afortunada.

-Afortunada, ¿por qué?

-¿Es tu amante el que te ha traído aquí?

-Sí.

-Contigo serán mucho más duros.

-No comprendo...

-Pronto lo comprenderás, Llamaré a Pierre. Mañana por la mañana vendremos a buscarte.

Andrée sonrió al salir, y Jeanne, antes de seguirla, acarició la punta de los pechos de O, quien se quedó de pie, junto a la cama, desconcertada. Salvo por el collar y los brazaletes de cuero que el agua del baño había endurecido y contraído, estaba desnuda.

-Vaya qué hermosa señora –dijo el criado al entrar.

Le tomó las manos y enganchó entre sí las anillas de las pulseras, obligándola juntar las manos, y éstas, en la del collar. Ella se encontró, pues con las manos juntas a la altura del estableció un cierto equilibrio y las dos manos quedaron apoyadas en el nombro izquierdo hacia el que se inclinó también la cabeza. El criado la cubrió con la manta negra, no sin antes haberle levantado las piernas un momento para examinarle el interior de los muslos. No volvió a tocarla ni a dirigirle la palabra, apagó la luz, que proporcionaba un aplique colocado entre las dos puertas, y salió.

Tendida sobre el lado izquierdo, sola en la oscuridad y el silencio, caliente entre las suaves pieles de la cama, en una inmovilidad forzosa, O se preguntaba por qué se mezclaba tanta dulzura el terror que sentía, o por qué le parecía tan dulce su terror. Descubrió que una de las cosas que más la afligían era verse privada del uso de las manos; y no porque sus manos hubiesen podido defenderla (y ¿deseaba ella defenderse?), sino porque, libres, hubieran esbozado el ademán, hubieran tratado de rechazar las manos que se apoderaban de ella, la carne que la traspasaba, de interponerse entre su carne y el látigo. La habían desposeído de sus manos; su cuerpo, bajo la manta de piel, le resultaba inaccesible; era extraño no poder tocar las propias rodillas ni el hueco de su propio vientre. Los labios, que le ardían entre las piernas, le estaban vedados y tal vez le ardían porque los sabía abiertos a quien quisiera: al mismo criado, Pierre, si se le antojaba. La asombraba que el recuerdo del látigo la dejara tan serena y que la idea de que tal vez nunca supiera cuál de los cuatro hombres la habían forzado por detrás dos veces, ni si había sido el mismo las dos veces, ni si había sido su amante, la trastornara de aquel modo. Se deslizó ligeramente sobre el vientre hacia un lado, pensó que a su amante le gustaba el surco de su grupa y que, salvo aquella noche (si realmente había sido él), nunca había penetrado en él. Ella deseaba que hubiese sido él. ¿Se lo preguntaría algún día?

¡Ah, nunca! Volvió a ver la mano que en el coche la había quitado el portaligas y el slip y le había dado las ligas para que se sujetara las medias encima de las rodillas. Tan viva fue la imagen que olvidó que tenía las manos sujetas e hizo chirriar la cadena. ¿Y por qué, si el recuerdo del suplicio le resultaba tan leve, la sola idea, el solo nombre, la sola vista de un látigo le hacía latir con fuerza el corazón y cerrar lo ojos con espanto? No se paró a pensar si era sólo espanto. Le invadió el pánico: tensarían la cadena hasta obligarla a ponerse de pie encima de la cama y la azotarían, con el vientre pegado a la pared, la azotarían, la azotarían, la palabra daba vueltas en su cabeza. Pierre la azotaría. Se lo había dicho Jeanne. Le había dicho que era afortunada, que con ella serían mucho más duros, ¿Qué había querido decir? Ya no sentía más que el collar, los brazaletes y las cadenas, su cuerpo se iba a la deriva, ahora lo comprendería. Se quedó dormida.

En las últimas horas de la noche, cuando ésta es más fría y más negra, poco antes del amanecer, reapareció Pierre. Encendió la luz del cuarto de baño y dejó la puerta abierta. Un cuadro de luz se proyectó sobre el centro de la cama, en el lugar en el que el cuerpo de O, esbelto y acurrucado, alzaba ligeramente la manta que el hombre retiró en silencio. O estaba tendida del lado izquierdo, de cara a la ventana, con las rodillas dobladas, ofreciendo a su mirada su cadera muy blanca sobre la piel negra. El le retiró la almohada de debajo de la cabeza y dijo cortésmente:

-Haga el favor de ponerse de pie.

Cuando ella estuvo arrodillada, para lo cual tuvo que agarrarse a la cadena, el hombre la ayudó tomándola por los codos para que acabara de levantarse y se arrimara a la pared. El reflejo de la luz sobre la cama era muy tenue y sólo iluminaba el cuerpo de ella y no los gestos del hombre. Ella, más que ver, adivinó que él desenganchaba la cadena del resorte para reengancharla en otro eslabón de modo que permaneciera tensada, y ella sintió cómo se tensaba. Sus pies descalzos descansaban en la cama. Tampoco vio que él no llevaba el látigo de cuero, sino la fusta negra, parecida a la que habían utilizado para golpearla sólo dos veces, y casi con suavidad, cuando estaba atada al poste. La mano izquierda de Pierre la sujetó por la cintura y el colchón cedió un poco, pues Pierre se apoyaba en él con el pie derecho. Al mismo tiempo que oía un silbido en la penumbra, O sintió una atroz quemadura en los riñones y lanzó un grito. Pierre golpeaba sin descanso, sin esperar siquiera a que ella callara, procurando descargar el golpe más arriba o más abajo que la vez anterior, para que las señales quedaran marcadas con nitidez. El ya se había detenido, pero ella seguía gritando y las lágrimas corrían en la boca abierta.

-Haga el favor de dar la vuelta –dijo.

Como ella, aturdía, él retrocedió un poco para tomar impulso y, con todas sus fuerzas, la fustigó en la parte delantera de los muslos. Todo ello, en cinco minutos. Cuando se fue, después de apagar la luz y cerrar la puerta de cuarto de baño, O, gimiendo, se retorcía de dolor junto a la pared, cuyo brillante percal era refrescante a su piel desgarrada, todo el tiempo que tardó en amanecer. El ventanal hacia el que ella estaba vuelta, pues se apoyaba sobre un costado, miraba hacia el Este y llegaba del suelo al techo, sin visillo; tan sólo la misma tela roja que tapizaba la pared enmarcando la ventana y cayendo a cada lado en pliegues rígidos. O vio nacer una aurora pálida y lenta, que arrastraba sus brumas por los macizos de asters que crecían al pie de la ventana y, finalmente, se retiraba dejando al descubierto un álamo. Aunque no hacía viento, sus hojas amarillas caían de vez en cuando en remolino. Delante de la ventana, más allá de los asters malva, había un césped, una alameda. Era ya de día y hacía rato que O no se movía. Por la alameda avanzaba un jardinero empujando una carretilla. La rueda de hierro chirriaba sobre la brava. Si se hubiera acercado a la ventana para recoger las hojas que habían caído al pie de los asters, hubiera visto a O desnuda y encadenada y con las señales de fusta en los muslos. Las marcas se habían hinchado y formaban estrechas rayas, mucho más oscuras que la tela roja que cubría las paredes. ¿Dónde dormía su amante, como a él le gustaba dormir en las mañanas tranquilas? ¿En qué habitación? ¿En qué cama? ¿Sabía a qué suplicio la había librado? ¿Lo había dispuesto él? O pensó en esos prisioneros que se ven en los grabados de los libros de Historia, que también habían sido encadenados y azotados hacía quién sabe cuántos años o siglos y que habían muerto. Ella no deseaba morir, pero, si el suplicio era el precio que tenía que pagar para que su amante siguiera amándola, no pedía otra cosa que él se alegrara de que ella lo hubiera sufrido y, sumisa y callada, esperaba que la condujeran a él.

Las mujeres no tenían llave alguna, si de las puertas, ni de las cadenas, tampoco de las pulseras o de los collares, pero todos los hombres llevaban en una anilla los tres tipos de llaves que, cada una a su manera, abrían puertas, candados y collares. Los criados también las tenían. Pero, por la mañana, los criados que habían estado de servicio durante la noche dormían y era uno de los amos u otro criado quien abría las cerraduras. El hombre que entró en la celda de O vestía cazadora de cuero, pantalón de montar y botas. En primer lugar, él soltó la cadena de la pared y O pudo tenderse en la cama. Antes de desatarle las muñecas, él le pasó la mano entre los muslos, como hiciera el encapuchado al que primero ella había visto en el saloncito rojo. Tal vez, fuera el mismo, Este tenía la cara huesuda y descarnada, la mirada inquisitiva que se ve en los retratos de los viejos hugonotes y el cabello gris. O sostuvo su mirada durante lo que le pareció un tiempo interminable y, bruscamente, se quedó helada al recordar que estaba prohibido mirar a los amos más arriba de la cintura. Ella cerró los ojos, pero ya era demasiado tarde y le oyó gritar y decir, mientras al fin le soltaba las manos:

-Anotad un castigo para después de la cena.

Hablaba con Andrée y Jeanne que habían entrado con él y esperaban una a cada lado de la cama. Dicho esto, el hombre salió. Andrée recogió la almohada que estaba en el suelo y la manta que Pierre había dejado a los pies de la cama cuando entró para azotar a O, mientras Jeanne acercaba un carrito, que había traído del pasillo, con café, leche azúcar, pan, mantequilla y croissant.

-Come de prisa –dijo Andrée-. Son las nueve. Después podrás dormir hasta las doce y, cuando oigas la llamada, tendrás que prepararte para el almuerzo. Te bañarás y peinarás. Yo vendré a maquillarte y a ceñirte el corsé.

-No estarás de servicio hasta la tarde –dijo Jeanne-. En la biblioteca, para servir el café y los licores y alimentar el fuego.

-¿Y vosotras? –preguntó O.

Pero no tuvo tiempo de terminar. La puerta se abrió, Era su amante y no estaba solo. Vestía como siempre cuando acababa de levantarse de la cama y encendía el primer cigarrillo del día: pijama rayado y bata de lana azul con las vueltas de seda acolchada, la bata que habían comprado juntos un año antes. Sus zapatillas estaban raídas, habría que comprar otras. Las dos mujeres desaparecieron sin otro ruido que el crujido de la seda cuando levantaron ligeramente la falda (todas las faldas se arrastraban un poco), pues sobre la alfombra las chinelas no se oían. O, que sostenía una taza de café con la mano izquierda y un croissant con la otra, sentada en el borde de la cama con una pierna colgando y la otra replegada bajo el cuerpo, se quedó inmóvil. Bruscamente, la taza empezó a temblar y el croissant cayó al suelo.

-Recógelo –dijo René.

Fue su primera palabra. Ella dejó la taza en el carrito, recogió el croissant mordido y lo dejó al lado de la taza. Una miga de croissant quedó en la alfombre, al lado de su pie descalzo. René se agachó y la recogió. Se sentó e a su lado, la recostó y la besó. Ella le preguntó si la amaba. El le contestó.

-Ah! Te quiero.

Después se incorporó, la obligó a ponerse de pie y posó suavemente la palma fresca de sus manos, y después sus labios, a lo largo de las marcas de su cuerpo. O no sabía si podía mirar al otro hombre que había entrado con su amante y que estaba de espaldas a ellos, fumando, cerca de la puerta. Lo que siguió entonces no alivió su malestar.

-Ven, que te veamos – dijo su amante llevándola a los pies de la cama.

Al que lo acompañaba le dijo entonces que tenía mucha razón y le dio las gracias, añadiendo que era justo que él tomara a O el primero, si lo deseaba. El desconocido, al que ella seguía sin mirar, después de pasarle la mano por los senos y las caderas, le pidió que abriera las piernas.

-Obedece –le dijo René.

Este la sostenía por detrás, apoyándola contra su pecho. Y, con la mano derecha, le acariciaba un pecho y, con la izquierda, le asía un hombro. El desconocido se había sentado en el borde de la cama. Lentamente, tirándole del vello, le abrió los labios vaginales. René, cuando comprendió lo que el otro pretendía, la empujó hacia delante, para ponerla más a su alcance, mientras le pasaba el brazo derecho alrededor de la cintura, a fin de sujetarla más firmemente. Esta caricia, que ella nunca aceptaba sin debatirse y sentirse abrumada por la vergüenza y a la que se sustraía en cuanto podía, tan aprisa que apenas tenía tiempo de notarla, y que le resultaba sacrílega porque le parecía un sacrilegio que su amante estuviera de rodillas cuando la que tenía que arrodillarse era ella, iba a tener que aceptarla por fuerza, y se vio perdida. Porque, cuando los labios del desconocido se apoyaron en la protuberancia carnosa de la que parte la corola interior, gimió, bruscamente inflamada y, cuando se apartaron, para dejar paso a la punta cálida de la lengua, se inflamó más todavía; gimió con más fuerza cuando volvió a sentir los labios; sintió que se endurecía la punta escondida, que entre los dientes y los labios un largo mordisco aspiraba y aspiraba, un largo y dulce mordisco bajo el cual ella jadeaba; perdió pie y se encontró tendida de espaldas, con la boca de René en su boca; él la sujetaba a la cama por los hombros mientras otras manos la tomaban por las pantorrillas y le levantaban las piernas. Sus propias manos, que tenía a la espalda (porque cuando René la empujó hacia el desconocido le unió las muñecas entre sí, enganchando las anillas de las pulseras), sus manos sintieron el roce del sexo del hombre que se acariciaba en el surco de su grupa, subía y golpeaba el fondo de la cavidad de su vientre. Al primer golpe, ella gritó, como bajo el látigo, y volvió a gritar a cada golpe, y su amante le mordió la boca. El hombre se separó bruscamente y cayó al suelo como fulminado por un rayo, gritando a su vez. René desató las manos de O, la levantó, la acostó y la cubrió con la manta. El hombre se levantaba, y él lo ocido como nunca la hizo gemir su amante, había gritado bajo el golpe del miembro del desconocido.

Como jamás la hizo gritar su amante. Había sido profanada y era culpable. Si él la abandonaba, lo tendría merecido. Pero no; la puerta se cerró y él se quedó con ella, volvió, se tendió a su lado, bajo la manta, se deslizó en el interior de su vientre húmedo y ardiente y, abrazándola, le dijo:

-Te quiero. Una noche, después de que te haya entregado también a los criados, te haré azotar hasta que sangres.

El sol había disipado la niebla e inundaba la habitación. Pero no se despertaron hasta que sonó la señal para el almuerzo.

O no sabía qué hacer. Su amante estaba a su lado, tan cerca, tan amorosamente abandonado como en la cama de la habitación de techo bajo en la que dormía con ella casi todas las noches desde que vivían juntos. Era una cama grande, con columnas de caoba, a la inglesa, pero sin dosel y con las columnas de la cabecera más altas que las de los pies. El dormía siempre a su izquierda y, cuando se despertaba, aunque fuera en plena noche, siempre alargaba la mano hacia las piernas de ella. Por eso ella dormía siempre con camisón y, si alguna vez usaba pijama, no se ponía pantalón. El hizo lo mismo. Ella tomó aquella mano y la besó, sin atreverse a preguntarle nada. Pero él habló. Le dijo, sujetándola por el collar, pasando los dedos entre la piel y la tira de cuero, que en lo sucesivo se proponía compartirla con todos los afiliados a la sociedad del castillo, como había hecho la víspera. Que ella dependía de él, y sólo de él, aunque recibiera órdenes de otros y aunque él no estuviera presente, pues, por principio, él participaba en todo aquello que se le exigiera o se le infligiera y que era él quien la poseía y la gozaba a través de aquellos en cuyas manos se la entregaba, por haber sido él quien la había entregado. Ella debía someterse a ellos y acogerlos con el mismo respeto con que le acogía a él, como a otras tantas imágenes suyas. Así, él la poseería como un dios posee a sus criaturas cuando se apodera de ellas bajo la máscara de un monstruo, de un ave, del espíritu invisible o del éxtasis. El no quería separarse de ella. Y, cuanto más la entregaba, más suya la sentía. El hecho de que la entregara era para él una prueba, como debía serlo también para ella, de que ella le pertenecía; nadie puede dar lo que no le pertenece. Y él la daba para recobrarla enriquecida a sus ojos, como un objeto de uso corriente que hubiera servido para un culto divino que lo hubiera servido para un culto divino que lo hubiera consagrado. Hacía tiempo que deseaba prostituirla y ahora comprobaba con satisfacción que el placer que ello le procuraba era mayor de lo que suponía y le ataba a ella todavía más, como había de atarla a él cuanto más humillada y mortificada se viera. Y, amándolo como lo amaba, ella no podía sino amar todo aquello que viniese de él. O le escuchaba temblando de felicidad y, puesto que él la amaba, consentía en todo. El debió adivinarlo, porque entonces dijo:

-Porque te es fácil consentir quiero de ti algo que se será imposible, por más que tú lo aceptes, por más que ahora digas que sí y por muy capaz que te sientas de someterte. No podrás dejar de rebelarte. Obtendremos tu sumisión a pesar tuyo, no sólo por el incomparable placer que yo o los otros encontremos en ello, sino también para que tú des cuenta de lo que hemos hecho de ti.

-O iba a responder que era su esclava y que llevaba su esclavitud con alegría, pero él la atajó:

-ayer te dijeron que, mientras estuvieras en este castillo, no deberías mirar a la cara a los hombres ni hablarles. Tampoco a mí podrás mirarme. Y tendrás que callar y obedecer. Te quiero. Levántate. No volverás a abrir la boca en presencia de un hombre más que para gritar o acariciar.

O se levantó. René permaneció echado en la cama. Ella se bañó y se peinó, el agua tibia la hizo estremecerse cuando sumergió su carne tumefacta y se secó sin frotar, para no avivar la quemazón. Se pintó los labios, los ojos no, se empolvó y, todavía desnuda pero con los ojos bajos, volvió a la celda. René miraba a Jeanne, que había entrado y estaba de pie junto a la cabecera de la cama, también ella con los ojos bajos, y muda. Le ordenó que vistiera a O. Jeanne cogió el corsé de satén verde, la enagua blanca, el vestido, las chinelas y, después de abrochar el corsé por delante, empezó a tirar de los cordones para ceñirlo. El corsé era la e ceñía el corsé. Los pechos subían, se apoyaban por debajo en las bolsas y ofrecían aún más la punta. Al mismo tiempo, el talle se estrechaba, lo cual hacía sobresalir el vientre y arquear las caderas. Lo curioso es que aquella armadura era muy cómoda y, en cierta medida, relajante. Permitía mantenerse erguida, pero, sin saber por qué, como no fuera por el contraste, acentuaba la libertad de movimientos o, mejor dicho, la disponibilidad de las partes que no comprimía. La ancha falda y el corpiño, escotado en forma de trapecio desde la nuca hasta la punta de los pechos y a todo lo ancho de éstos, daban la sensación a quien los llevaba no tanto de una protección como de un medio de provocación, de presentación. Cuando Jeanne anudó los cordones, O extendió sobre la cama el vestido que era de una sola pieza, con la enagua cosida a la falda y el corpiño cruzado por delante y anudado a la espalda, de manera que podía adaptarse a la cintura por muy ceñido que estuviera el corsé. Jeanne lo había apretado mucho, y O, por la puerta abierta, se veía en el espejo del baño, esbelta y perdida entre los pliegues del vestido que se hinchaba sobre sus caderas como si llevara miriñaque.

Las dos mujeres estaban de pie una al lado de la otra. Jeanne alargó el brazo para arreglar un pliegue de la manga del vestido verde y sus pechos se movieron bajo el encaje que ribeteaba el escote, unos pechos de pezón largo y oscura aureola. Llevaba un vestido de faya amarilla. René, acercándose a las dos mujeres, dijo a O:

-Mira –ya a Jeanne-: Levanta esa falda.

Con las dos manos, ella levantó la seda crujiente y el lino de la enagua y descubrió un vientre dorado, suaves muslos y rodillas, y un cerrado triángulo negro. René extendió una mano y se puso a palparlo lentamente, mientras con la otra hacía salir la punta de un seno.

-Es para que veas –dijo a O.

O lo veía. Veía su rostro irónico pero atento, sus ojos que acechaban la aboca entreabierta de Jeanne y la garganta inclinada hacia atrás, ceñida por el collar de cuero. ¿Qué placer podía brindarle ella que no le diera también aquella mujer u otra cualquiera?

-¿No se te había ocurrido? –le preguntó él.

No, no se le había ocurrido. O estaba apoyada en la pared, entre las dos puertas, rígida y con los brazos caídos a lo largo del cuerpo. No hacía falta ordenarle que callara. ¿Como iba a decir algo? Tal vez su desesperación le conmovió. El dejó a Jeanne y la tomó a ella entre sus brazos y le dijo que era su amor y su vida y repitiéndole que la quería. La mano con la que le acariciaba la garganta estaba húmeda y olía a Jeanne. ¿Y qué? La desesperación que sentía se desvaneció: él la quería. Era muy dueño de solazarse con Jeanne o con cualquier otra; la quería.

-Te quiero –le decía ella al oído-, te quiero –tan bajo que él apenas la oía-. Te quiero.

El no la dejó hasta verla tranquila y con la mirada transparente, feliz.

Jeanne tomó a O de la mano y la condujo hacia el pasillo. Sus chinelas volvieron a resonar sobre las baldosas y, sentado en la banqueta situada entre las dos puertas, volvieron a encontrar a un criado. Vestía como Pierre, pero no era él. Era un nombre alto, enjuto, de pelo negro. Echó a andar delante de ellas y las llevó a una antecámara en la que, delante de una puerta de hierro forjado que se recortaba sobre unos cortinajes verdes, esperaban otros dos criados con unos perros blancos con manchas rojizas tendidos a sus pies.

-Es la clausura –murmuró Jeanne.

El criado que iba delante la oyó y volvió la cabeza. O vio con estupor que Jeanne palidecía, soltaba su mano, soltaba también la falda que levantaba ligeramente con la otra mano y caía de rodillas sobre las losas negras, porque la antecámara estaba pavimentada con losas de mármol negro. Los dos criados, que estaban cerca de la verja se echaron a reír. Uno de ellos se adelantó hacia O, le rogó que lo siguiera, abrió una puerta situada frente a la que acababan de cruzar y se fue. Ella oyó risas, unos pasos y cerrarse la puerta a su espalda. Nunca se enteró de lo que había sucedido, si Jeanne fue castigada por hablar, ni cómo, o si se limitó a ceder a un capricho del criado o si, al arrodillarse, obedecía a una regla, o si quiso moverle a la benevolencia y lo logró.

Sólo comprobó, durante su primera estancia en el castillo, que duró dos semanas, que, si bien la regla del silencio era absoluta, solía ser quebrantada tanto durante las idas y venidas como durante las comidas, especialmente de día, cuando estaban solas con los criados, como si el traje les diera una seguridad que, por la noche, la desnudez, las cadenas y la presencia de los amos les arrebataban, Advirtió también que, si el menor gesto que pudiera parecer una insinuación hacia uno de los amos era inconcebible, con los criados era distinto, Estos nunca daban una orden, pero la cortesía de sus ruegos era implacable como una conminación. Aparentemente, estaban obligados a castigar las infracciones a la regla de inmediato, en el caso de que fueran ellos los únicos testigos, En tres ocasiones, una vez en el pasillo que conducía al ala roja y las otras dos, en el refectorio donde acababan de hacerla entrar, O vio cómo eran arrojadas al suelo y azotadas unas criadas a las que habían sorprendido hablando. De manera que también podían azotarlas durante el día, a pesar de lo que le dijeron la primera noche, como si lo que ocurriera con los criados no contara y pudiera dejarse a la discreción de éstos. La luz del día daba al atuendo de los criados un aspecto extraño y amenazador. Algunos llevaban medias negras y, en lugar de librea roja de mangas anchas recogidas en los puños. Fue uno de éstos el que, al octavo día, a mediodía, látigo en mano, hizo levantar de su taburete a una opulenta Magdalena rubia, blanca y sonrosada, que estaba junto a O y que le había dicho sonriendo unas palabras, tan aprisa que O no las había siquiera entendido. Antes de que el hombre pudiera tocarla, ella se había arrodillado, y sus blancas manos rozaron bajo la seda negra el sexo aún dormido, lo extrajeron y lo llevaron a los labios entreabiertos. Aquella vez no fue azotada. Y, como en aquel instante él era el único guardián que había en el refectorio y aceptaba la caricia con los ojos cerrados, las demás se pusieron a hablar. De manera que se podía sobornar a los criados. Pero, ¿para qué? La regla que más difícil le resultaba a O obedecer y que, en realidad, nunca llegó a acatar, era la de no mirar a los hombres a la cara, puesto que había que observarla también frente a los criados.

O se sentía en constante peligro. Pues le devoraba la curiosidad por los rostros, y fue azotada por unos y otros, aunque no todas las veces que ellos la sorprendieron (pues se tomaban ciertas libertades con la consigna y quizá les gustaba ejercer aquella fascinación y no querían privarse, por un rigor excesivo, de aquellas miradas que no se apartaban de sus ojos y de su boca más que para posarse en su miembro viril, sus manos, el látigo, y vuelta a empezar), sino sólo cuando deseaban humillarla. Aunque, por muy cruelmente que la trataran cuando se decidían a ello, O nunca tuvo el valor, o la cobardía, de echarse a sus pies y, si algunas veces los toleró, nunca los solicitó. La regla del silencio, por el contrario, salvo con su amante, le resultaba tan fácil que no la quebrantó ni una sola vez y, si alguna de las demás, aprovechando algún descuido de sus guardianes, le dirigía la palabra, ella contestaba por señas. Generalmente, era durante las comidas, que eran servidas en la sala en la que la habían hecho entrar cuando el criado alto que las acompañaba se había girado hacia Jeanne.

Las paredes eran negras, el enlosado negro, la mesa, de grueso cristal y muy larga, negra también y las muchachas se sentaban en taburetes redondos, tapizados de cuero negro. Para sentarse, tenían que levantar la falda y, así, O, al sentir bajo los muslos el cuero frío y liso, recordaba el momento en que su amante la había obligado a quitarse las medias y el slip y a sentarse sin prendas interiores en el asiento del coche. Y, a la inversa, cuando hubo abandonado el castillo y, vestida como todo el mundo, pero con las caderas desnudas bajo el traje chaqueta o el vestido corriente, tuvo que levantarse la falda y la combinación para sentarse al lado de su amante, o de otro en contacto directo con el asiento de un coche o del algún café, la parecía que volvía al castillo, con los senos desnudos sobre el corsé de seda, a aquellas manos y bocas a las que todo les estaba permitido y al terrible silencio. Pero nada la ayudaba tanto como el silencio, excepto las cadenas. Las cadenas y el silencio, que hubieran debido atarla al fondo de sí misma, ahogarla, estrangularla, por el contrario la liberaban.

¿Qué hubiera sido de ella de haber podido hablar, de haber podido elegir cuando su amante la prostituía ante él? Es cierto, ella hablaba durante el suplicio; pero, ¿puede llamarse palabras a lo que no son sino quejas y gritos? Y muchas veces la hacían callar, amordazándola. Bajo las miradas, las manos, los miembros que la ultrajaban, bajo los látigos que la desgarraban, ella se perdía en una delirante ausencia de sí misma que la entregaba al amor, y acaso la acercaba a la muerte. Ella era cualquiera, cualquiera de las otras muchachas, abiertas y forzadas como ella, y a las que ella veía abrir y forzar, porque lo veía aunque no tuviera que ayudar. En su segundo día, no habían transcurrido todavía veinticuatro horas desde su llegada cuando después del almuerzo, fue conducida a la biblioteca para que sirviera el café y alimentara el fuego. La acompañaba Jeanne a la que había traído el criado de pelo negro y otra muchacha llamada Monique. El criado se quedó en la habitación, de pie, cerca del poste al que O fuera atada la noche anterior. Todavía no había nadie más en la biblioteca. Los ventanales estaban orientados a Poniente, y el sol de otoño, que declinaba lentamente en un cielo sereno, casi limpio de nubes, iluminaba sobre una cómoda un enorme ramo de crisantemos color azufre que olían a tierra y a hojas secas.

-¿La marcó Pierre anoche? –preguntó el criado a O.

Ella asintió con un movimiento de cabeza.

-En tal caso, debe mostrar las señales –dijo el hombre-. Haga el favor de subirse el vestido.

Esperó a que ella se arrollara la falda por detrás, como le había enseñado Jeanne la víspera y que ésta la ayudara a sujetarla. Después, le dijo que encendiera el fuego. La grupa de O hasta la cintura, sus muslos y sus finas piernas quedaron encuadrados entre los pliegues de seda verde y lino blando. Las cinco marcas eran negras. El fuego estaba preparado en el hogar, y O no tuvo más que arrimar una cerilla a la paja amontonada bajo las teas, las cuales se inflamaron. Pronto prendieron las ramas de manzano y, finalmente, los leños de roble que ardían con llamas altas, crepitantes y claras, casi invisibles a la luz del día, pero olorosas. Entró otro criado que, encima de la consola de la que habían quitado la lámpara, dejó una bandeja con las tazas y el cavé y se fue. O se acercó a la consola, y Monique y Jeanne se quedaron de pie una a cada lado de la chimenea. En aquel momento, entraron dos hombres y el primer criado también se fue. O, por la voz, creyó reconocer a uno de los que la habían forzado la víspera, el que había pedido que se hiciera más fácil el acceso de su grupa. Ella lo miraba con disimulo mientras vertía el café en las tacitas negras y doradas que Monique presentaba con el azúcar. Con que aquél era el muchacho, esbelto, tan joven y tan rubio que hasta parecía un inglés. El joven volvió a hablar, O ya no tuvo dudas. El otro también era rubio, pero ancho y fornido. Estaban los dos sentados en las butacas de cuero, con los pies hacia el fuego, fumando tranquilamente y leyendo el periódico sin hacer el menor caso de las mujeres, como si estuvieran solos. De vez en cuando, se oía crujir el papel y caer algunas brasas, De vez en cuando, O echaba un leño el fuego. Estaba sentada en el suelo, en un almohadón cerca del cesto de la leña y, frente a ella, también en el suelo, estaban Monique y Jeanne. Sus faldas, extendidas, se entremezclaban. La de Monique era rojo oscuro, De repente, pero tan sólo transcurrida una hora, el joven rufio llamó a Jeanne y a Monique. Les dijo que acercaran el puf (el mismo sobre el que la víspera pusieron a O boca abajo). Monique ya no esperó orden alguna, se arrodilló, aplastó el pecho en la piel que tapizaba el puf y se agarró a él con ambas manos. Cuando el joven ordenó a Jeanne que levantara la falda roja, Monique no se movió. Entonces, Jeanne, y así se lo ordenó é en los términos más brutales, tuvo que desabrocharle el traje y tomar con ambas manos aquella espada de carne que tan cruelmente traspasara a O, por lo menos una vez. Se hinchó y se puso rígida en la palma que la oprimía, y O vio aquellas mismas manos, las manos pequeñas de Jeanne, abrir los muslos de Monique en cuyo interior, lentamente y a pequeñas sacudidas que la hacían gemir, penetraba el joven. El otro hombre, que miraba sin decir palabra, hizo a O una seña para que se acercara y, sin dejar de mirar, la tumbó boca abajo sobre uno de los brazos de su butaca –su falda, levantada hasta la cintura, dejaba al descubierto toda la mitad inferior del cuerpo- y le agarró el vientre cuán ancha era su mano. Así la encontró René cuando abrió la puerta un minuto después.

-No se muevan, por favor –dijo y se sentó junto a la chimenea, en el almohadón que antes ocupara O.

La miraba atentamente y sonreía cada vez que aquella mano que la poseía se movía, hurgaba y se apoderaba más y más profundamente a la vez de su vientre y de su grupa, que se abrían siempre más, y le arrancaba gemidos incontenibles. Monique ya se había levantado había un rato y Jeanne atizaba el fuego en lugar de O. Sirvió a René, quien le besó la mano, un vaso de whisky que él bebió sin apartar la mirada de O. El que la sujetaba dijo entonces:

-¿Es suya?

-Sí –respondió René.

-Jacques tiene razón –comentó el otro-.

Es muy estrecha. Habrá que ensancharla.

-Pero no demasiado – dijo Jacques.

-Como usted disponga –dijo René, levantándose-. Es más entendido que yo –y tocó el timbre.

Desde entonces, y durante ocho días, desde el anochecer, en que terminaba su servicio en la biblioteca, hasta las ocho o las diez de la noche, en que era conducida de nuevo allí –aunque no a diario-, encadenada y desnuda bajo su capa roja, O llevó inserta entre las nalgas un tallo de ebonita en forma de sexo empinado, sujeta por tres cadenitas que pendían de un cinturón de cuero que le rodeaba las caderas, de manera que el movimiento de los músculos interiores no pudiera expulsarla. Una de las cadenas seguía el surco de su grupa, y las otras dos, el pliegue de las ingles, a uno y otro lado del triángulo del vientre, con el fin de no impedir que fuera penetrado, llegado el caso. René había llamado para pedir el cofre en el que se guardaban, en un compartimiento, las cadenitas y los cinturones y, en otro, los tallos de ebonita de distinto grosor. Todas se ensanchaban en la base, para impedir que acabaran de penetrar en el cuerpo, lo cual entrañaría el peligro de que volviera a cerrarse el anillo de carne que debían distender. Cada día, Jacques, que la hacía arrodillarse. O mejor prosternarse, para que Jeanne, Monique u otra de las chicas le colocara el tallo, la elegía más gruesa. Durante la cena, que las muchachas tomaban juntas en el mismo refectorio, después del baño, desnudas y maquilladas, O la llevaba todavía y, al llevar a la vista las cadenitas y el cinturón, todos podían comprobar que la tenía puesta. El encargado de quitársela era Pierre cuando iba a encadenarla a la pared, si nadie la solicitaba, o a sujetarle las manos a la espalda, si tenía que llevarla a la biblioteca. Rara fue la noche en que nadie quiso utilizar aquella vía que tan rápidamente iba haciéndose más accesible, aunque siempre más estrecha que la otra. Al cabo de ocho días, ya no fue necesario el aparato, y su amante le dijo a O que estaba muy contento de que estuviera doblemente abierta y que él cuidaría de que permaneciera así. Al mismo tiempo, le avisó de que él se marchaba y de que, durante los siete últimos días que pasaría en el castillo antes de que él volviera a buscarla para llevarla a París, no lo vería.

-Pero te quiero –le dijo-. Te quiero. No me olvides.

¡Ah! ¿Y cómo iba ella a olvidarlo? El era la mano que le vendaba los ojos, el látigo de Pierre, la cadena de la cabecera de su cama, el desconocido que le mordía el vientre, y todas las voces que la daban órdenes eran su voz. ¿Se cansaba? No. A fuerza de ser ultrajada, podía parecer que había de acostumbrarse a los ultrajes; a fuerza de ser acariciada, a las caricias, y a los latigazos, a fuerza de ser azotada. Una horrible saciedad de dolor y de voluptuosidad hubiera debido empujarla poco a poco hacia las riberas del la insensibilidad, próximas al sueño o al sonambulismo. Todo lo contrario. El corsé que la mantenía erguida, las cadenas que la sometían, el silencio, su refugio, seguramente contribuían a ello, como también el constante espectáculo de las jóvenes entregadas como ella, e incluso cuando no se entregaban, de su cuerpo constantemente accesible. El espectáculo, pero también la conciencia de su propio cuerpo. Todos los días, mancillada por así decirlo ritualmente de saliva y de esperma, de sudor mezclado con su propio sudor, se sentía literalmente receptáculo de las impurezas, la cloaca de la que hablan las escrituras. Y, no obstante, las partes de su cuerpo más ofendidas, dotadas ahora de mayor sensibilidad, le parecían embellecidas y hasta ennoblecidas: su boca recibiendo miembros anónimos, las puntas de sus pechos que manos extrañas rozaban constantemente y, entre sus muslos abiertos, los caminos de su vientre, rutas holladas a placer. Asombra que, al ser prostituida, ganara en dignidad y, sin embargo, así era. Una dignidad que parecía iluminarla desde dentro y en su porte se veía la calma, en su rostro la serenidad y la imperceptible sonrisa interior que se adivina en los ojos de las recluidas.

Cuando René le dijo que la dejaba, era ya de noche. O estaba desnuda en su celda, esperando que fueran a buscarla para llevarla al refectorio. Su amante vestía traje de ciudad. Cuando la abrazó, el tweed de su americana le rascó la punta de los pechos. La besó, la tendió en la cama, se echó a su lado y, lenta y suavemente, la poseyó, yendo y viniendo en las dos vías que se le ofrecían, pare derramarse
finalmente en su boca que después volvió a besar.

-antes de partir quisiera hacerte azotar. Y esta vez quiero preguntártelo.
¿Aceptas? –Ella aceptó-. Te quiero –repitió él-. Llama a Pierre.

Ella tocó el timbre. Pierre le encadenó las manos sobre la cabeza. Cuando estuvo encadenada, su amante volvió a besarla, de pie encima de la cama, le repitió que la quería, luego bajó de la cama e hizo una señal a Pierre. La miró debatirse en vano, oyó cómo sus gemidos de convertían en gritos. Cuando se la saltaron las lágrimas, despidió a Pierre, la acostó y se fue.

Decir que, en el mismo instante en que su amante se fue, O empezó a esperarle es decir poco: desde aquel momento ella no fue más que espera y noche. Durante el día, era como una figura pintada de piel suave y boca dócil que se mantenía constantemente con la vista baja. Fue sólo entonces cuando observó estrictamente la regla. Encendía y alimentaba el fuego, preparaba y servía el café, escanciaba los licores, encendía cigarrillos, arreglaba las flores y doblaba los periódicos como una jovencita bien educada en el salón de sus padres, tan límpida con gran escote, su gargantilla de cuero, su corsé ceñido y sus pulseras de prisionera; bastaba que los hombres a los que servía le ordenaran que se quedara a su lado cuando violaban a alguna otra muchacha para querer violarla a ella también. Seguramente por eso la maltrataban más que antes. ¿Había cometido alguna falta o la había dejado allí su amante precisamente para que aquellos a quienes la prestaba dispusieran de ella con mayor libertad? Dos días después de su marcha, al anochecer, cuando, después de quitarse la ropa, miraba en el espejo del cuarto de baño las señales de la fusta de Pierre que iban borrándose de sus muslos, entró Pierre. Faltaban aún dos horas para la cena. Le dijo que aquella noche no cenaría en el comedor y le ordenó que se preparara, señalándole el asiento a la turca en el que ella tuvo que ponerse en cuclillas, tal como Jeanne le dijo que debería hacer delante de Pierre. Mientras estuvo sentada en él, el criado no dejó de mirarla. Ella lo veía en el espejo y se veía también a sí misma, sin poder retener el líquido que salía de su cuerpo. El hombre esperó mientras ella se bañaba y maquillaba. Iba a sacar las chinelas y la capa roja cuando él la detuvo con un ademán y, atándole las manos a la espalda, le dijo que no hacía falta y que le esperara un instante, Ella se sentó al borde de la cama. Afuera, había una tormenta con viento frío y lluvia, y el álamo que crecía junto a la ventana se inclinaba y se enderezaba al capricho de las ráfagas. De vez en cuando, las hojas pálidas y mojadas azotaban los cristales, Era ya noche cerrada, a pesar de que aún no habían dado las siete; pero el otoño estaba ya muy avanzado y los días eran cortos. Pierre volvió a entrar llevando en la mano la venda con que le taparon los ojos la primera noche. Traía también una cadena que tintineaba, parecida a la de la pared. Le pareció a O que vacilaba, dudando entre qué ponerle primero si la venda o las cadenas. Ella miraba la lluvia, indiferente a lo que quisieran de ella, pensando únicamente que René había dicho que volvería, que tendría que esperar aún cinco días y cinco noches y que no sabía dónde estaba ni si estaba solo y, si no lo estaba, con quién. Pero él volvería. Pierre había dejado la cadena encima de la cama y, sin distraer a O de sus ensueños, le vendó los ojos. La venda era de terciopelo negro, guateado sobre las órbitas y se ajustaba perfectamente a los pómulos: imposible abrir los párpados ni atisbar nada. Bendita noche, parecida a su propia noche; nunca la acogió O con tanta alegría. Benditas cadenas que la liberaban de sí misma. Pierre enganchó la cadena a la anilla del collar y le rogó que le acompañara. Ella se levantó, sintió que tiraban de ella hacia delante y empezó a andar. Sus pies descalzos se helaron sobre las baldosas y compendió que avanzaban por el corredor del ala roja. Después, el suelo se hizo más áspero aunque no menos frío: seguramente, losas de piedra, gres o granito. El criado la obligó a detenerse dos veces, y ella oyó girar una llave en una cerradura que se abría y volvía a cerrarse.

-Cuidado con los escalones –dijo Pierre.

Ella empezó a bajar una escalera, tropezó, y Pierre la sostuvo entre sus brazos. Nunca la había tocado más que para encadenarla o azotarla, pero ahora la tendía en los fríos escalones, a los que ella se agarraba como podía con las manos atadas para no resbalar, y le cogía los pechos. Su boca iba de uno a otro y ella sentía el peso de su cuerpo que se apoyaba en ella sentía el peso de su cuerpo que se apoyaba en ella y luego se erguía lentamente. No la levantó del suelo hasta que estuvo satisfecho. Húmeda y temblando de frío, ella acabó de bajar la escalera y oyó que se abría otra puerta por la que entró, y entonces sintió bajo los pies una gruesa alfombra. Un tirón de la cadena, y las manos de Pierre le soltaron las manos y le quitaron la venda: estaba en una habitación redonda, abovedada, muy pequeña y muy baja. Las paredes y la bóveda eran de piedra, sin revestimiento. La cadena que llevaba sujeta al cuello estaba enganchada a una anilla clavada en la pared a un metro de altura, frente a la puerta, y no le permitía dar más que dos pasos hacia delante. No había cama ni nada que se le pareciera, ni manta, sólo tres o cuatro almohadones estilo marroquí, pero estaban fuera de su alcance, y era evidente que no estaban destinados a ella. En cambio, a su alcance había un hueco en la pared del que provenía la escasa luz que iluminaba la pieza e en el que alguien había dispuesto una bandeja de madera con agua, fruta y pan. El calor de los radiadores, empotrados en el zócalo, no bastaba Ponerla, de pie encima de la cama, le repitió que la quería, luego bajó de la cama e hizo una señal a Pierre. La miró debatirse en vano, oyó cómo sus gemidos de convertían en gritos. Cuando se la saltaron las lágrimas, despidió a Pierre. Ella aún tuvo fuerzas para decir que lo quería.
Entonces él besó su rostro empapado y su boca jadeante, la desató, la acostó y se fue.

Decir que, en el mismo instante en que su amante se fue, O empezó a esperarle es decir poco: desde aquel momento ella no fue más que espera y noche. Durante el día, era como una figura pintada de piel suave y boca dócil que se mantenía constantemente con la vista baja. Fue sólo entonces cuando observó estrictamente la regla. Encendía y alimentaba el fuego, preparaba y servía el café, escanciaba los licores, encendía cigarrillos, arreglaba las flores y doblaba los periódicos como una jovencita bien educada en el salón de sus padres, tan límpida con gran escote, su gargantilla de cuero, su corsé ceñido y sus pulseras de prisionera; bastaba que los hombres a los que servía le ordenaran que se quedara a su lado cuando violaban a alguna otra muchacha para querer violarla a ella también. Seguramente por eso la maltrataban más que antes. ¿Había cometido alguna falta o la había dejado allí su amante precisamente para que aquellos a quienes la prestaba dispusieran de ella con mayor libertad? Dos días después de su marcha, al anochecer, cuando, después de quitarse la ropa, miraba en el espejo del cuarto de baño las señales de la fusta de Pierre que iban borrándose de sus muslos, entró Pierre. Faltaban aún dos horas para la cena. Le dijo que aquella noche no cenaría en el comedor y le ordenó que se preparara, señalándole el asiento a la turca en el que ella tuvo que ponerse en cuclillas, tal como Jeanne le dijo que debería hacer delante de Pierre. Mientras estuvo sentada en él, el criado no dejó de mirarla. Ella lo veía en el espejo y se veía también a sí misma, sin poder retener el líquido que salía de su cuerpo. El hombre esperó mientras ella se bañaba y maquillaba. Iba a sacar las chinelas y la capa roja cuando él la detuvo con un ademán y, atándole las manos a la espalda, le dijo que no hacía falta y que le esperara un instante, Ella se sentó al borde de la cama. Afuera, había una tormenta con viento frío y lluvia, y el álamo que crecía junto a la ventana se inclinaba y se enderezaba al capricho de las ráfagas. De vez en cuando, las hojas pálidas y mojadas azotaban los cristales, Era ya noche cerrada, a pesar de que aún no habían dado las siete; pero el otoño estaba ya muy avanzado y los días eran cortos. Pierre volvió a entrar llevando en la mano la venda con que le taparon los ojos la primera noche. Traía también una cadena que tintineaba, parecida a la de la pared. Le pareció a O que vacilaba, dudando entre qué ponerle primero si la venda o las cadenas. Ella miraba la lluvia, indiferente a lo que quisieran de ella, pensando únicamente que René había dicho que volvería, que tendría que esperar aún cinco días y cinco noches y que no sabía dónde estaba ni si estaba solo y, enganchó la cadena a la anilla del collar y le rogó que le acompañara. Ella se levantó, sintió que tiraban de ella hacia delante y empezó a andar. Sus pies descalzos se helaron sobre las baldosas y compendió que avanzaban por el corredor del ala roja. Después, el suelo se hizo más áspero aunque no menos frío: seguramente, losas de piedra, gres o granito. El criado la obligó a detenerse dos veces, y ella oyó girar una llave en una cerradura que se abría y volvía a cerrarse.

-Cuidado con los escalones –dijo Pierre.

Ella empezó a bajar una escalera, tropezó, y Pierre la sostuvo entre sus brazos. Nunca la había tocado más que para encadenarla o azotarla, pero ahora la tendía en los fríos escalones, a los que ella se agarraba como podía con las manos atadas para no resbalar, y le cogía los pechos. Su boca iba de uno a otro y ella sentía el peso de su cuerpo que se apoyaba en ella sentía el peso de su cuerpo que se apoyaba en ella y luego se erguía lentamente. No la levantó del suelo hasta que estuvo satisfecho. Húmeda y temblando de frío, ella acabó de bajar la escalera y oyó que se abría otra puerta por la que entró, y entonces sintió bajo los pies una gruesa alfombra. Un tirón de la cadena, y las manos de Pierre le soltaron las manos y le quitaron la venda: estaba en una habitación redonda, abovedada, muy pequeña y muy baja. Las paredes y la bóveda eran de piedra, sin revestimiento. La cadena que llevaba sujeta al cuello estaba enganchada a una anilla clavada en la pared a un metro de altura, frente a la puerta, y no le permitía dar más que dos pasos hacia delante. No había cama ni nada que se le pareciera, ni manta, sólo tres o cuatro almohadones estilo marroquí, pero estaban fuera de su alcance, y era evidente que no estaban destinados a ella. En cambio, a su alcance había un hueco en la pared del que provenía la escasa luz que iluminaba la pieza e en el que alguien había dispuesto una bandeja de madera con agua, fruta y pan. El calor de los radiadores, empotrados en el zócalo, no bastaba para disipar el olor a tierra y humedad, olor de las antiguas prisiones y de las mazmorras de los castillos. En aquella cálida penumbra a la que no llegaba ruido alguno, O pronto perdió la noción del tiempo. No había día ni noche, y nunca se apagaba la luz. Pierre o cualquier otro criado, traía más agua, pan y fruta cuando se terminaba lo que había en la bandeja y la llevaba a que se bañara a un reducto contiguo. Ella nunca vio a los hombres que entraban, porque previamente un criado le vendaba los ojos y no le quitaba la venda hasta que se habían ido. También perdió la cuenta de sus visitantes, y ni sus suaves manos ni sus labios, que acariciaban a ciegas, supieron nunca a quién tocaban. A veces eran varios, pero casi siempre uno solo. Antes de que se acercaran a ella, tenía que arrodillarse de cara a la pared, la anilla del collar enganchada al mismo pitón que sujetaba la cadena, para que la azotara. Ponía la palma de las manos en la pared y apoyaba en el dorso su rostro para que la piedra no la arañara; pero no podía evitar las desolladuras en las rodillas y los pechos. También perdió la cuenta de los suplicios y de sus gritos, ahogados por la bóveda. Esperaba. De pronto, el tiempo dejó de estar inmóvil. En su noche de terciopelo, alguien desenganchaba la cadena. Había esperado tres meses, tres días, diez días o diez años. Sintió que la envolvían en una tela gruesa y que alguien la levantaba en brazos. Se encontró en su celda, acostada bajo la manta negra; era poco después de mediodía, tenía los ojos abiertos, las manos libres, y René, sentado a su lado, le acariciaba el cabello.

-Tienes que vestirte –le dijo-. Nos vamos.

Ella tomó su último baño, y él le cepilló el pelo y le sostuvo la polvera y el lápiz de labios. Cuando volvió a la celda, encima de la cama encontró su traje chaqueta, su blusa, su combinación, sus medias, su bolso y sus guantes. Estaba hasta el abrigo que se ponía encima del traje chaqueta cuando empezaba a hacer frío y un pañuelo de seda para el cuello; pero ni slip ni liguero. Ella se vistió lentamente, enrollándose las medias encima de las rodillas y no se puso la chaqueta porque en la celda hacía mucho calor. En aquel momento, entró el hombre el dedo anular de su mano izquierda. Eran unas extrañas sortijas de hierro, rodeadas por una anilla de oro en su interior cuyo engaste, ancho y pesado, como el engaste de un anillo, pero algo mas abultado, llevaba incrustado en oro, el dibujo de una especie de rueda de tres radios, en forma de espiral, parecida a la rueda solar de los celtas. La segunda que se probó, forzándola un poco, se ajustaba perfectamente. Le pesaba, y el oro brillaba veladamente entre el gris mate del hierro pulido. ¿Por qué el hierro, por qué el oro y aquel signo que ella no comprendía? No le era posible hablar en aquella habitación tapizada de rojo, en la que de la pared todavía colgaba la cadena a la cabecera de la cama, en la que todavía estaba la manta negra, arrugada en el suelo, en la que en cualquier momento podía entrar Pierre, el criado, absurdo con su uniforme de opereta, a la luz brumosa de o que Jeanne dijo era la clausura y que ya no guardaba criados ni perros. Apartó uno de los cortinajes de terciopelo verde y salieron. La cortina volvió a caer. Oyeron el chasquido de la verja. Estaban solos en otra antecámara que salía al parque. No tenían más que bajar la escalinata ente la que esperaba el coche. Ella se sentó al lado de su amante que empuñó el volante y arrancó. Salieron del parque por la verja abierta de par en par y, después de recorrer unos centenares de metros, él detuvo el coche para darle un beso. Estaban a la entrada de un pueblo pequeño y apacible que luego cruzaron. O pudo leer el nombre del lugar en un indicador: Roissy.